El vuelo
Cuando nos ofrecieron la posibilidad de viajar a Calgary vía
Frankfurt, me imaginé que supondría un enorme rodeo y un montón
más de horas de vuelo, pero resulta que no: Madrid-Toronto-Calgary
son 8.751 kilómetros, mientras que Madrid-Frankfurt-Calgary solo
supone unos 200 kilómetros de más. ¿El motivo? Como Alemania está
más lejos del ecuador que España, el viaje en línea recta pasa por
encima de Islandia y Groenlandia y, de alguna manera, se ataja.
Nuestro avión despega a las 8:30. En un pispás cruzamos el solar
patrio y nos plantamos en los Pirineos. A partir de ahí, todo más
verde y más poblado. A medida que subimos hacia el norte
sobrevolamos una inmensa masa forestal, no sé si son los Vosgos o la
Selva Negra. A las 11 estamos sobre Frankfurt, que brilla acostada
sobre las dos orillas del río Meno, ajena a las crueles aristas del
sol de Madrid.
Pirineos |
Francia |
Las dos horas y media entre vuelo y vuelo se pasan rápido, entre otras cosas porque el aeropuerto es inmenso. Además, te cruzas con gente de tantas nacionalidades distintas que Barajas, en comparación, parece provinciano. Cuando por fin localizamos la puerta de embarque, nos relajamos y aprovechamos para comernos unas Bratwurst, que para esto estamos donde estamos.
El avión que abordamos es un Boeing 787, bastante más amplio que el
anterior y con tres filas de asientos en el medio, que es donde nos
había reubicado el pavo de Air Canadá. Por suerte y mediante la
aplicación yo había podido cambiar los asientos por tres laterales,
y así pudimos disfrutar de ventanilla. Me las prometía muy felices
porque, según el mapa de vuelo, íbamos a sobrevolar Islandia y
Groenlandia. Pero por algún motivo (tal vez el volcán que entró en
erupción hace tres días en la península de Reykjanes), el
comandante ejecuta un hábil quiebro y de Islandia no vemos más que
la costa. De este modo, nos deslizamos por el mar de Noruega a 11.000
metros de altura y a 900 y pico kilómetros por hora.
Boeing 787 |
Nos llama mucho la atención el que las ventanillas no dispongan de oscurecedores físicos, sino de un filtro polarizador que, convenientemente manipulado, hace que aumente o disminuya la luminosidad del cristal. Qué cosas.
El vuelo Frankfurt-Calgary dura nueve horas y media, y como estamos desentrenados se nos hace largo. Además, como vamos en la dirección del sol los horarios se vuelven surrealistas: el vuelo despega a las 13:30, pero llega a las 14:55... ocho husos horarios más allá, claro.
Ahora ha llegado el momento de confesar mi mayor fobia cuando estoy en el aire.
No es, como cabría esperar, el miedo a estrellarse ni al espacio
claustrofóbico: es... que no me gusta que me toqueteen la espalda.
En ocasiones son golpes secos, como por ejemplo cuando el vecino
aporrea la pantalla táctil o abre y cierra sin miramientos la mesita
portátil. Pero otras veces son auténticas meteduras de mano, como
cuando notas que introducen o extraen cosas del bolsillo o cuando,
directamente, te clavan las rodillas en las lumbares. Lo paradójico
de esta última situación es que no tiene que ver necesariamente con
la estatura del interesado, sino con cómo balancea cada uno la
ecuación comodidad-respeto: yo mido uno ochenta y rara vez rozo el
asiento delantero. Desgraciadamente para mí, esto no es norma
universal, y lo frecuente es encontrarte con a alguien detrás que
tome posesión de tu respaldo y lo someta a unos meneos que para qué.
Cuando descubro que la persona habla español me suelo volver y,
amablemente, le explico que padezco de cervicales y le pido que
procure mover el asiento lo menos posible. Suele funcionar. Cuando
son extranjeros me da más cosa. Durante el viaje pruebo los tres
asientos de que disponemos y finalmente me quedo con el que tiene
detrás una señora tan dócil que no establece contacto rodillesco
ni por casualidad.
Plan de vuelo |
Ahora volamos sobre Groenlandia, prácticamente cubierta de nubes, y
es preciso aprovechar los escasos claros para echar un vistazo al
paisaje helado y sacar algunas fotos. Ittoqqortoormiit, Nuuk,
Uummannaq, Iqaluit... Pero qué sabor a hielo tienen estos nombres.
El último de ellos se encuentra ya en Canadá, al sur de la isla de
Baffin, y es la capital del territorio autónomo de Nunavut, el más
extenso del país (unos dos millones de kilómetros cuadrados) y
también el menos poblado (¡32.000 habitantes!). Si Nunavut fuera un
país independiente, ocuparía el puesto número 15 en extensión.
Realmente, Nunavut es una metáfora a lo bestia de Canadá, que es el
segundo país más grande del mundo (veinte veces España), pero con
tan solo 40 millones de habitantes. Si tenemos en cuenta que una
cuarta parte de esa población vive en las diez mayores ciudades,
podemos hacernos una idea de los inmensos páramos deshabitados que
conforman el territorio, sobre todo en su parte norte donde no llegan
las carreteras, y la única forma de acceder es mediante avión.
Helada Groenlandia |
El viaje acaba siendo toda una abrumadora lección de geografía: volamos ahora sobre la Bahía de Hudson, todo un mar interior (millón y cuarto de kilómetros cuadrados, más de mil kilómetros de orilla a orilla). Luego Manitoba, Saskatchewan y, por último Alberta y Calgary
Tomamos tierra en este extraño día que nunca se acaba. Originalmente íbamos a dormir en Airdrie, la localidad en la que se encuentra la empresa de alquiler, pero después de los cambios en el vuelo no había posibilidad de alquilar al día siguiente, de manera que hemos reservado en el Port O´Call, un hotel que se encuentra cerca del aeropuerto. Cerca en Calgary quiere decir unos 8 kilómetros.
Al bajar del avión descubrimos, para nuestra sorpresa, que el control de pasaportes es un hágaselo-usted-mismo: tienes que rellenar unos datos en una pantalla, escanear el pasaporte y dejar que la máquina te saque una foto. Luego se imprime un papelito que le entregas en la puerta de salida a un poli aburrido.
Hay carteles que advierten de los alimentos que no se pueden introducir en Canadá. Por si las moscas, tiramos todo lo que traemos, excepto las galletas, a una papelera. Pululando entre los pasajeros hay un policía que lleva un perro de la correa. El animal olisquea aquí y allá cuando de repente, al oler una bolsa de plástico, se sienta. Aparecen de la nada otros dos policías y le preguntan al propietario, un hombre joven, que qué lleva allí. “Chocolat”, responde. Pero debe de ser de los de leche y avellanas, porque al rato nos lo encontramos fuera.
Íbamos a pedir un taxi, pero se nos ocurre llamar al hotel por si tienen navette. Resulta que sí, que en veinte minutos vendrán a buscarnos. Al cruzar el vestíbulo del aeropuerto descubro un par de cajeros automáticos. Cuando llego a un país, me siento más tranquilo si dispongo de moneda local, de modo que nos acercamos. Introduzco la tarjeta y me pregunta que cuánto dinero quiero sacar. Le digo que 300 euros, que al cambio serán unos 500 dólares canadienses. Cuál no será mi sorpresa cuando, por el cajetín asoman 300 euros, nuevecitos, en billetes de 20. Descubro entonces que, de los dos cajeros, he utilizado el que dispensa moneda extranjera. Esto sí que no lo había visto nunca. ¿Para qué narices voy a querer euros en Canadá?
Tras sacar 500 dólares, ahora sí canadienses, nos vamos en busca de la puerta que nos han indicado los del hotel. Nunca he estado en Calgary ni tampoco en Canadá así que no se cómo se comportan normalmente, pero se percibe un ambientillo como de fiesta. En el aeropuerto de Frankfurt, Bego pegó la hebra con un hombre mayor que lucía una gorra de Calgary, y que le explicó que en esos momentos había un millón de personas en las Rocosas y otro en Calgary, pues estaba teniendo lugar la Stampede, esto es, el rodeo al aire libre más grande del mundo. Jamás habíamos oído hablar de esta fiesta, pero seguro que está detrás del desatado precio de los hoteles, así como de la cantidad de gente ataviada con sombreros vaqueros, uno incluso con lucecitas incorporadas estilo árbol de Navidad.
Salimos al exterior, y de inmediato nos llega el olor a madera quemada. La luz, amarillenta, tiene reminiscencias de Blade Runner 2 o de atardecer marciano. Llama poderosamente la atención el descomunal tamaño de los coches, particularmente los pick-ups, que hacen que los que se ven por Europa parezcan utilitarios.
El conductor de la lanzadera es un hombre mayor tocado con un turbante estilo Sikh. Le preguntamos que si es de la India, a lo que responde que no, que este país invadió el suyo (el Punjab) cuando la independencia de los británicos. Llegamos al hotel, y el recepcionista que nos atiende también da un aire asiático, lo que me lleva a colegir la cantidad de inmigrantes que se ha establecido en las últimas décadas en Canadá.
En la información que encontré sobre el hotel se decía que contaba con piscina “para uso exclusivo de clientes”. Expresado así, la idea parece muy buena, y lo es hasta que descubres que la piscina en cuestión es cubierta, que se halla en el centro del edificio, y que las habitaciones se ubican a su alrededor. Es todo un poco claustrofóbico, porque las ventanas se encuentran selladas, lo que no impide que el ruido, como de polideportivo, trascienda hasta el interior, lo que no es precisamente lo más adecuado para quienes viene de un vuelo de catorce horas. Estamos tan hechos polvo que no queremos salir ni a cenar: pedimos que nos traigan unos fish & chips a la habitación y, arrullados por los berridos de los bañistas, nos dormimos hasta el
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