17 de julio, día 4.
Ha llovido durante la noche, y al
amanecer sigue encapotado. Tras desayunar, regresamos al centro de
visitantes. Primero un autobús normal nos lleva hasta un lateral del
glaciar, donde aparcan los monster truck. Subimos a uno de
estos y, a través de una pista con una inclinación de más del 30
por ciento desembocamos unos 700 metros por encima del frente
glaciar. El conductor, que es a la vez guía, además de darnos un
montón de información, se esfuerza con sus bromas en crear un clima
divertido, por más que nos trate como a colegiales. Bajamos del
vehículo en una zona acotada y nos dan veinte minutos para sacar
fotos. Aparte de eso, poco más se puede hacer, salvo admirar los
picos de más de tres mil metros que gravitan sobre nuestras cabezas.
Empieza a caer una fina aguanieve. El guía nos ha contado que justo
ahí arriba comienza la triple divisoria de aguas: es decir, en
función de donde caiga, una gota puede elegir entre ir al Pacífico,
o al Ártico por el Mar de Beaufort o al Atlántico a través de la
Bahía de Hudson y el Mar de Labrador.
En el camino de regreso, nuestro guía-conductor hace tan encendida
defensa de la naturaleza en general y de los glaciares en particular
que nos arranca aplausos. Entiendo que este hombre es un trabajador y
su capacidad de decisión prácticamente nula, pero sería todo más
creíble si estos enormes vehículos en lugar de motor diésel
tuvieran uno eléctrico. En cuanto a los turistas, probablemente
creeremos que sintiéndonos un rato mal habremos hecho lo suficiente,
pero luego volveremos a nuestra vida derrochona y a nuestros coches
contaminantes como si tal cosa. Y es que el clima se salva con
hechos, no con palabras.
Vuelta al autobús que nos trajo, que en lugar de conducirnos al
centro de visitantes nos lleva ahora a una estructura semicircular
bautizada pomposamente con el nombre de Columbia Icefield Skywalk,
que vuela a 150 metros sobre la garganta por la que desagua el
glaciar. Su suelo de cristal no la vuelve adecuada para quien padezca
de vértigo.
Ahora sí al centro de visitantes y a la autocaravana, no sin antes pasar por la tienda de recuerdos. Además de camisetas y otras chucherías compramos un peluche de ardilla, que cuando llegue a casa incrementará la pequeña familia compuesta por el frailecillo de Islandia, la marmota cantora del Tirol y la otra ardilla, que es alemana.
Descendemos siguiendo el curso del río Athabasca. 49 kilómetros y
hacemos un alto para visitar las Sunwapta Falls, aunque
estamos a punto de no poder porque el aparcamiento se encuentra
abarrotado. Además, nuestro vehículo no puede aparcar en cualquier
sitio. Vemos una familia que se está subiendo a un pickup rojo, y
Bego les pregunta que si se marchan. El conductor pone cara de póker:
“Yes, but not now”. Entonces vemos un monovolumen blanco
que está desaparcando y nos quedamos a la espera. No ha acabado este
de salir cuando el pickup rojo se marcha. Menudos estúpidos. Tengo
que pitar al blanco porque está dando marcha atrás sin mirar, y
para quitarme de enmedio acabo ocupando el espacio del rojo. Comemos.
Sunwapta Falls |
Aunque lleva todo el día amagando, de momento la lluvia se contiene. La cascada es lo que uno espera por estos lares: bestial, caudalosa. Además, se puede seguir por la orilla del cauce en una ruta de algo más de tres kilómetros ida y vuelta y 150 metros de desnivel. Al principio no vemos a nadie y, preocupados como estamos por los osos, nos ponemos a cantar. Sin embargo, de quienes tendríamos que preocuparnos en realidad es de los mosquitos: por lo que a mí respecta recibo dos picotazos en plena cara.
El río tiene algo de hipnótico y misterioso que invita a seguirlo (quizá es lo que le ocurrió al joven de 28 años que murió aquí tras precipitarse al agua, una placa en el lugar expresa el dolor de su familia). Pero tenemos que volver ya. Sabia decisión, porque unos cientos de metros antes del aparcamiento empieza a llover a modo. El lugar, la luz y el chaparrón me recuerda cuando en Nueva Zelanda visitábamos las Purakaunui Falls, y era tal el diluvio que había más agua en el cielo que en el río.
Seguimos ruta. 17 kilómetros más adelante existe un lugar llamado Goats & Glacier Lookout. Al parecer, aquí a veces se pueden ver cabras, y si no al menos están las impresionantes vistas. Pero como no lo traíamos apuntado, el tiempo no acompaña y los árboles ocultan el paisaje, pues pasamos de largo. Lo mismo nos ocurre con las Athabasca Falls, que están mal señalizadas (hay que entrar por la carretera 93A, pero en el cruce no hay cartel alguno). Dudamos si volver, pero estamos cansados y antes del camping tenemos que ir a comprar a Jasper.
Esta localidad cuenta con 4.500 habitantes, pero deben hallarse dispersos, porque el núcleo urbano parece mucho menor. Además, es el primer pueblo que transmite la sensación de frontera remota, como si te hallaras a un paso de Alaska. Aquí, como en Canmore, hay dos super, pero ambos son pequeños, se encuentran atestados y, dad lo tardío de la hora, faltan escasean los productos básicos. Los precios también son más elevados. Luego viene la visita de rigor al Liquor Store y, como he tenido que aparcar lejos, la cosa se dilata. Por último, paro a echar gasolina. En donde la autocaravana nos dijeron que echásemos la gasolina más barata, a mí me pareció entender que era la de 86 octanos. Pero en el surtidor pone 87. Debo haber entendido o recordado mal, pero no las tengo todas conmigo, y me da miedo liarla. Como aquí todos los surtidores admiten el pago con tarjeta, no veré la cara a un solo gasolinero durante todo el viaje. La gasolina está a 1,40, que al cambio son 95 céntimos de euro. Le pongo 100 dólares, aunque sospecho que no será suficiente para aplacar su sed. Una de las peculiaridades de las estaciones de servicio canadienses y que nos causará gran desconcierto al principio (y al final) del viaje es que no existe un sentido de entrada y otro de salida, sino que cada uno accede por donde le parece, de manera que puedes ocurrir que estés tranquilamente repostando y que se te coloque un vehículo en el siguiente surtidor en sentido opuesto. Para los turismos esta maniobra no supone mayor problema, pero sí lo es para nosotros, por razones de peso.
Otro detalle que llama muchísimo la atención es que el tapón del
depósito de la gasolina no esté bajo llave, sino a la vindicta
pública. Al principio creemos que quizá nuestra autocaravana ha perdido la tapa, pero después nos fijaremos en las otras y constataremos que todas van igual. Sospechamos que se debe a algún criterio
de seguridad (el propano también va abierto), pero si te roban los doscientos litros del depósito la
broma es como quieras.
Hechas, pues, todas estas diligencias nos vamos para el Wapiti Campground, por cuya puerta hemos pasado antes y que se encuentra entre la carretera y el río Athabasca. Mide más de 1 kilómetro de largo, y las parcelas se hallan como de costumbre muy separadas. También, como de costumbre, somos los penúltimos en llegar. Pasamos una cena entre risas viendo cómo nuestros vecinos encienden el fuego: el hombre maneja el hacha con tan poca maña y ella abanica las llamas con tales aspavientos que no nos queda más remedio que apagar la luz para que no se percaten de nuestro descojono.
Distancia parcial: 114 kilómetros.
Distancia total: 495 kilómetros.
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