miércoles, 14 de septiembre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (11)

1 de agosto
Temperatura al amanecer: -0,5º C
Veo unas alpacas redondas forradas de plástico que durante la noche se han cubierto de blanco; no sé si es hielo o es que ha caído algo de nieve. Lo que sí está congelado es el parabrisas. Doy al contacto con aprensión, pero por fortuna arranca a la primera. Dejo el motor encendido y la calefacción orientada hacia el cristal.
Antes de salir hemos vuelto a llamar al servicio técnico. Les decimos que estamos a 140 kilómetros de Queenstown, y calculamos que llegaremos en un par de horas si las condiciones de la carretera lo permiten. El trazado es liso y bueno, con poco tráfico. Paramos en Lumsden a soltar grises, pero de nuevo no podemos llenar porque en esta ocasión el paso de rosca del grifo es demasiado grueso (ya veníamos prevenidos por Campermate).

Hacia las montañas
Como en el resto del viaje, nos llaman la atención las casas. Al contrario que por nuestros lares, donde todas son de sólida construcción cementera, aquí están hechas de madera y chapa,  y dan sensación de ligereza y provisionalidad, no sé si tiene que ver con la frecuencia de los terremotos. Los ventanales son grandes, están desprovistos de rejas y orientados al Norte para aprovechar la luz del sol. Algunas parecen muy invitadoras para meterse a vivir. Las más antiguas son enteramente de madera, y sus porches recuerdan al Sur de los Estados Unidos. También vemos algunas abandonadas. Al parecer, pertenecían a granjeros que se arruinaron ¡con la crisis del 29!
Otra imagen típica que ves desde la carretera son los inmensos rebaños de ganado. Vacas, pero sobre todo ovejas. Ahora mismo viven en Nueva Zelanda ocho millones de cabezas de ganado bovino y cuarenta y cinco millones de ovino, que en sus buenos tiempos llegaron a ser setenta. Al parecer están sustituyendo a las segundas por las primeras porque el negocio de la leche es más rentable. Nos da pena de las que vemos ahora, confinadas en cercados que son auténticos barrizales, sin una brizna de hierba. Además, con ese suelo contraerán todo tipo de enfermedades en las pezuñas. Otras, las más afortunadas, tienen al lado un campo enorme de lo que parecen escarolas que el ganadero les dosifica convenientemente mediante el procedimiento de desplazar de modo gradual un cercado eléctrico.

Lago Wakatipu
Lago Wakatipu
A partir de Kingston asomamos al Lago Wakatipu, y el aliento de nos corta de tanta belleza. Lo alimenta el río Dart, que fluye desde el Norte. Después gira bruscamente hacia el Este, y más adelante lo hace de nuevo hacia el Sur. En total, una N invertida o un número cuatro de ochenta kilómetros de longitud. Lo que le vuelve hermoso son las montañas que caen a plomo sobre el agua, semejantes a las de un fiordo. Y eso que hoy el tiempo no acompaña. Presumen los neozelandeses de que el índice de pureza del lago está en el 99,9. Aunque no sea tanto, se trata de toda una hazaña habida cuenta de que tiene a Queenstown como población ribereña. Me pregunto cuál sería su índice de pureza en caso de encontrarse en España.
La sede de Maui no está en Queenstown sino en Frankton, un pueblo aledaño donde se encuentran el aeropuerto y la muchos establecimientos comerciales. Llegamos y empezamos mal: el chico de la recepción, un tanto displicente, nos dice que como habíamos quedado a las once treinta  y ya son las doce y veinte, pues los mecánicos se han puesto a trabajar en otra cosa. Le replica Bego que no habíamos quedado a las once y media sino a las doce, y que en cualquier caso veinte minutos de retraso son disculpables teniendo en cuenta que no conocíamos la carretera y que había numerosos avisos por hielo. Creemos que el reproche por la tardanza tiene como fin minimizar la lista de averías, a todas luces para un vehículo que solo tiene diez meses. Además, esta mañana hemos tenido que tirar verdura y tomates congelados, con la rabia que nos da tener que tirar comida.
Un hombre que aguarda sentado en la zona de clientes y que ha seguido la conversación aborda a Bego para decirle que no podemos consentir esto, y que tenemos que hacer es pedir que nos cambien la autocaravana. Menos mal que no la hemos comprado.
Dejamos la llave al chulillo de recepción y nos vamos a un centro comercial que hay cerca. Hace frío y llueve. No existe ninguna galería a cubierto donde meterse, así que entramos a comer en un chino. Elegimos el menú lunch, que resulta ser un plato combinado más bien escaso, sobre todo si lo comparamos con lo que te ponen en España en un restaurante similar. Aún no hemos terminado cuando nos llaman los de Maui: que ya está arreglada la autocaravana. Muy rápido nos parece para tanto desperfecto.
Al volver nos atiende una chica, bastante más agradable que su compañero. Aprovechamos para pedirle que nos cambien las sábanas y las fundas de las almohadas. También sale el mecánico, quien nos dice que han cambiado el frigo completo.
A continuación nos vamos a una gasolinera que hay cerca para echar gasoil, hacer el cambio de aguas y reponer la bombona, pues cuando cogimos la auto en Christchurch nos dijeron que esta podía durarnos sobre diez días, y llevamos nueve. Por inercia del procedimiento español pedimos que nos la cambien; viene la dependienta con una nueva y se ve incapaz de roscarla, así que opta por llenar la que traíamos y devolvérnosla. Afortunadamente, porque la nueva costaba 32 dólares, mientras que el relleno solo han sido 18 y pico. Intento ponerla y tampoco soy capaz, hasta que tanteando descubro que la rosca va al revés, y que lo que normalmente es aflojar en este caso es apretar.

El Earnslaw, para dar paseos por el lago
Lago Wakatipu en Queenstown
Puerto de Queenstown
Nos vamos para el centro, lo que no resulta fácil debido a la intensidad del tráfico. Queenstown tiene unos dieciséis mil habitantes, pero en la comarca vive una población tres veces mayor, y además tiene turismo de invierno. Como la ciudad se halla encajonada entre las montañas y el lago, pues todo el tráfico se comprime en Frankton Road, dando lugar a grandes atascos en hora punta (a la ida y a la vuelta de las estaciones de esquí). Además, ya vamos conociendo los pecados al volante de los neozelandeses: uno es la manía de llevar encendidas las luces antiniebla en cualquier circunstancia (al menos tres o cuatro de cada diez lo hacen). El segundo es saltarse la preferencia de paso (hay aquí muy pocos Stop y muchos Give Way, pero para bastantes conductores son meramente indicativos. Descubrimos que la rotonda de la gasolinera es particularmente peligrosa; cada vez que pasemos por aquí nos llevaremos un susto.
Encontramos aparcamiento de pago a un dólar la hora en un descampando junto al cruce de Stanley con Ballarat Street, y bajamos caminando hasta la orilla del lago por Mall Street, atestada del tipo de negocios que llenan los lugares muy turísticos y que hace que se parezcan tanto unos a otros. Buscamos el observatorio subacuático, y a fe que nos cuesta dar con él. Se halla en el muelle viejo, y es como un acuario inverso: tú desciendes bajo el nivel del agua y allí, a través de planchas de metacrilato de cuatro dedos de espesor, ves las enormes truchas arcoiris,  los salmones, las anguilas y los patos que bucean desde la superficie para buscar bichillos en el fondo. Bajan envueltos en una capa de aire, lo que les confiere un curioso color plateado. Si quieres más movimiento, echas un dólar en una ranura y una maquinita riega la superficie con cebo. Entonces pájaros y peces parecen enloquecer, y en apenas unos instantes ya no queda nada.

Truchas y salmones
Truchas y salmones
Anguila
Después nos vamos dando un paseo a los jardines victorianos, situados sobre una pequeña península. Hay aquí árboles enormes, entre ellos varias sequoias traídas desde California. En el parque vemos unos extrañas cestas con cadenas pinchadas en el suelo. No se me ocurre cuál puede ser su utilidad hasta que veo a un grupo de jóvenes con discos de plástico en la mano. Están jugando al frisbee, y nosotros nos hemos metido en mitad del campo de lanzamiento. Nos apartamos antes de que nos arreen un discazo.

Árbol en los jardines victorianos
Volvemos a la auto y regresamos a Frankton para hacer la compra. De camino anochece y nos encontramos, aunque en dirección contraria, el monumental atasco de los que vuelven de la nieve. Mientras entra Bego en el súper me quedo con Inari. Mientras él ve una película en la tablet, yo busco un sitio para dormir. Campermate ofrece dos lugares gratuitos muy cerca de aquí, a orillas del río Shotover. Pero de los comentarios deduzco que en esta ciudad se dedican a hacer la vida imposible a las autocaravanas, por muy self-contained y certificadas que estén. Sé que en este país prevalece el Derecho, y que si te cae una multa injusta la puedes recurrir, pero estamos de vacaciones y no hemos venido a pleitear. Así que decidimos irnos a dormir al Lago Hayes, del que tenemos buenas referencias.
Cuando regresa Bego de la compra tengo una mala noticia: el insistente goteo que parecía haberse detenido sigue ahí, dale que dale. Y por lo que respecta a la nevera, habrá que creerles cuando dicen que la han cambiado, pero la leche sigue congelada, y para colmo los muy brutos han dejado el regulador de temperatura al máximo. Desmoralización absoluta. No sabemos si tirar como podamos o si ir a Maui mañana a ponerles verdes. Decidimos consultarlo con la almohada.
Pero las emociones del día no han terminado: recorremos los nueve kilómetros hasta el Lago Hayes y a oscuras nos cuesta muchísimo encontrar la bajada, sobre todo por el intenso tráfico que te agobia y e impide ver nada. Lo conseguimos solo para descubrir que toda la zona de la orilla es un horrible charquizal. Damos la vuelta como podemos y nos quedamos en el camino, fuera de la zona permitida, marcada por unos postes. No bien he parado el motor cuando aparece una capuchina que insiste en pasar. Le explicamos al conductor cómo está aquello, pero le da igual. Nos orillamos como podemos. Realmente los hay imprudentes.
Como ya estamos otra vez en marcha y aunque nos encontramos desazonados y agotados, decidimos probar otro sitio. A 12 kilómetros está el Karawau Bridge, que como es de 1901 está considerado como historic (me pregunto qué pensarían si les dijera que en Sietepuertas el Puente Nuevo data del siglo XVI). Aquí, en el estacionamiento donde paran los que vienen a tirarse del puente, es posible pernoctar de cinco de la tarde a nueve de la mañana. Está al lado de la carretera y no dejan de pasar camiones, pero nos da igual. Por miedo a que se nos inunde de nuevo el suelo aparcamos inclinados hacia la derecha, aunque para ello haya que ponerse perpendiculares a las líneas que delimitan el aparcamiento. En el fondo es lo mismo, porque estamos solos.


Kilómetros etapa: 183
Kilómetros viaje: 1.903


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