jueves, 8 de septiembre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (7)

28 de julio
Temperatura al amanecer: 5 ºC.
El sitio donde hemos dormido está al borde de un acantilado, así que en cuanto desayunamos bajamos a la playa. Caen un par de chubascos, pero enseguida sale el sol, con arcoiris doble incluido. Sorprende la cantidad de madera que hay varada en la arena; algunos de los troncos son enormes, y conservan rastros de quemado, por lo que supongo que son árboles muertos en incendios que el agua arrastró al mar, y que el mar devolvió a la orilla. Durante el paseo nos cruzamos con varias personas, solas o paseando a sus perros. Todas saludan amablemente, y hay en sus rostros un no sé qué risueño, tan distinto a los semblantes pesados y hoscos a los que uno está acostumbrado.

Madera en la playa
Después de la lluvia
Arrancamos y proseguimos hacia el Sur, dirección Moeraki. Entre Hampden y dicho pueblo están los Moeraki Boulders, unas enormes y curiosas esferas de piedra a orillas del mar. Existen dos aparcamientos: uno muy anunciado con bar y tienda de recuerdos, y otro sin. Elegimos el segundo, aunque haya que caminar un poco por la playa.

Moeraki Boulders
Moeraki Boulder
 Teóricamente es necesario esperar a que baje la marea, pero nosotros llegamos allí hora y media después de la pleamar y ya vemos asomar sus enigmáticas cabezas. A medida que desciende el agua aparecen más. Están formadas por limo endurecido cementado por calcita, y según dicen tardaron unos cuatro millones de años en originarse en el lecho de un mar poco profundo, poco después de la extinción de los dinosaurios. Con el paso del tiempo la erosión las ha dejado al descubierto. Algunas se han partido como sandías, y otras aparecen semienterradas en el blando barro que conforma el acantilado de la orilla. Incluso las rocas que pisamos no son tales, pues se deshacen debajo de nuestras botas.

En parejita
Como una sandía
A medida que baja la marea llegan más paseantes. Dos parejas de orientales nos demuestran que esto de los valores de la proxémica no rige por igual en todas las culturas: estamos sentados sobre una de las rocas, y con toda la playa que hay se acercan a nosotros, husmean, merodean y hablan entre ellos a gritos a apenas un metro de distancia, como si estuviéramos en el metro de Hong Kong, o como si allí no hubiera nadie. Te sientes tan violento y ridículo que no queda otra que mirarles con sorna y marcharte tú, o esperar a que se marchen ellos.

A veces aflora la calcita
Extraterrestres
Posadero
Violación del espacio personal aparte, debemos de estar muy contentos y muy relajados, porque la mañana se ha ido en un suspiro. Volvemos a la auto con hambre, así que preparamos un ligero lunch. Entonces descubrimos que el cuarto de baño se ha inundado. ¿Cuándo vaciamos la última vez? Pues hace ya dos días. Está claro que el depósito de las grises es aún más pequeño que el de las limpias, y eso que este solo tiene 80 litros de capacidad. ¿Qué hacemos ahora? Si solo fuera agua de ducha... Pero ahí va también la del fregado de platos, con toda su grasilla, y eso huele. Hay que deshacerse de ellas lo antes posible, así que en cuanto cojo el desvío hacia Moeraki y me orillo en camino forestal. Estoy a punto de abrir el grifo cuando siento que una descomunal fuerza invisible detiene mi mano. "Juanma, pero ¿qué haces?" Miro a mi alrededor y no veo a nadie. En ese momento experimenté gran temor, pues no supe si aquella voz venía de las alturas o resonaba dentro de mi cabeza. "Señor, vacío las grises. Ya sé que va contra el espíritu de nuestro gremio y que cometo un gran pecado, pero es que tengo el baño lleno de agua". "No soy el Señor, idiota, sino San Cofronisio de Anatolia, patrón de los autocaravanistas, y he sido enviado para evitar que cometas este gran sacrilegio. Porque sé que primero vaciarás, y luego irás y lo cascarás por todos los hilos y las redes sociales, que tú eres así de bocachancla." "No sé qué decir", contesté. "No digas nada, que así estás más guapo. Debería darte vergüenza a ti, un viajero experimentado, hacer y sobre todo decir estas cosas, que hacen mucho daño", repuso mi invisible interlocutor. "Anda, vete y no vuelvas más a pecar. Y haz el favor de vaciar esas malolientes aguas en una dump station". Aquello me acabó de descolocar, porque no sabía que los santos antiguos también supieran inglés. Pero no dudé en hacerle caso y me marché de allí como alma que lleva el diablo.
Tras el sobrenatural incidente, entramos en Moeraki (esto es un decir, pues no existe casco urbano sino poblamiento disperso) y nos desviamos por la Lighthouse Road -lo de road es también licencia poética, en realidad se trata de un camino de tierra- que en 4 kilómetros nos lleva a Katiki Point. En algunos puntos el recorrido es bastante estrecho, confío en que al volver no nos encontremos con alguna autocaravana como las que hay aquí aparcadas. El faro, de madera, se construyó en 1878. Un letrero indica que entras en una Historic Reserve, y que se trata de un lugar sagrado donde está prohibido comer. La información está en inglés y maorí. Un estrecho sendero de unos 600 metros entre alambradas te lleva hasta el final de la península. Y de repente aquí están, tumbados plácidamente ocho o diez leones marinos. Porque finalmente va a resultar que son eso, leones marinos, y no focas. Todo viene de la confusión entre seal y fur seal. Sin embargo, la forma infalible de distinguirlos es que las primeras no tienen pabellones auditivos, mientras que los segundos sí. Más tarde repasaré las fotos de Ohau Point y compruebo que, efectivamente, eran idénticos a estos.

Faro de Katiki Point
Ah
qué
Dicen las advertencias que cinco metros es la distancia máxima de aproximación, y cinco metros es justo lo que te toleran antes de abrir los ojos y ver quién anda por ahí. Uno de los ejemplares bosteza desmesuradamente, no sé si es sueño o es que me está avisando; no obstante, los enormes dientes que muestra inhiben mi deseo de confraternizar más estrechamente. También hay cuatro crías, mucho más desconfiadas que sus progenitores y por tanto dispuestas a huir al menor signo de peligro. Resulta emocionante estar tan próximos a estos animales sin fosos, vallas o rejas de por medio. Ahora no lo sé, pero aunque los vamos a ver en más ocasiones, nunca será tan enternecedoramente cerca.

descansada
El maorí es fácil. Kia tupato!
vida
Las crías de ojos profundos
Las crías de ojos profundos
De regreso contemplamos las playas de arena dorada que se extienden al pie del acantilado y a las que está prohibido acceder. En esto que llegan dos pingüinos de ojos amarillos que, con paso solemne, salen del agua camino de sus nidos. Está es considerada como la especie más rara del mundo (se calcula que existen unos 6.000 individuos, entre los cuales solo 1.500 parejas se hallan en edad reproductora). Este animal es sumamente tímido, lo cual explica las mallas de ocultación instaladas en el lateral del camino.

Los esquivos pingüinos
Como seguimos necesitando llenar y vaciar, exploro nuestro itinerario buscando la instalación apropiada. Hay una, ubicada en una gasolinera en Waikouaiti, que nos cae de camino, pero al llegar descubrimos que  esta ha sido reconvertida en taller y no nos parece conveniente entrar a pedirl agua. Nos desviamos hasta Warrington, donde existe un punto de llenado y vaciado. Según los carteles también permiten quedarse, y Bego propone que lo hagamos, pero yo prefiero llegar a Dunedin para empezar mañana la visita temprano. Ojalá le hubiera hecho caso.
Entramos en la ciudad cuando ya ha oscurecido. Buscamos un sitio de aparcada permitida en un lugar llamado The Oval, junto a un campo de deportes y que, al decir de quien comenta en Campermate, se trata de un lugar de lo más tranquilo. Cuesta encontrar sitio porque el aparcamiento se halla atestado de vehículos propiedad de los clientes de The Kensington, un pub cercano. Al cabo de un rato llega una furgoneta con una tabla de surf en la baca y se coloca a nuestro lado, pero guardando las distancias. Por último llega una camper verde fosforito, de una empresa de alquiler enfocada al público joven, y se encaja entre el surfero y nosotros. En fin. Por la ventana observo que en ella viajan dos parejas, y que tienen que andar muy escasos de sitio, porque han ocupado los asientos delanteros con dos enormes maletas. También deben de tener mucha hambre, porque se apresuran a preparar la cena.
Habíamos pensado en salir a cenar a una pizzería, pero al final nos dio pereza y nos quedamos en casa. Cuando miro hacia nuestros obligado vecindario comprendo por qué tenían tanta prisa: encima de la mesa veo varias botellas, entre ellas una de whisky. Me parece que la noche pinta mal.
Una hora después, como era esperable, la juerga ha subido de tono: música, risas. Como no tienen servicio dentro, pues hacen sus necesidades fuera, tanto ellos como ellas.  Y como deben de pensar que son pocos, pues invitan al surfero solitario a que se sume al jolgorio, lo que lógicamente implica juerga en la calle y puerta corredera abierta a un metro de nuestras cabezas. No estamos dispuestos a que nos amarguen la noche, así que nos vamos bastante cabreados, porque si hay algo de veras horrible en esto de la autocaravana es buscar a oscuras un sitio para pernoctar. Ganas nos dan de denunciarlos y que les empapelen. Por beber, o por mear en la calle, o por ambas cosas.
Seguimos Princes Street hasta Manor Place donde, teóricamente también nos podríamos quedar, pero los vehículos están aparcados en batería y nosotros sobresalimos demasiado. Aquí todo son cuestas, así que seguimos calle arriba hasta dar con un tramo milagrosamente llano. A continuación viene la cuestión peliaguda: ¿dónde nos ponemos? No queremos molestar a nadie aparcando en su puerta; además, no sabemos si las autoridades serán muy estrictas con el tema de las pernoctas urbanas. Finalmente nos quedamos frente a la Asociación de Sordos de Otago. Un sensor de movimiento nos detecta y se enciende un foco, pero al quedarnos quietecitos regresa la oscuridad.
¿Nos dejarán dormir aquí?

Kilómetros etapa: 124
Kilómetros viaje: 1.308

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