DÍA 10
Durante los días que llevamos viajando hemos tenido un tiempo increíble, pero hoy la cosa se tuerce, y las nubes que aparecen por la mañana acabarán cubriéndolo todo y darán al cielo una apariencia borrascosa. La A1 se mueve otra vez hacia el interior. De esta zona traía apuntados lugares interesantes como el Promontorio Wilson o el Cabo Paterson, pero el desvío que exigen es considerable, y el miedo a la falta de tiempo nos hace continuar. Nuestro destino por tanto es Phillip Island. Este sitio es famoso por la Penguin Parade, un lugar donde al atardecer es posible ver a una colonia de diminutos pingüinos azules saliendo del mar y dirigiéndose a sus madrigueras. Dicho así no suena del todo mal, pero el estalache que han montado allí no es ni medio normal, empezando por los mastodónticos edificios y terminando por unas gradas levantadas frente al mar con capacidad para 3.000 personas. Más que a un fenómeno de la naturaleza parece que uno asistiera a la final de su equipo favorito. Además, el hecho de mercantilizar lo que el universo da gratis... Esto de aquí es la versión corregida y aumentada de lo que había en Nueva Zelanda: si no pasamos por el aro entonces, desde luego no vamos a pasar ahora.
En cambio en Phillip Island hay otro sitio mucho más interesante: el Koala Conservation Reserve. Al parecer, también esto lo financian los de los pingüinos, pero se trata de un lugar con menos pretensiones. Pensábamos ir a visitarlo mañana, pero la psicosis del tiempo nos puede y decidimos aprovechar e ir esta tarde. Para ello primero buscamos alojamiento en la pequeña localidad de San Remo, justo antes de cruzar a la isla. Los últimos kilómetros se vuelven difíciles porque toca lidiar con un enemigo nuevo: el viento.
El San Remo Beachfront Caravan Park parece desierto. Pensamos ya en marcharnos cuando aparece un tipo que nos hace el checking. Cuando entramos a tomar posesión de nuestra parcela nos damos cuenta de lo diminuto del lugar: solo tiene una calle de ida y otra de vuelta. Y los sitios libres son pocos: como ayer, en realidad se trata de una urbanización camuflada. Supongo que obligarán, como en España, a disponer de algunas parcelas libres para los trashumantes como nosotros.
Comemos y nos vamos adonde los koalas. Entonces sucede el primer
percance: la salida es tan estrecha que me llevo por delante el seto
con el retrovisor izquierdo. Nada grave, solo se ha plegado hacia
dentro. Aunque, como veremos después, esto traerá consecuencias.
Usan las horquillas de los árboles de cama |
Cruzamos a Phillip Island por un puente. Sigue el viento y las nubes
amenazan lluvia, pero de momento la cosa aguanta. 13 kilómetros
después llegamos a destino. El lugar consiste en una serie de
recintos cerrados con pasarelas de madera. Y allí, durmiendo
plácidamente en las horquillas de los árboles, están ellos. Y digo
durmiendo, porque al parecer solo permanecen despiertos cuatro horas
al día. Se mueven tan poco que allí donde esté un koala hay
siempre colocado un panel explicativo: si el koala se mueve, mueven
el panel, aunque creo que las cuidadoras tienen poco trabajo (están
más pendientes creo yo de los visitantes, no sea que a alguno se le
ocurra la genial idea de intentar coger o tocar al animal).
Qué fastidio, oiga: hoy solo he dormido diez horas |
Durante el paseo tenemos ocasión de contemplar, a escasos metros de
distancia, a varias hembras y a algún macho. Qué decir de lo
tiernos y adorables que son (las imágenes de koalas pidiendo agua a
los humanos durante los incendios de 2019 dieron la vuelta al mundo).
Una mamá, semidormida, empuja la cabeza de su cría dentro del
marsupio, que hoy hace mucho frío fuera. El hecho de poder
observarlos tan de cerca se debe a que sobre sus cabezas, a unos diez
metros de altura, han instalado cercos de plástico que rodean los
troncos y les impiden trepar más arriba. Porque comprobamos que son
estupendos escaladores: fuera del recinto divisamos uno encaramado a
una altura increíble, aferrado a las últimas y frágiles ramas
agitadas por el viento.
Cuqui, ¿eh? |
Finalizada la visita, nos damos una vuelta por el centro de
interpretación. Así nos enteramos de que, pese a las apariencias,
su pelaje no es suave sino áspero, imagino que al estilo del wómbat,
que por cierto es su único pariente vivo. También que se alimenta
exclusivamente de hojas de eucalipto (unas 30 especies, de las 650
que existen). Que vive en el sur y el este de Australia. Que con
anterioridad había millones, y que la pérdida de hábitat, las
sequías, los incendios, los atropellos y las enfermedades han
reducido drásticamente su número. Abandonamos el centro con una
mezcla de ternura y desazón.
La tarde todavía nos reserva otro disgusto: al regresar al cámping, y con la seguridad de quien conoce el terreno, me abro a la izquierda para entrar de frente en la parcela. Entonces suena un siniestro crujido: hemos tocado con una rama alta. Aunque hace ya muchos años de la experiencia del Geirangerfjord, no he olvidado la lección: pongo la marcha atrás y cuidadosamente deshago el camino que he hecho para nuestro mal. Cuando noto que ya me he desenganchado, bajo a comprobar los daños: la esquina superior izquierda de la auto ha rozado con el muñón de una rama camuflado entre las hojas. Por suerte, la carcasa no parece perforada, lo que no impide que mi último sentimiento antes de dormirme sea de disgusto: a este ritmo, vamos a llegar a Alice Springs con la autocaravana hecha trizas.
Distancia parcial: 315 km.
Distancia total: 1.340 km.
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