miércoles, 31 de agosto de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (3)


24 de julio
Temperatura al amanecer: 4 ºC
Segundo bombón, quiero decir segundo día. Dormimos, nos despertamos, volvemos a dormirnos y a las cinco Inari y yo no sabemos ya qué hacer, salvo esperar a que amanezca. La atmósfera parece tranquila aunque, en ocasiones, súbitas rachas de viento sacuden la autocaravana.
 El sol sale a las ocho, pero a las siete y media ya se empieza a ver. Hemos dormido con la calefacción apagada, y hace un frío que pela. Salgo a dar un paseo. El mar se encuentra a unos pocos metros, y me impresiona haber pasado la noche a orillas del Pacífico. Brillan las olas con el sol en este día despejado, e inmensas bandadas de anátidas vuelan a ras de agua, a unos trescientos metros de la playa; nunca había visto aves marinas en tan gran número. Una foca que juguetea en el rompiente de las olas recuerda que estas son tierras australes.


Amanece sobre el Pacífico



Nos apresuramos porque a las diez tenemos que estar en Kaikoura, ya que hemos reservado pasaje en el barco que sale a avistar ballenas. Esto de organizar todo y recoger dos camas lleva su trabajo, sobre todo porque es tarea nueva.
Arrancamos después de desengancharnos de la luz (resulta imposible dar al contacto si estás enchufado, qué maravilla) y recorremos los 20 curvosos kilómetros hasta Kaikoura. La península sobre la que se asienta este pueblo es donde, según una leyenda maorí, el semidiós Maui puso los pies cuando pescó la Isla Norte de las profundidades del mar. Maui parece un trasunto de Prometeo, pues quiso librar a los seres humanos de la muerte y pereció por ello.
Una vez llegados, extraviamos la dirección del centro ballenero, cosa que no comprendo porque la traemos en el navegador y el sitio es bastante pequeño. Me cuesta bastante maniobrar para dar la vuelta, y luego está la asignatura pendiente de los bordillos.
Al final toda nuestra prisa resulta inútil: el viento ha soplado toda la noche (ya nos hemos enterado) y las condiciones del mar son malas.  Han suspendido el barco de las diez y el de las diez y media. Nos dicen que estemos aquí a la una y cuatro, por si les fuera posible organizar esa salida.
Este momento en el que se le suele caer a uno el alma a los pies. Habida cuenta de que la ruta que tenemos planificada recorre la isla a partir de Christchurch en el sentido de las agujas del reloj, era bastante expuesto -al menos durante esta época del año- pegarse el viaje de ida y vuelta a Kaikoura para luego exponerse a que cancelaran el safari. Si vinimos hasta aquí es porque tenemos una carta en la manga, y esta se halla 26 kilómetros más al Norte. Quedan dos horas y media hasta la presunta salida del barco, así que nos dará tiempo.
Al salir de Kaikoura bordeamos una llanura litoral por la que sopla el viento con bastante intensidad. Después, a partir de Hapuku, las montañas se pegan a la costa y vamos más protegidos. De vez en cuando caen pequeñas cortinas de agua pese a hallarse el cielo despejado, y es que las nubes se hallan ancladas sobre las montañas, y en las montañas hay nieve.


Centro ballenero de Kaikoura
Así las cosas, llegamos a Ohau Point. A primera vista no es más que un estrecho aparcamiento junto a la carretera, pero si bajas y te asomas verás un montón de focas dormitando. Me animo y salto el pretil; a un ejemplar joven le doy un susto de muerte. Las demás me miran desde las rocas, algunas con ese gesto tan gracioso consistente en curvar la cabeza totalmente hacia atrás y mirarte del revés. Es muy emocionante, porque nunca había visto estos animales en libertad tan de cerca, aunque mantengo una distancia razonable (los carteles indican que no te acerques a menos de cinco metros. También advierten de que si las focas se sienten acorraladas pueden morder).


Ohau Point
Ohau Point
Ohau Point
Ohau Point
Después volvemos a la auto y avanzamos 800 metros hasta otro aparcamiento. Allí, al otro lado de la carretera, arranca el Ohau Stream Walkay, un sendero que en menos de diez minutos te lleva a, como dice la publicidad local, the cuttest place, el lugar más lindo. Y no exagera: en una charca alimentada por una cascada de ensueño están las crías de foca retozando. Serán una veintena y se lo pasan muy bien, ajenas a los humanos que las observamos. Al parecer suben torrente arriba porque aquí se sienten más seguras. Cada dos o tres días, cuando tienen hambre, bajan a la costa a que sus madres las alimenten. El espectáculo emboba. Es muy divertido y muy tierno, sobre todo ahora que apenas estamos aquí una docena de adultos y otra de niños pequeños; he leído en prensa que en otras épocas la masificación es tal que pone en peligro a las crías, especialmente cuando quienes vienen no son personas respetuosas, sino cenutrios (youngsters) gritones y maleducados.


La cascada
La guardería
El juego
Regresamos al centro ballenero. Por el aspecto desolado de la entrada sabemos que no habrá safari antes de que el recepcionista nos lo diga. Este toma nuestros datos para devolvernos el dinero de la reserva, pero en casos así el dinero no supone más que un triste consuelo, y la sensación es de que has perdido algo.
En fin. Nos conformaremos con nuestras foquitas.
Comemos en el aparcamiento. El centro ballenero se halla instalado en la antigua estación ferroviaria. Circulan los trenes de mercancías hacia el Sur con paso soñoliento. Al echar un vistazo a la normativa de tráfico para guiris, descubro que en NZ existe tres tipos de paso a nivel (ninguno elevado): a) Con luces y barreras automáticas. b) Solo con luces. c) Sin luces ni barreras. ¡Y yo que he cruzado la vía unas cuantas veces, pensando que estaba fuera de uso! A partir de ahora miraré primero, no vaya a ser.
 Terminado el refrigerio, y pese a que el calorcito dentro de la auto nos vuelve remolones, regresamos a Chistchurch. Por suerte, la ruta es conocida. Como ayer, se nos hace de noche por el camino, aunque al menos ya sabemos lo que nos vamos a encontrar: la carretera tiene muchos cambios de humor, pero en general es peor que cualquier autonómica en España, y eso que es la State Highway 1, que va desde el final de la Isla Sur a la punta de arriba de la Isla Norte, y con la que conviviremos durante buena parte del viaje. Lo peor sin duda son los camiones: prácticamente todos llevan doble remolque, y circulan a una velocidad de escándalo. Tal vez no superen la limitación de cien kilómetros por hora que tienen todas las carreteras de Nueva Zelanda, ya sean autopistas o caminos de cabras, pero si el sitio es un poco estrecho el cruzarte con ellos es como si se te viniera la muralla china.

Camino de Chirstchurch
Al llegar a la ciudad nuestro propósito es ir al Countdown de ayer para comprar lo que se nos olvidó, que no es poco. Sin embargo, la oscuridad y las obras hacen que nos perdamos un par de veces. Bego ha resultado elegida intendente para este viaje. Mientras esperamos a que regrese, miro cuáles son las opciones para dormir esta noche. Queremos salir de Christchurch porque queremos un sitio tranquilo, pero también porque no vamos a visitar la ciudad. No sabemos cómo marchará la reconstrucción del centro, arrasado casi por completo durante el terremoto de 2011. A mí me gustaría visitar la catedral de cartón construida por Shigeru Ban, arquitecto japonés, pero me siento aún muy torpe para callejear por una ciudad en obras y, sobre todo, andamos mal de tiempo si queremos ver todo lo que nos hemos propuesto. Un mes parece mucho tiempo, pero enseguida nos daremos cuenta de que se nos va a quedar corto.
La aplicación Campermate es estupenda, ya que tiene geolocalizado casi cualquier recurso que necesite un autocaravanista, desde una lavandería a sitios donde recargar la bombona del gas. Los campings, por llamarlos así, los divide en tres categorías: gratuitos, low-cost (hasta 30 dólares) y caros (a partir de ese precio). Nosotros pagaremos 30 dólares solamente en la noche de Kaikoura; dos o tres veces pernoctaremos en zonas de acampada del DOC (el Departamento de Conservación), a quince dólares por noche, y el resto gratis. Estos últimos sitios por lo general no tienen servicios de ningún tipo, pero a través de la aplicación aprenderemos a localizar las dump station, donde puedes soltar las grises y negras y casi siempre llenar. A diferencia de España, donde cada lugar de vaciado es de su padre y de su madre, aquí deben de estar homologadas, porque vayas donde vayas son siempre iguales. Lo que más me gusta es el sistema para evacuar las grises: con la auto nos han dado una manguera, un extremo la cual se conecta a la salida de las mismas y el otro lo metes en el desagüe. Todo muy limpio y muy eficiente. Deberíamos aprender por estos lares.


Sistema de vaciado kiwi
Otro concepto utilísimo a importar es el de self-contained vehicle. Se trata de una certificación que se renueva cada cuatro años y cuyo sello llevas en el parabrisas, y que garantiza que la autocaravana en cuestión está preparada para no emitir efluentes contaminantes. Que el agua sucia y la caca te las llevas puestas, vaya. En muchas de las áreas gratuitas solo se permite este tipo de vehículo, aunque como siempre hay quien se lo salte a la torera.
En dichas elucubraciones ando cuando siento unos golpecitos en el cristal. Es un chico con aspecto oriental. No entiendo muy bien lo que dice, pero me enseña una foto en su móvil: es el cuadro de testigos de un vehículo, y quiere saber si conozco el significado de uno que se le ha encendido. Colijo que es el conductor de una auto parecida a la nuestra que ha aparcado ahí al lado. Lo que me enseña está bastante borroso, pero le sugiero que podría ser el indicador de una puerta abierta (a nosotros nos pasa con la corredera, que para que cierre bien hay que darle unos empujones de espanto). Se despide.
Para salir de Christchurch, recorremos los interminables suburbios que se extienden hacia el Sur. Aunque llevamos poco de viaje, nos hemos dado cuenta de dos detalles relativos al urbanismo: la  primera, que el poblamiento es tan disperso que muchas veces los pueblos no son más que puntos testimoniales sobre el mapa, ya que están formados por granjas repartidas aquí y allá, sin indicios de casco urbano por ningún sitio. La segunda que una ciudad como esta, de cuatrocientos mil habitantes, ocupa una extensión de al menos el doble de la que tendría en España debido a que existen muy pocos bloques de viviendas y sí en cambio muchas casas de planta baja. Finalmente hemos decidido irnos a dormir a Chamberlains Ford, un área aparcada gratuita a unos 30 kilómetros a orillas del río Waikirikiri (en inglés se llama Selwyn River, pero hay que reconocer que es más divertido en maorí). Tengo un poco de miedo de circular por secundarias, pero en resumidas cuentas no se diferencian mucho de la SH 1. Cruzamos el río y damos con el área sin dificultad. En un extremo hay un coche, y en el otro una camper. Nos ponemos en medio. Todo está muy oscuro y muy tranquilo. Buenas noches.

Kilómetros etapa: 297
Kilómetros viaje: 462

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lunes, 29 de agosto de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (2)

ISLA SUR
































El vestíbulo del aeropuerto de Christchurch sorprende, ya que por su tamaño más parece el de una estación de autobuses. Una vez aquí, lo primero es lo primero: me acerco a la oficina de cambio. Por quinientos euros me dan setecientos once dólares neozelandeses, descontadas las tasas, de lo que se deduce que la moneda local equivale aproximadamente a 0,7 euros. Más adelante, cuando paguemos con tarjeta, nos darán el cambio a 0,66-0,67. Al igual que sus colegas aduaneros, la chica que me atiende lo hace cálidamente y me desea una feliz estancia. ¿Están  aquí todos diplomados en simpaticología?

Siempre que salgo de la zona euro me gusta fijarme en los billetes y monedas y, si me gustan, traerme alguno de recuerdo. Sin duda aquí el más chulo es el billete de cinco dólares, con Edmund Hillary (muy joven) por un lado y el pingüino de ojos amarillos por otro. De las monedas me quedo con la de un dólar, que lleva el kiwi.

Lo segundo es acercarse al mostrador de Vodafone, un poco más allá, a comprar una tarjeta de prepago de 25 dólares, que además de llamadas trae 500 megas de datos. Así podremos estar comunicados aquí y también llamar a casa, aunque esto último resultará un fiasco, ya que cuando marque el número internacional saldrá una voz diciendo que no dispongo de crédito suficiente para esta llamada (?) Entonces, ¿cuántos dólares necesito para hablar con España?

Lo tercero es llamar al Hotel Sudima, que está aquí al lado pero que envía un shuttle para recogernos. Durante el rato que esperamos en la acera siento la nitidez del aire y los tenues rayos del sol poniente. Noto lo raro que resulta sentir frío. ¡Estamos en invierno!

La conductora es una chica negra, por descontado también muy atenta y agradable. Nos dan la habitación, que es estupenda, y me siento tan eufórico que todavía me quedan ganas de ir a recepción para que me activen el wifi. La recepcionista, aparentemente maorí, no es capaz y va a buscar a otro empleado, que es un joven de rasgos orientales. Menuda mezcla.

Son las cinco de la tarde y ya estamos duchados y cambiados. Nos metemos muy contentos en la cama (Inari, desde hace un rato) y dormimos doce horas seguidas. Creo que desde mis tiempos de adolescencia y trasnocheo no había planchado una almohada con tanta intensidad.

23 de julio
Temperatura al amanecer: 1ºC
A las cinco de la mañana nos vamos despertando, aunque no nos ponemos en marcha hasta eso de las siete. El desorden circadiano se nota sobre todo en una mayor lentitud a la hora de organizarse y de localizar lo que buscas que cada momento entre el caos de equipaje en que se ha convertido la habitación. Finalmente conseguimos recogerlo todo, desayunamos lo que nos ha sobrado del viaje más unas infusiones gentileza de Sudima y salimos a recepción.

Sudima Hotel
Ayer nos pareció entender que el shuttle del hotel podía llevarnos hasta donde la autocaravana, pero por lo visto no entendimos bien: son los de Maui los que vendrán a buscarnos si los llamamos. Solo hay que esperar diez minutos, porque aeropuerto, hotel y recinto de autocaravanas están todos juntitos. Tienen un parking inmenso, y hay un montón de ellas. También son amplias las instalaciones interiores. Aquí tampoco parece haber nadie de mediana edad trabajando cara al público, porque es una chica muy joven quien se hace cargo de nosotros. Tras una profusa fase de papeleo, vienen las instrucciones del funcionamiento interno y de lo que podemos y no podemos hacer con la bicha. Cuando se entera de que hemos tenido autocaravana parece que se relaja.

El vehículo es una Mercedes Sprinter. Viene con retrocámara y navegador con un giga de datos al que es posible acoplar el móvil mediante wifi (suena bien, aunque funcionará solo a veces). Mide siete metros de largo, y se pueden montar dos comedores: el de atrás, que se transforma en cama, y otro delantero, ya que los asientos de la cabina son giratorios; este segundo apenas lo utilizaremos un par de días. El salón se transforma en cama grande, y el asiento para el tercer pasajero es un lecho plegable para alguien que no mida más de 1,70. Lo más diminuto es el baño (no me extraña que no lo saquen en ninguna publicidad), aunque eso ya lo imaginábamos; lo peor es que solo tiene un grifo. Sé que esto no debería ser problema, es un sistema que he visto en otras autocaravanas: el tubo de la ducha se escamotea y puedes usar la alcachofa para tener agua en el minilavabo. Solo que aquí no lo han previsto, de manera que algo tan sencillo como lavarse las manos resulta imposible. Nos pasaremos todo el viaje usando la pileta del fregadero hasta para lavarnos los dientes.

El lavabo imposible
Otro problema de la Maui Ultima Plus es la estrechez del habitáculo en su parte central, donde además coinciden la cocina, el fregadero, de manera que si alguien está trabajando en esta zona no puedes pasar de un lado al otro del habitáculo. Como además la puerta del baño no es corredera sino de bisagras, hay que avisar cuando estás dentro y quieres salir.

Habitación con vistas
Con siete metros por banda
Algo que nos llama la atención y que la diferencia de sus equivalentes europeas es el alto nivel de acristalamiento: más que vehículo pensado como autocaravana parece uno destinado al transporte de viajeros (menos mal que se les ha ocurrido poner cortinas. Al principio pienso que la intención es reducir costes, pero luego me fijaré en las particulares y veo que son idénticas. Y es que al igual que las viviendas, que cuentan con enormes ventanales, está claro que a los neozelandeses les gusta que la luz entre hasta el fondo. Esto supongo que dará bastantes problemas de aislamiento, menos mal que tenemos calefacción de gasoil.

Y, sin embargo, te quiero

Camino del Monte Cook
Nos la ponen en la línea de salida, y todavía tenemos que volver a preguntar dos veces, porque no sabemos dónde se enciende la corriente del habitáculo y porque no sabemos utilizar la palanca del cambio, que es automático; esto sin duda es una ventaja, porque no me imagino manejando siete marchas con la mano izquierda. Finalmente resulta todo muy sencillo: cuenta con una posición de parada (P), que equivale al freno de motor. A continuación viene la marcha atrás (R), luego el punto muerto (N) y por último la marcha hacia adelante (D), con unos signos más y menos a derecha e izquierda: al parecer, puedes ajustar el cambio manualmente si consideras que el vehículo va sub o sobrerrevolucionado. Parece muy complicado al principio, pero se revelará genial cuando veas que no tienes que preocuparte de ir cambiando, y que cuando haces un stop cuesta arriba te quedas parado sin necesidad de echar el freno de mano, y puedes luego reanudar tranquilamente sin necesidad de jugar con acelerador y embrague, lo cual es bien fastidioso en vehículos tan pesados. Desde luego, cuando me compre otra auto procuraré que traiga cambio automático.

Este volante me lo han cambiao
Todo esto lo descubriré durante los próximos días, porque de momento estoy concentrado en conducir por la izquierda y tomar las rotondas en consonancia. Bien es verdad que ya lo había hecho en Gran Bretaña, pero con mi propia autocaravana. Ahora, llevando el volante a la derecha, no calculo bien la distancia hasta el borde externo de la carretera, y cada vez que me acerco demasiado, Bego lanza un alarido. Aún así, me acabo comiendo algún bordillo. Esta será la parte más difícil de Nueva Zelanda. En general aquí la conducción parece tranquila y respetuosa, aunque esta primera impresión sufrirá modificaciones más adelante, como veremos.

Así las cosas, regresamos al hotel, aparcamos en la puerta y cargamos el equipaje. Parece imposible que podamos meterlo todo, y todavía nos falta la compra

-Deben diez dólares de wifi -nos dicen cuando vamos a devolver las llaves.
-Pues ayer, cuando me conecté, el sistema daba a elegir entre la opción de pago y otra gratuita por veinticuatro horas.
-Ah, en ese caso de acuerdo. Si se acogieron a esa opción...

Entre unas cosas y otras son las once y media, y estamos transidos de hambre. Al lado del hotel está la Spitfire Square, un centro comercial con muchas tiendas, un súper y una cafetería. Debe de ser muy reciente, porque en las imágenes de Google Earth no está, y el sitio lo ocupa, curiosamente, la sede de Maui.

Spitfire Square
Pedimos un menú de almuerzo, al estilo local. Luego, más reconciliados con nuestro estómago, nos dividimos: Bego se va al Countdown, que es el súper; Inari y yo acercaremos la auto. Sorprenden los horarios de apertura: todos los días semana, de siete de la mañana a 10 de la noche (imagino que aprovecharán la madrugada para reponer). Descubriremos que esta práctica es común en toda Nueva Zelanda, pero solo para las tiendas de alimentación; el resto de negocios suele cerrar a las cinco de la tarde.

¿Qué diríamos en España de semejantes horarios?
Aprovecho el tiempo para ir colocando cosas. Se manifiesta ahora la importancia de traer bolsos plegables en lugar de maletas rígidas porque estas, sencillamente, no cabrían en el exiguo espacio. Cuando llega la super-compra sí que tengo la sensación de que es imposible que todo eso quepa. Y sin embargo, en virtud de una extraña magia, cada cosa parece encontrar su sitio, y nos vamos adaptando al nuevo espacio autocaravanil como un flan a su molde.

Cartel bilingue en el Countdown. Pronto descubriremos que el maorí es un idioma muy divertido
Pese a todo, hay algo que nos sobra: en los arcones de la parte trasera, junto con más trastos, tenemos tres sillas y una mesa plegables que vendrán muy bien en épocas de tiempo idílico y primaveral, pero que no tienen objeto ahora, en pleno invierno. De modo que decidimos volver a Maui y dejarlas allí. Durante el trayecto me pierdo por una zona en obras con vallas y conos estrechando peligrosamente la calzada, pero al final consigo llegar sano y salvo.

Y ahora es cuando llega el momento de empezar realmente el viaje. Nuestro primer destino es Kaikoura, 180 km. al Norte. Se trata de una distancia grande teniendo en cuenta el tipo de carretera y mi ritmo de conducción, pero eso es algo que ya traía asumido. Hemos arrancado a las cuatro, hora y media más tarde se nos hace de noche, y para colmo nos internamos en zona montañosa, con curvas y recurvas. Todo eso, sumado a mi cansancio, hace que lo pase realmente mal.

20 kilómetros antes de Kaikoura nos quedamos en el Kaikoura Omihi Reserve, que es un camping de pago. Bueno, lo de camping es mucho decir, en realidad se trata de un largo descampado entre la carretera y el mar, pero en esta zona Campermate dice que no existen opciones gratuitas, y además queremos conectarnos al corriente eléctrica porque el nivel de batería del habitáculo nos parece demasiado bajo. Aparcamos junto a un poste donde hay una caja oxidada con tomas de corriente. Para nuestra frustración, comprobamos que está cerrada con candado. La recepción cae 1 kilómetro más al Norte, y no creo que esté abierta a estas horas. Entonces, de una caravana próxima asoma un señor mayor con bastón y que renquea. Nos dice que él puede abrirnos el armario de la electricidad, y nos pide 30 dólares por la pernocta. Parece un tanto atípico darle dinero a un vecino campista, pero como efectivamente tiene llave del candado pues nos fiamos. Con la conversación se nos ha llenado la auto de una especie de moscas. Aterrorizados, preguntamos si son las temidas sandflies. Responde que no, lo cual no es óbice para que nos encerremos a cal y canto y matemos una a una a las molestas intrusas.

Es nuestra segunda noche en Nueva Zelanda, aunque primera en autocaravana. Dice Miquel Silvestre que un viaje es como una caja de bombones cuyo contenido te vas comiendo con morosa delectación. Nosotros llevamos uno.

Kilómetros etapa: 165
Kilómetros viaje: 165

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sábado, 27 de agosto de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (1)

Un viaje a Nueva Zelanda

Estoy en Omihi Beach, en la Costa Este, veinte kilómetros al Sur de Kaikoura. Hemos aparcado en un destartalado camping de caravanas, casi desierto en este época del año, encajonados de un lado por la playa y del otro por la carretera y la vía férrea. Gente que ha dormido aquí se queja de que el ruido de los camiones y los trenes les perturbaba el sueño. Yo no sé si el sonido de las olas tapa el estruendo del tráfico, o si el demoledor cansancio causado por el jet-lag minimiza todo lo demás, el caso es que he dormido ocho horas a intervalos. Cuando me levanto son las 6 AM. En el móvil tengo las dos horas. Y en España son las ocho post meridiem. Qué difícil resulta representarse una realidad tan distinta, abolida hace apenas dos días: allí, por la tarde; aquí, amaneciendo. Allí, un caluroso verano; aquí, un invierno no demasiado frío, al menos de momento, pero sí con los árboles sin hojas y esa inconfundible nitidez de la luz crepuscular que desvanece los contornos y las cosas. La luna ha empezado a menguar. Poco a poco se vislumbra el horizonte (amanece a las ocho). Dentro de unas horas iremos a ver las ballenas.

Pero vayamos al principio: resulta tópico comenzar un relato de este género diciendo que un viaje comienza mucho antes de empezar, pero es que casi siempre resulta ser cierto. Hace años que Nueva Zelanda se nos representaba como el reto de ser el destino más alejado de casa (para eso son las antípodas). Y como tal un sueño irrealizable. ¿Irrealizable? Bueno, si empieza uno por poner límites mentales, pues entonces ya sí que no hay vuelta de hoja. En cambio, cuando ese algo te lo planteas siquiera como meta a medio plazo, pues entonces todo cambia.

Terminaba el verano de 2015. Acabábamos de vender nuestra autocaravana, que nos había regalado viajes por toda Europa durante diez años. Llevábamos tiempo pensando en otra más cómoda que se adaptara a los cinco que somos ahora mismo en la familia: tres humanos y dos cánidos. Pero entonces se interpuso la siguiente reflexión: si nos embarcamos en un préstamo para afrontar el fuerte desembolso que supone un vehículo de este tipo, no habrá viajes transoceánicos durante mucho tiempo. Por otro lado, también ocurre que durante el año apenas si salimos por España: las escasas y penosas infraestructuras, la intensa vida nocturna y, sobre todo, la insidia de campings y ayuntamientos que se dedican a perseguir autocaravanistas es tal que, gradualmente, nos ha desanimado para usar la auto en otra época que no sea durante las vacaciones de verano. Para largarnos lejos, se entiende.

 Pero sobre todo el mayor problema que teníamos era que a la hora de coger un avión no sabíamos dónde o con quién dejar a Chandra y a Marco. Hasta que se cruzó en nuestro camino Pico Chaparral. Descubrí esta residencia canina por casualidad, en una visita a nuestro veterinario. Como este colabora con protectoras de animales y le suponemos bastante sensibilidad hacia los animales, decidimos hacer la prueba: en Navidades nos iríamos a Argentina (otro destino pendiente), y Chandra y Marco se quedarían dos semanas de pensionado. En cierto sentido era una prueba para todos: era la primera vez que nos íbamos a separar de nuestros perritos, pero también iba a ser la primera vez que Inari iba a montar en avión. Creíamos que cinco años era ya una edad en la que podíamos encarar un recorrido trasatlántico.

El viaje, como todos los de paquete turístico era breve y proporcionalmente caro, pero constituía la única posibilidad de viajar a Argentina en invierno (o sea, en verano de allí) y poder bajar hasta Ushuaia y el Perito Moreno. El vuelo Madrid-Baires fue para Inari un suplicio: se mareó con las turbulencias y estuvo vomitando durante tres horas seguidas. En cambio, los cuatro vuelos internos y el de vuelta, sin problemas.

Quienes también parecían haberlo pasado bien, o por lo menos no mal del todo, fueron Chandra y Marco, así que en cierta medida se evaporó el sentimiento de culpabilidad asociado al abandono. Lo que más pena nos dio fue no poder explicarles cuándo íbamos a regresar. O, por lo menos, que volveríamos a recogerlos.

De modo que como el viaje a Argentina fue un ensayo superado a satisfacción por todas las partes, en enero empecé a preparar el viaje a Nueva Zelanda. Y digo empecé porque esta parte de la logística doméstica recae por completo sobre mi humilde persona.

Así que me puse en contacto con Nueva Zelanda Viajes, con quien ya había hablado antes de Navidades, para solicitar fechas y presupuesto. Había escogido esta agencia de viajes porque tenía de ella buenas referencias y porque podía gestionar desde España algo muy importante: el alquiler de una autocaravana: después de la última experiencia de avión y hotel, teníamos claro que el viaje sería así o no sería.

Ahora que escribo esto con los pies apoyados en el salpicadero, salto en el tiempo  y regreso a mi vieja autocaravana, la que nos llevó a Cabo Norte, a las arenas de M´hamid, al brumoso puerto de Tallinn o al palacio de Ishak Pasha, pegadito a la frontera iraní y a los pies del monte Ararat. Hay hábitos que acaban reflejando un patrón y un estilo de vida.

De modo que en febrero ya teníamos reservados los vuelos y el vehículo. Teniendo en cuenta que salimos a mediados de julio, hay quien se sorprende (yo entre ellos) de esta premura a la hora de planificar un viaje. Realmente no sé si es interés de las agencias por pescar al cliente o si de verdad es necesario reservas pronto los vuelos porque así salen más baratos. El caso es que pasar cinco meses con el ochenta por ciento del presupuesto abonado es una sensación rara, tanta que el momento de partir parece que no va a llegar nunca, y cuando se aproxima pues sencillamente no te lo crees. La verdad es que Caroline fue una profesional de lo más competente que atendió en todo momento mis dudas y supo adaptar el viaje a nuestras inquietudes y necesidades.

21 de julio
Y por fin llegó el momento. Como siempre que emprendo un largo viaje, durante los días anteriores todo se me vuelve un poco irreal, y al mismo tiempo experimento una resistencia a salir de lo cotidiano, por muy anodino que sea en ocasiones. En cambio, me sorprendo de lo poco que me cuesta hacer la maleta, y lo fácil que me resulta seleccionar ropa de invierno pese a hallarnos a treinta y cinco grados centígrados.

Son las once de la mañana y la puerta del garaje se abre y da paso a nuestra salida triunfal. Nos acercamos primero a Sietepuertas a realizar algunas gestiones. Durante los últimos días han surgido una serie de complicaciones burocráticas de esas que se empeñan en amargarte la vida y amarrarte al duro banco de lo cotidiano cuando tú ya solo sueñas con volar. A las doce ponemos rumbo a Madrid. De camino hacemos escala en Pico Chaparral. Para mi sorpresa, Chandra y Marco reaccionan bastante bien, supongo que aquí termina la incertidumbre que les asaltó cuando nos vieron hacer las maletas, y que ha hecho valer la máxima canina según la cual más vale lo conocido que lo por conocer. El caso es que se van con sus cuidadores relativamente contentos.

Hora y media después llegamos a San Sebastián de los Reyes, al parking de larga estancia donde dejaremos el coche durante un mes. Desde aquí, un microbús nos lleva a la T-4. Por la calle los termómetros marcan treinta y ocho grados centígrados. Cuando descargamos el equipaje descubrimos que mi bolso se ha descosido por un lateral, y pienso que realmente tiene o tengo la negra: cuando Argentina, en su viaje de estreno, el recepcionista de un hotel lo agarró con tal brío que reventó el asa por un lateral, y tuve que pedir prestados aguja e hilo para paliar el desaguisado. Ayer estuve repasando el rudimentario remiendo y a fe que tuve que hacerlo bien, porque ahora lo que se ha descosido ha sido el lado opuesto. Por suerte vengo escarmentado, porque traigo aguja, dedal, tijeras e hilo, de manera que aquí me ves, en el suelo de la Terminal, efectuando una reparación de emergencia, preguntándome si estas toscas puntadas aguantarán una viaje hasta la otra punta del planeta.

Barajas
Boeing 777
Por fin llegamos a la puerta de embarque. Resulta sorprendente lo rápido que se pasan las horas cuando llegas a un aeropuerto, es como si las coordenadas del espaciotiempo se alteraran y todo transcurriera a un ritmo nuevo, inquietante y difuso.

A las veintiuna treinta entramos en el avión. Se trata de un Boeing 777 de Emirates. Es curioso cómo esta compañía, inexistente hace tres décadas, se ha hecho gradualmente con el control de los vuelos a medio mundo mientras que Dubai -cuatro mil kilómetros cuadrados y dos millones de habitantes-, ha pasado de ser una finca de jeques petroleros a diversificar su economía convirtiéndose en generador de grandes proyectos e innovación tecnológica y arquitectónica, como por ejemplo el rascacielos más alto del mundo.


Despegamos a las veintidós treinta. Como ya es de noche, es como si nos llevaran a través de un túnel y no vemos nada del Mediterráneo. Las siete horas de este primer vuelo se me hacen relativamente cortas. El avión no va del todo lleno, y tengo la inmensa suerte de que no me han puesto a nadie detrás que me muela los riñones (envidio los asientos de primera, que tienen por detrás una especie de caparazón que los convierte en invulnerables).

Sin embargo, duermo poco porque Inari, tumbado sobre su madre y sobre mí, tiene un sueño inquieto y se empeña en propinarme patadas.

Cada asiento lleva en su parte posterior una pequeña pantalla donde puedes conocer los  pormenores del vuelo (velocidad, altitud, temperatura exterior, hora local, distancia recorrida y por recorrer)  y la trayectoria del avión, así como ver el exterior desde la posición del piloto o desde la panza del aparato. Cuenta además con un repertorio casi infinito de películas, series, música y juegos. Yo me veo Eye in the Sky, una película del año pasado que trata de la utilización de drones en conflictos bélicos y las subsiguientes víctimas colaterales.

A bordo
Parcelas de riego en Arabia Saudí
Al aterrizar hemos divisado entre la calima el Burj-Khalifa, pero la luz no era muy buena para sacarle una foto, y las ganas tampoco. Desembarco en estado de somnolencia profunda. En España son las cinco y media de la mañana y aquí dos horas más, así que ya es de día. Nos bajan del avión en las pistas, y el bofetón de calor es importante: la temperatura es más o menos la que teníamos allí, pero el grado de humedad no; en mi cuerpo despiertan sensaciones dormidas, tal vez del cálido y húmedo Caribe que embotaba el cerebro y ablandaba los sentidos.

Me doy cuenta de que el aeropuerto de  Dubai es enorme, el autobús tarda cerca de quince minutos en llevarnos a la terminal. Todos los aviones que se ven las pistas pertenecen a Emirates. ¿Acaso ninguna otra compañía hace escala aquí?

Llegamos a Dubai
Llegamos al control de personas y equipajes, y nos sometemos al ritual y casi concentracionil protocolo de despojarnos de todas nuestras pertenencias. Como observo que hay quien se quita los zapatos y quien no, me los dejo puestos, y al pasar por el arco detector este pita. El vigilante me ordena que vuelta hacia atrás con un lacónico "Shoes". Me quito las zapatillas, las dejo en una caja de la cinta y vuelvo a pasar. Como mi calzado no lleva ningún elemento metálico, queda claro que quien observa a través de las cámaras hace saltar la alarma cuando lo cree conveniente. A mí deben de verme una cara de lo más sospechoso, pero no solo aquí: en el control de Barajas precio al embarque también hice saltar el detector aun no llevando nada de metal y entonces, para mi sorpresa, el vigilante cogió una tira de lo que parecía papel, la restregó por diferentes partes de mi cuerpo y después la introdujo en una especie de escáner. Debe de haberme quedado un aura de mi época de joven subversivo que pone nerviosos a los policías, porque ni disfrazado de honrado padre de familia cuelo.
Aeropuerto de Dubai
El aeropuerto de Dubai es grande por fuera, pero también por dentro: tardamos una eternidad en llegar a la terminal asignada, pero en todos sitios hay clases, como demuestran los grupos de hindúes ricos que son transportados en vehículos eléctricos. Por el camino constatamos que hemos cambiado de planeta: policías y empleados lucen casi todos una barba a lo Ahmadineyad. También se ven tipos ataviados al estilo que todo el mundo conoce aunque no haya venido jamás: kandura inmaculadamente blanca, cabeza cubierta con la gutra y el móvil en la oreja. Por lo que respecta a las mujeres lucen chilabas oscuras y pañuelo tapando el pelo. Y en chirriante contraste con esta parafernalia étnico-religiosa, las tiendas del duty-free abarrotadas de alcohol y todos los objetos de seducción de la sociedad de consumo. Con la que está cayendo ahí fuera, me pregunto qué extraños encajes de bolillos tendrán que realizar los Emiratos en estos tiempos inciertos de rigorismo religioso y terror fundamentalista.
Todos de Emirates
Airbus 380
Airbus 380
Teníamos tres horas hasta la salida del vuelo, aunque una parte la hemos consumido en los controles de acceso y caminando por el aeropuerto. Una vez allí, me doy un paseo para matar el rato. La falta de sueño hace que me sienta físicamente mal. Creo que, si existe el purgatorio, será parecido a la zona de tránsito internacional de un aeropuerto, donde te sientes exhausto, aburrido, nadie entiende tu idioma ni tú a la señorita de megafonía que no para de salmodiar números de vuelo, de los que solo entiendes Wahid (el uno). También hay muchísimas cosas para comprar, pero se venden en una moneda que tú no tienes, y que tampoco sabes a cuánto equivale. Para colmo, y tal como nos avisó un amigo, los grifos solo dan agua caliente, incluida la máquina para beber que en teoría sirve para que salga fresquita. Por suerte, en Barajas nos hicimos con bebida suficiente una vez pasado el control, porque a este amigo nuestro por una botella pequeña (de agua) le cobraron trece euros, ahí es ná.

Cuando se acerca la hora nos vamos a la puerta de embarque. Allí un señor vestido de civil nos pide los pasaportes, y al comprobar que somos españoles sonríe y dice "Hola". No se trata de un trabajador del aeropuerto, sino de un policía; su uniforme es un elegante terno azul. Lo sé porque he visto a varios subidos a un vehículo con los distintivos del cuerpo. Convenimos en que es mucho más simpático que sus colegas españoles. Pasado este punto, llegamos a un mostrador. Allí otro señor, este de color negro e igualmente simpático, me pregunta con delicadeza infinita si llevo liquor, mientras inspecciona mi mochila. Respondo que solo agua y Toblerone. Me hace tirar en una papelera el contenido de mi cantimplora, pero el registro es tan poco concienzudo que no ve las otras dos botellas, una de agua y otra Coca-Cola, que van debajo. En cambio, al que viene detrás de mí sí que veo que se la quitan.

Pasamos a una segunda zona de embarque, donde puedo volver a llenar la cantimplora, por fortuna con agua fría. La gente está sentada muy tranquila, al parecer sin prisas. Nosotros en cambio sí nos dirigimos hacia la puerta de embarque, que esta vez parece la definitiva. Se trata del famoso Airbus 380, el avión de pasajeros más grande del mundo. En él viajaremos algo más de quinientos pasajeros. De las dos plantas que tiene, la de arriba está reservada a asientos VIP, cabinas y literas, de manera que nosotros solo oleremos la sentina. Este modelo de avión lleva volando unos desde 2007, cada unidad cuesta la tontería de 432 millones de dólares, y se han construido hasta la fecha 196 aparatos, de los cuales 81 han sido para Emirates. Así que es cierto que el emir tiene perras de verdad.

El embarque se demora un rato más de lo previsto, y en pista también nos hacen esperar. Para cuando el avión arranca son las once de la mañana, hora local. Como suele ocurrir en estos casos, el plan de vuelo tiene suficiente margen para recuperar el retraso, pero catorce horas hasta Sidney no nos las quita ni Dios.


Dubai 
Dubai. Burj Al Arab
Dubai. Palm Island
El Airbus parece más amplio que el 777: los asientos son más anchos, y entre mis rodillas y la fila delantera sobran unos benditos diez centímetros que vienen muy bien cuando te quieres estirar. Nuestra consola de a bordo es también más grande y moderna, y además puedes acceder a una cámara en la cola del aparato que recuerda a las que se ven en los aviones de combate. El repertorio de entretenimiento es el mismo, pero la falta de sueño me impide mantener la concentración, de manera que escojo algo ligero como London has fallen, estrenada en abril y que va de una cadena de megaatentados en la capital británica. Al final del viaje me animaré con la nueva de Michael Moore Where to Invade Next, una película-documental en la que el director viaja a una serie de países europeos para analizar sus bondades en asuntos tan variopintos como educación, derechos de los trabajadores, participación social, tiempo libre y régimen penitenciario (España no sale). Sin embargo, en este flamante gran avión el programa de navegación no funciona (confío en que no pase lo mismo en la cabina de vuelo), de manera que durante catorce interminables horas te resignas a la rayante representación del avioncito que no acaba de despegar de Dubai, ya que hay pantallas murales que no puedes evitar mirar. Es una pena, porque el recorrido es épico y a uno le gustaría saber por dónde va: Golfo Pérsico, Mar Arábigo, Sur de la India, Golfo de Bengala, Malasia, Indonesia, Nueva Guinea y Australia de cabo a rabo.

Volamos hacia el atardecer, así que cuando queremos darnos cuenta ya se ha hecho de noche. Si sumamos a esto el desfase horario, la desorientación temporal empieza a hacer mella. Además, tanto tiempo dentro de un avión dan mucho de sí. Al viajar en la oscuridad y no saber por dónde vamos, salvo cuando hay turbulencias la sensación es de que la aeronave reposa alegremente en el espacio en lugar de moverse a novecientos kilómetros por hora.

He leído sobre los problemas circulatorios que puede acarrear el estar tanto tiempo pegado al asiento, así que una vez cada hora o dos me voy a dar una vuelta. En la parte delantera descubro que hay un espacio diáfano bastante grande, justo donde arrancan las escaleras que suben al cielo de los privilegiados.  En esta zona hay nada menos que seis aseos y el espacio suficiente para poder esparcirte sin molestar a nadie, que es lo que ocurre en el pasillo. Me llevo a Inari y permanecemos allí cerca de una hora. Los niños están muy bien considerados en estos vuelos o, al menos, en esta compañía: tienen preferencia a la hora de embarcar, existe un menú especial para ellos, son los primeros en comer y reciben regalos en cuanto suben al avión. Las azafatas nos sonríen, y una le pregunta en español por su nombre.

Dura vida la de los auxiliares de vuelo: todo el día de aquí para allá, machacados por la falta de intimidad, los reducidos espacios y los continuos cambios horarios. Son todos gente joven, imagino que cuando pasan de los treinta y cinco se buscarán un puesto en tierra, quizá con menos glamour pero más descansado. Es curiosa la mezcla de nacionalidades: hay gente árabe, negra, oriental y alguna -no mucha- blanca. Curiosa sociedad esta que parece anticipar el futuro, sin chauvinismos ni localismos cutres.

Al final uno renuncia a dormir seguido y echa una cabezada cuando ya no puede más. Cuando por fin llegamos a Sidney aún es de noche. Se ve mucho tráfico en la carretera de la costa, imagino que es de los que van a trabajar. Pienso en esta ciudad, no más grande que Madrid pero donde vive uno de cada cinco australianos o el equivalente a todos los habitantes de Nueva Zelanda.

Cuando aterrizamos hay que esperar un poco a que bajen los ricos, esas invisibles criaturas de la clase superior que viajan contigo pero a los que jamás ves. Son las seis de la mañana, según horario local. Llevamos volando ya veinticuatro horas.

En mayor o menor medida, todos los aeropuertos se parecen, y el de Sidney no es una excepción, de manera que no parece que te halles a la otra punta del mundo sino en un espacio-tiempo paralelo, el que comunica todos los aeródromos del mundo con su impersonalidad, su descomunal tamaño y su inconfundible aire de lugar de paso. También aquí, nada más llegar, no te queda otra que sortear las atiborradas y luminosas estanterías del duty-free. Cuesta trabajo pensar que haya quien se deje tentar por los relojes caros, las botellas de whisky y esos perfumes que con solo mirarles el precio se te quita el hipo; supongo que pertenecen al elitista mundo de los que desembarcan antes.

-¿Tú te conformas con poco?
-Es que con mucho no he probado.

Pero se engaña quien cree que estos lugares son entes informes y estáticos; más bien constituyen organismos que degluten a diario cientos de miles de pasajeros. Y tú, viajante de su tracto digestivo, tienes que procurar no quedarte atascado en alguno de sus meandros. Al llegar al control de aduanas sospecho que algo no marcha bien: nosotros no tenemos por qué salir de la zona de tránsito internacional, y al otro lado ya es Australia. Además, como vamos de paso no hemos rellenado el formulario de entrada. Esperamos pacientemente la cola a ver qué nos dice nuestro poli. Este mira nuestros pasaportes y billetes, escucha la explicación de Bego y no sabe muy bien qué partido tomar. Entonces se acerca una especie de supervisor que está detrás y nos dice que por allí no podemos salir, que la zona de tránsito internacional la hemos dejado atrás. Descubrimos nuestro error: aquí la conexión con otros vuelos está antes del duty-free, mientras que en Dubai iba después. Los neones de la tienda libre de impuestos, junto a la caraja que llevamos encima, nos han desorientado como si fuéramos mariposas nocturnas.

Ahora que ya estamos encaminados, nuevo control. Se ve que cada aeropuerto no se fía en absoluto de la labor de los demás, y te registran aunque no hayas salido del circuito de los vuelos. A Bego la hacen pasar por un escáner de esos que te desnudan sin tocarte, y cuando mi mochila sale del escáner es apartada por un hábil drible de rodillos. Otra vez el líquido: me quitan la botella de Coca-Cola que había sobrevivido al chequeo de Dubai y de nuevo tengo que ir a vaciar el agua de la cantimplora, a los servicios, que caen a tomar por saco. Cuando regreso de nuevo como un niño bueno, la poli que nos supervisa me dice algo de un test. Como no la entiendo muy bien, me saca unas hojas plastificadas donde, entre tropecientos idiomas, me muestra el texto en español, que más o menos dice:

Ha sido usted seleccionado aleatoriamente (y dale con la aleatoriedad) para realizar un test de explosivos. Si usted acepta someterse al mismo y este da positivo, queda a disposición de la autoridad policial para ulteriores investigaciones. 

Vaya, se ve que aquí miran más por las garantías individuales, porque en Barajas nadie me preguntó nada cuando me restregaron el papelito por todos sitios. Le digo que sí, a ver. Además, aquí son más modernos: en lugar de la tira de reactivo, tienen un aparatejo que recuerda vagamente al sensor con el que hacen las ecografías. Eso sí, en negro, como corresponde a un artefacto policial. Da negativo, claro. ¿Qué esperaban? Nos dejan por fin en paz, pero yo ya estoy frito.

Encontramos el camino hacia nuestra sala de embarque. Como allí hay wifi, busco mi móvil y descubro entonces que me lo he dejado en una de las bandejas del último registro. Como siempre que hay que lidiar en inglés, Bego va por delante y le pregunta al tipo del escáner:

-Hemos perdido un móvil. ¿Lo ha visto?
-¿De qué color ?
-¿Cómo que de qué color? Ese que tienes ahí encima.

Uf, menos mal. Me imagino a la policía científica destripando el terminal que se ha dejado en el control algún peligroso terrorista.


Regresamos a la sala de embarque. Empieza a amanecer sobre Australia, ocho husos horarios de diferencia con España. Esto sí que parece el fin del mundo, ¿es posible ir todavía más allá? Pues un poquito, otras tres horas más de avión. Este vuelo también sale con retraso, pero ya no miramos el reloj, lo único que queremos es llegar.

Al despegar vemos el edificio de la Ópera a lo lejos, y cruzamos los dos mil kilómetros del Mar de Tasmania. una minucia comparado con lo que llevamos encima. Sin embargo, hasta les da tiempo de servirnos una comida.

Cuando queremos darnos cuenta aparecen debajo unas montañas afiladas y nevadísimas, parecen recubiertas de la harina que echábamos  de pequeños sobre los Nacimientos. Son los Alpes del Sur, una cordillera singularmente densa. Luego aparecen las tierras verdes y los signos de actividad humana: lindes de fincas, casas, carreteras... A continuación, el aterrizaje. Estamos en Christchurch. Hemos llegado.







Son las tres de la tarde hora local, diez más que en España, y estamos en las antípodas; si hiciéramos un agujero, apareceríamos al lado de Mondoñedo.


Resta ahora el otro particular purgatorio de los aeropuertos, la cinta de recogida de equipajes. ¿Estarán aquí nuestros bolsos, después de veinte mil kilómetros y dos transbordos? Primero sale el de Bego, y cuando lo recojo se me acerca una policía muy sonriente y me dice algo del passport. Válgame Dios, parece que la pinta de mafioso me ha seguido hasta aquí. Le respondo que lo tiene my wife, que un poco más allá está sentada en el suelo con mi hijo, que se ha dormido, y la buena mujer me deja en paz.

Y es que justo antes de aterrizar Inari entró en estado catatónico, y sigue así tras desembarcar. Alguien del personal de tierra nos ofrece una silla de ruedas, y todo el mundo nos mira compungido porque piensa que llevamos un pobre niño enfermo, cuando en realidad está machado. Y hablando de agotamiento, yo temía el final del viaje, pero llegado este momento me encuentro con que a medio gas también se puede funcionar, aunque todo vaya más lento. Treinta y dos horas desde que despegamos de Barajas y cuarenta y tres desde que salimos de casa, ya no noto ni el cansancio. Pasamos el control biológico, donde un policía muy simpático pregunta si traemos alimentos frescos y comprueba las suelas de nuestros zapatos. Un escáner más, otra policía también muy simpática que examina nuestro pasaporte y documento de entrada, pregunta por nuestro hotel y la empresa de autocaravanas y ahora sí, ya estamos en Nueva Zelanda. El recibimiento me anima mucho: se diría que a diferencia de otros países, donde te reciben con hostilidad o indiferencia, aquí eres muy bienvenido. Haere mai.


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