domingo, 25 de septiembre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (15)

5 de agosto
Temperatura al amanecer: 0º C
El sitio donde hemos dormido se halla cerca del Franz-Joseph, el otro glaciar, y tiene el aspecto de gravera abandonada. Hay dos vehículos más que no pertenecen a empresas de alquiler. Pese a la gélida temperatura, de uno de ellos baja a hacer pis un joven en camiseta y calzoncillos. Su compañero, que no quiere ser menos, le imita pero sube la apuesta provisto exclusivamente de taparrabos. Olé los neozelandeses.
Según cuentan en Campermate, hace algunos meses un alma bienhechora bloqueó la entrada del lugar con grandes piedras, lo cual demuestra que aquí también cuecen habas. Por fortuna, después las han retirado aunque siguen al lado de la entrada, amenazantes y ominosas.
Al parecer este emplazamiento -como ya hemos visto en zonas muy turísticas- está siendo sometido a presiones para ser cerrado. Dichas presiones -provenientes, cómo no, de los dueños de los cámpings- son idénticas a las que padecemos de ordinario en España. En Nueva Zelanda, al menos de momento, todavía queda resquicio legal para poder dormir a tu aire. El día que obligasen a las autocaravanas a entrar en recintos privados (entre 30 y 50 dólares la noche) creo que matarían la gallina de los huevos de oro del turismo itinerante.

Volando voy: Franz-Joseph y el río Waiho
Muy de mañanita nos vamos a Franz-Joseph, que más que pueblo es un resort destinado a satisfacer las necesidades de los turistas. Lo primero, localizar la dump station, que está junto a la gasolinera, para hacerle el aseo a la auto. Lo segundo es buscar una agencia de helicópteros. Entramos en la primera, llamada Glacier Country Helicopters, por parecernos una empresa pequeña y familiar. Preguntamos si es posible sobrevolar el Fox, el Franz-Joseph, el Tasmán y avistar el Monte Cook. Nos responden que sí; no obstante advierten que, aunque el día se ve soleado, el viento sopla fuerte desde el otro lado de la cordillera, y que el Cook y el Tasmán solo los podremos ver desde lejos. ¿Precio? Novecientos dólares los tres, en un helicóptero para nosotros solos. Aceptamos.

Elie de Beaumont, 3.117 metros
El hombre que nos ha atendido dice que va a llevar un grupo y que volvamos en media hora. Habíamos pensado aprovechar este tiempo para preguntar en alguna otra de las muchas agencias que hay en la calle principal, pero lo cierto es que nos da pereza. Además, nos ha gustado el aspecto del local, tan étnico y tan maorí. Finalmente aprovechamos el interludio para ir al súper.
Cuando regresamos, además de pagar nos dan un cursillo básico sobre cómo subir y bajar del helicóptero y, lo que más impresiona: nos piden que rellenemos una ficha con el nombre y el teléfono de un familiar, por si hay que avisar. Ya se sabe que nunca pasa nada, pero...

Aproximándonos a la cordillera
De camino al helipuerto Bego le pregunta a nuestro conductor y presumible dueño de la empresa si es maorí. Respuesta afirmativa. Pero resulta ser un maorí muy raro, porque tiene los ojos azules. Al parecer, ese color de ojos constituye un rasgo exclusivo de su tribu. Luego hablan de la invasión inglesa y demás. Hasta aquí muy bien.
Porque cuando llegamos, nuestro interlocutor nos hace entrar en una oficina, donde hay un mapa, y nos explica que como las condiciones meteorológicas han empeorado, nuestra maravillosa excursión se limitará a un paseo a media ladera. Aceptamos, qué remedio, pero de acortar o devolver parte del importe, ni mijita.
Vuelve el grupo anterior y nos vamos nosotros. Es la primera vez (para los tres) que montamos en helicóptero, y es exactamente como se ve en películas y documentales: el suelo se aleja e inclina cuando la aeronave gira, las lindes de las fincas, las diminutas casas, el terreno verde y encharcado. A mí me han hecho sentarme en el puesto del honor, al lado del piloto. Inari no va muy convencido, y le oigo quejarse detrás. Ascendemos y pasamos por encima del pueblo (veo nuestra autocaravana). Seguimos subiendo y encaramos la sierra. Al menos lo del viento es verdad, porque de vez en cuando unas rachas aterradoras encabritan el helicóptero como si fuera una lata de sardinas. El piloto compensa las sacudidas con el joystick, y yo pido fervientemente que sepa lo que hace. A continuación, se posa en una meseta nevada (bueno, al menos esto lo han cumplido). Desde aquí las vistas son apabullantes, y se siente uno como pájaro caído del cielo. Pero hace un frío que pela, así que tras las fotos de rigor nos metemos dentro.

Aterrizaje en la nieve
Aterrizaje en la nieve
La sombra del helicóptero
Ventisca en las alturas
Er bisho
Pasamos ahora frente al Franz-Joseph, por desgracia sin acercarnos mucho, y sobrevolamos los kilómetros de sinuosa carretera que recorrimos anoche. Nos metemos por el cañón del Fox, y me alegro de haberlo recorrido ayer a pie, porque ahora reconocemos cada detalle. Pero en lugar de ver solo la lengua polvorienta, ascendemos hasta el hielo virgen, blanquísimo. También observamos en contrapicado una descomunal cascada. Descendemos tanto que parece que fuéramos a tocarlo, y guardo de todo ello una imagen vertiginosa y plena.

Camino del Glaciar Fox
Cañón del glaciar
Panorámica general
Río de hielo
Parte alta
Vista del itinerario que realizamos ayer
Con el reloj en la mano, hemos estado la media hora larga que acordamos, pero lo cierto es que nos ha sabido a poco. A modo de pírrica compensación, de vuelta a la oficina les pedimos que nos presten un enchufe para cargar la batería de la Nikon. Por suerte, me he traído el multiadaptador que compré para Argentina.
Habíamos pensado para después de comer en realizar alguna ruta a pie por el Franz-Joseph; en lugar de eso, tras recoger cargador y batería, cambiamos dicho plan por un par de horas en unas piscinas calentitas al aire libre que gestiona el i-Site del lugar. Desnudarse en el vestidor no climatizado y salir tiritando al exterior tiene su qué, pero luego te sumerges en el agua a 36, 38 o 40 grados y se te quitan todas las penas.
Así, congraciados con el cuerpo y el alma (ya que no con el bolsillo), arrancamos. Voy un poco grogui por las biodraminas que tomé para el helicóptero, pero creo que puedo conducir. Hasta el Lago Mahinapua hay 124 kilómetros de absoluta wilderness y pueblos fantasma que no aparecen más que en el mapa. La cordillera nevada sigue acompañándonos a nuestra derecha. Atravesamos bosques, ríos como el Whataroa  y el Wanaganui y una localidad cuyo infame nombre supera todo lo visto anteriormente: Kakapotahi. Si supieran los maorís la juerga que nos pasamos a cuenta de su idioma...

Compañera cordillera
Vaquitas
Mal tiempo en las alturas
Whataroa river
En el Lago Mahinapua existe un cámping del DOC. No vamos a quedarnos ahora, pero queremos echarle un vistazo aprovechando que aún es de día. Hacemos bien, porque para llegar hasta él desde la carretera es preciso recorrer un túnel de quinientos metros por debajo de la espesísima vegetación y, la verdad, no sé si de noche nos hubiéramos atrevido.
Localizado y aprobado el sitio, seguimos hasta Hokitika, situado a orillas del río homónimo (en esta parte de Nueva Zelanda encontramos una notable economía de nombres: pueblo, río y a menudo el valle se denominan de la misma forma). A la salida del pueblo en dirección Norte, en un bosquete a cincuenta metros de la carretera, hay algo excepcional: una colonia de luciérnagas o glowworms. Se hallan en una especie de pequeño desfiladero sin salida. Como hace poco que se ha puesto el sol, al principio solo se ven dos o tres, pero nos basta con esperar un rato para distinguir centenares. Es como ver las estrellas en el cielo.

Oscurece en Hokitika
Oscurece en Hokitika
Sin embargo, la realidad de estos insectos es menos romántica y más pragmática: los glossworms son las larvas del mosquito de la seta, que cuentan con un mecanismo bioluminiscente para atrapar a sus presas. Este bichito pasa en estado larvario siete u ocho meses, y experimenta la metamorfosis solo para reproducirse y morir. Perra vida la de este mosquito.
Regresamos a nuestro lugar de pernocta. Aunque el suelo de hierba se ve bastante firme, le hemos cogido tal pánico que preferimos quedarnos en el aparcamiento de asfalto. Después de nosotros llegan algunas autos más, pero hay espacio más que suficiente para estar desahogados. También hace acto de presencia un gamberro motorizado que por fortuna se marcha enseguida.
 Cojo la linterna y me voy a rellenar la ficha del check-in y a pagar. Por encima de mí las estrellas, glowworms galácticos, acoquinan con todo su esplendor.

Kilómetros etapa: 167
Kilómetros viaje: 2.688

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