5 de agosto
Temperatura al
amanecer: 0º C
El sitio donde hemos
dormido se halla cerca del Franz-Joseph, el
otro glaciar, y tiene el aspecto de gravera abandonada. Hay dos vehículos más que
no pertenecen a empresas de alquiler. Pese a la gélida temperatura, de uno de
ellos baja a hacer pis un joven en camiseta y calzoncillos. Su compañero, que
no quiere ser menos, le imita pero sube la apuesta provisto exclusivamente
de taparrabos. Olé los neozelandeses.
Según cuentan en Campermate, hace algunos meses un alma
bienhechora bloqueó la entrada del lugar con grandes piedras, lo cual demuestra
que aquí también cuecen habas. Por fortuna, después las han retirado aunque siguen
al lado de la entrada, amenazantes y ominosas.
Al parecer este emplazamiento
-como ya hemos visto en zonas muy turísticas- está siendo sometido a presiones para ser cerrado. Dichas presiones -provenientes, cómo no, de los
dueños de los cámpings- son idénticas a las que padecemos de ordinario en
España. En Nueva Zelanda, al menos de momento, todavía queda resquicio legal para
poder dormir a tu aire. El día que obligasen a las autocaravanas a entrar en
recintos privados (entre 30 y 50 dólares la noche) creo que matarían la gallina
de los huevos de oro del turismo itinerante.
Volando voy: Franz-Joseph y el río Waiho |
Muy de mañanita nos
vamos a Franz-Joseph, que más que pueblo es un resort destinado a satisfacer las necesidades de los turistas. Lo
primero, localizar la dump station,
que está junto a la gasolinera, para hacerle el aseo a la auto. Lo segundo es
buscar una agencia de helicópteros. Entramos en la primera, llamada Glacier Country Helicopters, por
parecernos una empresa pequeña y familiar. Preguntamos si es posible sobrevolar
el Fox, el Franz-Joseph, el Tasmán y avistar el Monte Cook. Nos responden que sí;
no obstante advierten que, aunque el día se ve soleado, el viento sopla fuerte
desde el otro lado de la cordillera, y que el Cook y el Tasmán solo los
podremos ver desde lejos. ¿Precio? Novecientos dólares los tres, en un
helicóptero para nosotros solos. Aceptamos.
Elie de Beaumont, 3.117 metros |
El hombre que nos ha
atendido dice que va a llevar un grupo y que volvamos en media hora. Habíamos
pensado aprovechar este tiempo para preguntar en alguna otra de las muchas
agencias que hay en la calle principal, pero lo cierto es que nos da pereza.
Además, nos ha gustado el aspecto del local, tan étnico y tan maorí. Finalmente
aprovechamos el interludio para ir al súper.
Cuando regresamos,
además de pagar nos dan un cursillo básico sobre cómo subir y bajar del
helicóptero y, lo que más impresiona: nos piden que rellenemos una ficha con el
nombre y el teléfono de un familiar, por si hay que avisar. Ya se sabe que
nunca pasa nada, pero...
Aproximándonos a la cordillera |
De camino al
helipuerto Bego le pregunta a nuestro conductor y presumible dueño de la
empresa si es maorí. Respuesta afirmativa. Pero resulta ser un maorí muy raro,
porque tiene los ojos azules. Al parecer, ese color de ojos constituye un rasgo
exclusivo de su tribu. Luego hablan de la invasión inglesa y demás. Hasta aquí
muy bien.
Porque cuando
llegamos, nuestro interlocutor nos hace entrar en una oficina, donde hay un
mapa, y nos explica que como las condiciones meteorológicas han empeorado,
nuestra maravillosa excursión se limitará a un paseo a media ladera. Aceptamos,
qué remedio, pero de acortar o devolver parte del importe, ni mijita.
Vuelve el grupo
anterior y nos vamos nosotros. Es la primera vez (para los tres) que montamos
en helicóptero, y es exactamente como se ve en películas y documentales: el
suelo se aleja e inclina cuando la aeronave gira, las lindes de las fincas, las
diminutas casas, el terreno verde y encharcado. A mí me han hecho sentarme en
el puesto del honor, al lado del piloto. Inari no va muy convencido, y le oigo
quejarse detrás. Ascendemos y pasamos por encima del pueblo (veo nuestra autocaravana).
Seguimos subiendo y encaramos la sierra. Al menos lo del viento es verdad,
porque de vez en cuando unas rachas aterradoras encabritan el helicóptero como
si fuera una lata de sardinas. El piloto compensa las sacudidas con el joystick, y yo pido fervientemente que
sepa lo que hace. A continuación, se posa en una meseta nevada (bueno, al menos
esto lo han cumplido). Desde aquí las vistas son apabullantes, y se siente uno
como pájaro caído del cielo. Pero hace un frío que pela, así que tras las fotos
de rigor nos metemos dentro.
Aterrizaje en la nieve |
Aterrizaje en la nieve |
La sombra del helicóptero |
Ventisca en las alturas |
Er bisho |
Pasamos ahora frente
al Franz-Joseph, por desgracia sin
acercarnos mucho, y sobrevolamos los kilómetros de sinuosa carretera que
recorrimos anoche. Nos metemos por el cañón del Fox, y me alegro de haberlo recorrido ayer a pie, porque ahora
reconocemos cada detalle. Pero en lugar de ver solo la lengua polvorienta,
ascendemos hasta el hielo virgen, blanquísimo. También observamos en
contrapicado una descomunal cascada. Descendemos tanto que parece que fuéramos
a tocarlo, y guardo de todo ello una imagen vertiginosa y plena.
Camino del Glaciar Fox |
Cañón del glaciar |
Panorámica general |
Río de hielo |
Parte alta |
Vista del itinerario que realizamos ayer |
Con el reloj en la
mano, hemos estado la media hora larga que acordamos, pero lo cierto es que nos
ha sabido a poco. A modo de pírrica compensación, de vuelta a la oficina les
pedimos que nos presten un enchufe para cargar la batería de la Nikon. Por suerte, me he traído
el multiadaptador que compré para Argentina.
Habíamos pensado para
después de comer en realizar alguna ruta a pie por el Franz-Joseph; en lugar de eso, tras recoger cargador y batería, cambiamos
dicho plan por un par de horas en unas piscinas calentitas al aire libre que
gestiona el i-Site del lugar. Desnudarse
en el vestidor no climatizado y salir tiritando al exterior tiene su qué, pero
luego te sumerges en el agua a 36, 38 o 40 grados y se te quitan todas las
penas.
Así, congraciados
con el cuerpo y el alma (ya que no con el bolsillo), arrancamos. Voy un poco
grogui por las biodraminas que tomé para el helicóptero, pero creo que puedo
conducir. Hasta el Lago Mahinapua hay
124 kilómetros
de absoluta wilderness y pueblos
fantasma que no aparecen más que en el mapa. La cordillera nevada sigue
acompañándonos a nuestra derecha. Atravesamos bosques, ríos como el Whataroa
y el Wanaganui y una localidad
cuyo infame nombre supera todo lo visto anteriormente: Kakapotahi. Si supieran
los maorís la juerga que nos pasamos a cuenta de su idioma...
Compañera cordillera |
Vaquitas |
Mal tiempo en las alturas |
Whataroa river |
En el Lago Mahinapua existe un cámping del DOC. No vamos a quedarnos ahora, pero
queremos echarle un vistazo aprovechando que aún es de día. Hacemos bien, porque
para llegar hasta él desde la carretera es preciso recorrer un túnel de
quinientos metros por debajo de la espesísima vegetación y, la verdad, no sé si
de noche nos hubiéramos atrevido.
Localizado y
aprobado el sitio, seguimos hasta Hokitika, situado a orillas del río homónimo
(en esta parte de Nueva Zelanda encontramos una notable economía de nombres:
pueblo, río y a menudo el valle se denominan de la misma forma). A la salida
del pueblo en dirección Norte, en un bosquete a cincuenta metros de la carretera,
hay algo excepcional: una colonia de luciérnagas o glowworms. Se hallan en una especie de pequeño desfiladero sin
salida. Como hace poco que se ha puesto el sol, al principio solo se ven dos o
tres, pero nos basta con esperar un rato para distinguir centenares. Es como
ver las estrellas en el cielo.
Oscurece en Hokitika |
Oscurece en Hokitika |
Sin embargo, la
realidad de estos insectos es menos romántica y más pragmática: los glossworms son las larvas del mosquito
de la seta, que cuentan con un mecanismo bioluminiscente para atrapar a sus presas.
Este bichito pasa en estado larvario siete u ocho meses, y experimenta la
metamorfosis solo para reproducirse y morir. Perra vida la de este mosquito.
Regresamos a nuestro
lugar de pernocta. Aunque el suelo de hierba se ve bastante firme, le hemos cogido
tal pánico que preferimos quedarnos en el aparcamiento de asfalto. Después de
nosotros llegan algunas autos más, pero hay espacio más que suficiente para
estar desahogados. También hace acto de presencia un gamberro motorizado que por
fortuna se marcha enseguida.
Cojo la linterna y me voy a rellenar la ficha
del check-in y a pagar. Por encima de
mí las estrellas, glowworms
galácticos, acoquinan con todo su esplendor.
Kilómetros etapa: 167
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