domingo, 11 de septiembre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (9)

30 de julio
Temperatura al amanecer: 5º C.
Me despierto y aún es de noche. Al retirar la cortina veo el cielo estrellado. Aunque no identifico la mayoría de las constelaciones del hemisferio Norte, resulta evidente que estas que veo ahora me son por completo desconocidas. Hasta que, repente, asombro mayúsculo: estoy viendo Orión, el cazador. Pero... ¡está del revés! Menuda impresión, y qué prueba más irrefutable de que nos hallamos cabeza abajo. Otra sorprendente constatación de ello es la luna: cuando salimos de España terminaba el cuarto creciente y empezaba la luna llena. ¡Y aquí está de nuevo en cuarto creciente! Claro; en el hemisferio Norte, cuando la Luna crece, su parte iluminada tiene forma de D y aquí, como la vemos invertida, pues se transforma en una C. Incontestables pruebas de humor cósmico de las que casi nadie es consciente. Por cierto, no consigo localizar la Cruz del Sur.
No hay leones marinos a la vista. ¿Tendrá que ver la presión humana, o quizá esos perros que corretean libremente por la playa pese a estar prohibido? Respecto a esta cuestión los neozelandeses tienen el corazón partío: aman mucho a sus mascotas, y al mismo tiempo son conscientes de que son una amenaza de primer orden para la vida salvaje.

Amanecer en Jack´s Bay
Instrucciones
El cielo se ha encapotado de nuevo, pero de momento la lluvia nos respeta. Justo al lado de donde hemos dormido arranca el sendero que lleva al Jack's Blowhole. El camino primero asciende, y a continuación bordea el acantilado a considerable altura. Caminamos con precaución porque hay mucho barro y está muy resbaladizo.
 Observo la costa al otro lado de la bahía, donde se distingue claramente lo que era la vegetación original, relegada a quebradas y lugares abruptos, en contraste con los terrenos deforestados, que se dedican a pasto para vacas y ovejas merinas. Contemplando a estos últimos animales nos acordamos de cuando los vimos hace apenas seis meses en La Patagonia, y pensamos en su extraordinario viaje durante la Edad Media de África a la Península Ibérica, y más tarde de allí a los territorios de ultramar, al otro lado del mundo.

Bosque primigenio en primer plano. Deforestación para pastizal al fondo
El blowhole
Empleamos en llegar unos veinte minutos. El blowhole tiene 56 metros de profundidad, y se halla comunicado con el mar por un túnel de unos 200 metros. El agua ruge siniestra allí abajo, y en su superficie se aprecia el reflejo de la luz que de vez en cuando oscurece una ola.
A la ida habíamos oído un misterioso canto que salía de la espesura, pero no pudimos identificar el ave. A la vuelta la vemos tranquilamente posada en un árbol: es un tui. Aunque jamás hayamos visto a este pájaro, lo identificamos por las plumas blancas que luce en el pecho, semejantes a bolitas de algodón. Resulta increíble la variedad de notas y sonidos que es capaz de emitir. Los maoríes, cuando quieren expresar que alguien habla muy bien, dicen que canta como un tui. Lo cierto es que no se le ve intimidado por nuestra presencia, y cuando nos marchamos continúa con su concierto como si tal cosa.
Nos ponemos en marcha. Próximo destino, Purakaunui Falls, aquí cerquita. Por fortuna no es necesario volver a pasar por el puente de los dos mil quinientos kilos. Nos llueve por el camino, y cuando llegamos al aparcamiento está diluviando, de modo que nos pertrechamos con toda nuestra ropa impermeable. Delante de nosotros van unos escoceses -perdón, quise decir neozelandeses- con zapatillas, pantalón corto e impermeable de un euro; a su lado parecemos exploradores polares. La cascada no es gran cosa, al menos con esta luz, pero tenemos nuestra primera experiencia de bosque primigenio, con sus increíbles helechos arborescentes.

Los helechos arborescentes
Helecho arborescente
Purakaunui Falls
Helecho arborescente
Nuestro plan hoy era ir a las Cathedral Caves, pero como resulta que están cerradas y el suelo resbalará muchísimo por la lluvia, desistimos. Además, eso de poderse quedar atrapado con un crío si no calculas bien el horario de las mareas lo cierto es que da un poco de yuyu. Recuerdo una película que vi de pequeño, en la que a una joven le pilló en la playa la subida de la marea y no le quedó otra que trepar por las paredes de un agujero semejante al blowhole. La imagen de la chica agarrándose a las rocas con uñas y dientes con el tétrico mar rompiendo debajo de ella impactó profundamente mi alma de niño.
De manera que cambiamos de planes y nos vamos al Nugget Point, para lo que es preciso pasar de nuevo por Owaka y después girar a la derecha hacia Kaka Point (nótese lo escatológico del idioma maorí). Bordeamos la costa por un camino de tierra en pésimas condiciones. Comemos en el aparcamiento y después caminamos hasta el faro. Se trata de un cabo muy bonito, con vistas impresionantes que recuerda al Fisterra gallego. Para amenizar la tarde, se despeja un poco y sale el sol. No vemos leones marinos, pero se los oye en la base de los altísimos acantilados.

Aparcamiento en Nugget Point
Cabo y faro
Faro
No se ven leones
Atardecer de terciopelo
A eso de las cuatro y media nos vamos a Roaring Bay, que está aquí al lado, para ver si logramos avistar pingüinos de ojos amarillos. Dado que son animales muy tímidos, han construido un hide para poder observarlos, está prohibido bajar a la playa después de las tres, y además se pide encarecidamente no hacer ruido ni dar gritos. Nuestro gozo en un pozo cuando vemos a tres niñas en edad pre-cenutrial (ya nos habíamos cruzado con ellas camino del faro) corriendo alrededor del hide y tratando de subirse al tejado. Sus madres, que deben de ser una versión neozelandesa de las maris, se hallan dentro del refugio y ni siquiera las reprenden, pese a los numerosos carteles que advierten que molestar a los pingüinos está perseguido por la Ley. Con estas tres vociferantes campando a sus anchas, ¿qué esperan ver? Finalmente, para alivio nuestro, se aburren y se marchan.
Al quedarnos solos entramos en el hide. Dice la información que la mejor forma de ver un pingüino es que él no te vea a ti, y funciona. Un rato después aparece el primero. A continuación llega un hombre muy simpático, tal vez un naturalista local, que nos presta sus estupendo prismáticos. Entonces empiezan a salir del agua uno, dos, tres, cuatro, cinco. Es un momento maravilloso: van hacia los nidos, pero antes se detienen en la vereda, en fila india, como esperando algo. Tal vez que se les sequen las plumas.

En el hide
Tres pingüinos
El buen señor se marcha por donde ha venido. Nos quedamos un rato más, pero son ya casi las seis, hora del oscurecer. Desandamos el estrecho camino que nos ha traído a Nugget Point y empieza otra vez a llover. Aprovecho que pasamos de nuevo por Owaka para llenar limpias y vacias grises y negras (somos ya casi del pueblo) y después seguimos camino hacia Waikawa. Entre estos dos pueblos hay 64 kilómetros, y resulta asombroso cómo un recorrido tan corto puede transformarse en un pequeño infierno. Al ser tan mala la previsión del tiempo, Bego es partidaria de parar cuanto antes, pero como no vemos ningún sitio apropiado yo me empeño en seguir. Llueve y llueve, y la temperatura baja a un grado centígrado. Los kilómetros caen como con cuentagotas. La carretera tiene muchísimas curvas, y no nos cruzamos con ningún coche. Vemos brillar hielo en el arcén, lo cual resucita otro de nuestros fantasmas griegos: la noche que estuvimos a punto de quedarnos atrapados en el Monte Parnaso al congelarse bruscamente la carretera, y cómo salimos de allí in extremis.
Conduzco despacísimo. sin quitar ojo al termómetro. Faltan solo ocho kilómetros para destino, y apenas cuatro para el cruce salvador que nos llevará hasta la bendita playa. Justo entonces la carretera asciende y se adentra ligeramente hacia el interior, y de repente el asfalto muda su clásico color negro al del refresco granizado. Cero grados. Antes nos adelantó un coche y aún son visibles sus huellas en el pavimento; procuro conducir sobre ellas, pese a que su eje es más estrecho que el nuestro. Finalmente y con mucho sofoco llegamos al cruce de marras y descendemos hacia Waikawa. Encontramos lo que parece el área, al lado de unos aseos públicos. Cerca se ve una casa iluminada, e increíblemente, pese a la lluvia y al frío, están celebrando una fiesta en el porche.
Al aparcar hemos quedado ligeramente inclinados hacia la izquierda. No nos hemos recuperado del sofoco cuando vemos que empieza a salir agua de debajo de uno de los arcones. Así que el insistente goteo que llevamos oyendo en la zona del baño desde el principio del viaje ha dado por fin sus frutos. Como en las películas de terror, tras la distensión y el alivio otra vez tensión: alarma general, periódicos al suelo, blasfemias y maldiciones varias. Aunque de algo ha de servir nuestra experiencia en goteras: en cuanto me sereno doy la vuelta a la auto y la coloco mirando en dirección opuesta, así por lo menos la inundación saldrá hacia el exterior.
Como cada vez que tenemos avería, nos acostamos frustrados y tristes.

Kilómetros etapa: 151
Kilómetros viaje: 1.584

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