28 de julio
Temperatura al
amanecer: 5 ºC.
El sitio donde hemos
dormido está al borde de un acantilado, así que en cuanto desayunamos bajamos a
la playa. Caen un par de chubascos, pero enseguida sale el sol, con arcoiris doble
incluido. Sorprende la cantidad de madera que hay varada en la arena; algunos
de los troncos son enormes, y conservan rastros de quemado, por lo que supongo
que son árboles muertos en incendios que el agua arrastró al mar, y que el mar
devolvió a la orilla. Durante el paseo nos cruzamos con varias personas, solas
o paseando a sus perros. Todas saludan amablemente, y hay en sus rostros un no
sé qué risueño, tan distinto a los semblantes pesados y hoscos a los que uno
está acostumbrado.
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Madera en la playa |
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Después de la lluvia |
Arrancamos y
proseguimos hacia el Sur, dirección Moeraki. Entre Hampden y dicho pueblo están
los Moeraki Boulders, unas enormes y curiosas
esferas de piedra a orillas del mar. Existen dos aparcamientos: uno muy
anunciado con bar y tienda de recuerdos, y otro sin. Elegimos el segundo,
aunque haya que caminar un poco por la playa.
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Moeraki Boulders |
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Moeraki Boulder |
Teóricamente es necesario esperar a que baje
la marea, pero nosotros llegamos allí hora y media después de la pleamar y ya
vemos asomar sus enigmáticas cabezas. A medida que desciende el agua aparecen
más. Están formadas por limo endurecido cementado por calcita, y según dicen
tardaron unos cuatro millones de años en originarse en el lecho de un mar poco
profundo, poco después de la extinción de los dinosaurios. Con el paso del
tiempo la erosión las ha dejado al descubierto. Algunas se han partido como
sandías, y otras aparecen semienterradas en el blando barro que conforma el
acantilado de la orilla. Incluso las rocas que pisamos no son tales, pues se
deshacen debajo de nuestras botas.
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En parejita |
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Como una sandía |
A medida que baja la
marea llegan más paseantes. Dos parejas de orientales nos demuestran que esto de los
valores de la proxémica no rige por
igual en todas las culturas: estamos sentados sobre una de las rocas, y con
toda la playa que hay se acercan a nosotros, husmean, merodean y hablan entre
ellos a gritos a apenas un metro de distancia, como si estuviéramos en el metro
de Hong Kong, o como si allí no hubiera nadie. Te sientes tan violento y
ridículo que no queda otra que mirarles con sorna y marcharte tú, o esperar a
que se marchen ellos.
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A veces aflora la calcita |
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Extraterrestres |
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Posadero |
Violación del
espacio personal aparte, debemos de estar muy contentos y muy relajados, porque
la mañana se ha ido en un suspiro. Volvemos a la auto con hambre, así que preparamos
un ligero lunch. Entonces descubrimos
que el cuarto de baño se ha inundado. ¿Cuándo vaciamos la última vez? Pues hace
ya dos días. Está claro que el depósito de las grises es aún más pequeño que el
de las limpias, y eso que este solo tiene 80 litros de capacidad.
¿Qué hacemos ahora? Si solo fuera agua de ducha... Pero ahí va también la del
fregado de platos, con toda su grasilla, y eso huele. Hay que deshacerse de
ellas lo antes posible, así que en cuanto cojo el desvío hacia Moeraki y me
orillo en camino forestal. Estoy a punto de abrir el grifo cuando siento que
una descomunal fuerza invisible detiene mi mano. "Juanma, pero ¿qué haces?" Miro a mi alrededor y no veo a
nadie. En ese momento experimenté gran temor, pues no supe si aquella voz venía
de las alturas o resonaba dentro de mi cabeza. "Señor, vacío las grises. Ya sé que va contra el espíritu de
nuestro gremio y que cometo un gran pecado, pero es que tengo el baño lleno de
agua". "No soy el Señor, idiota,
sino San Cofronisio de Anatolia, patrón de los autocaravanistas, y he sido
enviado para evitar que cometas este gran sacrilegio. Porque sé que primero
vaciarás, y luego irás y lo cascarás por todos los hilos y las redes sociales,
que tú eres así de bocachancla." "No
sé qué decir", contesté. "No
digas nada, que así estás más guapo. Debería darte vergüenza a ti, un viajero
experimentado, hacer y sobre todo decir estas cosas, que hacen mucho
daño", repuso mi invisible interlocutor. "Anda, vete y no vuelvas más a pecar. Y haz el favor de vaciar
esas malolientes aguas en una dump station". Aquello me acabó de
descolocar, porque no sabía que los santos antiguos también supieran inglés.
Pero no dudé en hacerle caso y me marché de allí como alma que lleva el diablo.
Tras el sobrenatural
incidente, entramos en Moeraki (esto es un decir, pues no existe casco urbano
sino poblamiento disperso) y nos desviamos por la Lighthouse Road -lo de road es también licencia poética, en
realidad se trata de un camino de tierra- que en 4 kilómetros nos lleva
a Katiki Point. En algunos puntos el
recorrido es bastante estrecho, confío en que al volver no nos encontremos con
alguna autocaravana como las que hay aquí aparcadas. El faro, de madera, se construyó
en 1878. Un letrero indica que entras en una Historic Reserve, y que se trata de un lugar sagrado donde está
prohibido comer. La información está en inglés y maorí. Un estrecho sendero de
unos 600 metros
entre alambradas te lleva hasta el final de la península. Y de repente aquí
están, tumbados plácidamente ocho o diez leones marinos. Porque finalmente va a
resultar que son eso, leones marinos, y no focas. Todo viene de la confusión
entre seal y fur seal. Sin embargo, la forma infalible de distinguirlos es que
las primeras no tienen pabellones auditivos, mientras que los segundos sí. Más
tarde repasaré las fotos de Ohau Point
y compruebo que, efectivamente, eran idénticos a estos.
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Faro de Katiki Point |
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Ah |
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qué |
Dicen las
advertencias que cinco metros es la distancia máxima de aproximación, y cinco
metros es justo lo que te toleran antes de abrir los ojos y ver quién anda por
ahí. Uno de los ejemplares bosteza desmesuradamente, no sé si es sueño o es que
me está avisando; no obstante, los enormes dientes que muestra inhiben mi deseo
de confraternizar más estrechamente. También hay cuatro crías, mucho más
desconfiadas que sus progenitores y por tanto dispuestas a huir al menor signo
de peligro. Resulta emocionante estar tan próximos a estos animales sin fosos,
vallas o rejas de por medio. Ahora no lo sé, pero aunque los vamos a ver en más
ocasiones, nunca será tan enternecedoramente cerca.
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descansada |
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El maorí es fácil. Kia tupato! |
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vida |
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Las crías de ojos profundos |
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Las crías de ojos profundos |
De regreso contemplamos
las playas de arena dorada que se extienden al pie del acantilado y a las que
está prohibido acceder. En esto que llegan dos pingüinos de ojos amarillos que,
con paso solemne, salen del agua camino de sus nidos. Está es considerada como
la especie más rara del mundo (se calcula que existen unos 6.000 individuos,
entre los cuales solo 1.500 parejas se hallan en edad reproductora). Este
animal es sumamente tímido, lo cual explica las mallas de ocultación instaladas
en el lateral del camino.
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Los esquivos pingüinos |
Como seguimos
necesitando llenar y vaciar, exploro nuestro itinerario buscando la instalación
apropiada. Hay una, ubicada en una gasolinera en Waikouaiti, que nos cae de camino,
pero al llegar descubrimos que esta ha
sido reconvertida en taller y no nos parece conveniente entrar a pedirl agua. Nos
desviamos hasta Warrington, donde existe un punto de llenado y vaciado. Según
los carteles también permiten quedarse, y Bego propone que lo hagamos, pero yo prefiero
llegar a Dunedin para empezar mañana
la visita temprano. Ojalá le hubiera hecho caso.
Entramos en la
ciudad cuando ya ha oscurecido. Buscamos un sitio de aparcada permitida en un
lugar llamado The Oval, junto a un
campo de deportes y que, al decir de quien comenta en Campermate, se trata de un lugar de lo más tranquilo. Cuesta
encontrar sitio porque el aparcamiento se halla atestado de vehículos propiedad
de los clientes de The Kensington, un
pub cercano. Al cabo de un rato llega una furgoneta con una tabla de surf en la
baca y se coloca a nuestro lado, pero guardando las distancias. Por último
llega una camper verde fosforito, de una empresa de alquiler enfocada al
público joven, y se encaja entre el surfero y nosotros. En fin. Por la ventana observo
que en ella viajan dos parejas, y que tienen que andar muy escasos de sitio,
porque han ocupado los asientos delanteros con dos enormes maletas. También deben
de tener mucha hambre, porque se apresuran a preparar la cena.
Habíamos pensado en
salir a cenar a una pizzería, pero al final nos dio pereza y nos quedamos en
casa. Cuando miro hacia nuestros obligado vecindario comprendo por qué tenían
tanta prisa: encima de la mesa veo varias botellas, entre ellas una de whisky.
Me parece que la noche pinta mal.
Una hora después,
como era esperable, la juerga ha subido de tono: música, risas. Como no tienen
servicio dentro, pues hacen sus necesidades fuera, tanto ellos como ellas. Y como deben de pensar que son pocos, pues
invitan al surfero solitario a que se sume al jolgorio, lo que lógicamente implica
juerga en la calle y puerta corredera abierta a un metro de nuestras cabezas. No
estamos dispuestos a que nos amarguen la noche, así que nos vamos bastante
cabreados, porque si hay algo de veras horrible en esto de la autocaravana es
buscar a oscuras un sitio para pernoctar. Ganas nos dan de denunciarlos y que
les empapelen. Por beber, o por mear en la calle, o por ambas cosas.
Seguimos Princes Street hasta Manor Place donde, teóricamente también
nos podríamos quedar, pero los vehículos están aparcados en batería y nosotros
sobresalimos demasiado. Aquí todo son cuestas, así que seguimos calle arriba
hasta dar con un tramo milagrosamente llano. A continuación viene la cuestión
peliaguda: ¿dónde nos ponemos? No queremos molestar a nadie aparcando en su
puerta; además, no sabemos si las autoridades serán muy estrictas con el tema
de las pernoctas urbanas. Finalmente nos quedamos frente a la Asociación de Sordos de Otago. Un sensor de
movimiento nos detecta y se enciende un foco, pero al quedarnos quietecitos regresa
la oscuridad.
¿Nos dejarán dormir
aquí?
Kilómetros etapa: 124
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