viernes, 25 de noviembre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (28)

18 de agosto
Temperatura al amanecer: 12º C
Snells Beach es una segunda residencia para los urbanitas de Auckland, y la pueblan estupendos chalets orientados a la bahía con ese estilo tan neozelandés que subordina el lujo a la funcionalidad. El dueño de la caravana que está a nuestro lado tiene pegado un cartel por el interior de la ventana donde dice: "Jubilado ¡y gastándolo!" Quienes pasan se detienen, lo leen, lo comentan y se ríen.

Snells Beach
Iniciamos ruta buscando nuestro penúltimo destino, la Waipoua Forest, 180 kilómetros hacia el Norte. Primero seguimos la SH 1 hasta Brynderwyn, y aquí nos desviamos por la SH 12, dirección Oeste. El tráfico, que ha ido menguando a medida que nos alejábamos de Auckland, cesa casi por completo y prácticamente desaparecen los pueblos. Es como si de repente hubiéramos ingresado en otro país dentro de este país de contrastes.
Al llegar al Wairoa River, justo donde este se convierte en un enorme estuario, torcemos de nuevo hacia el Norte. Al llegar a Dargaville paramos a echar gasoil. El precio es sensiblemente más alto que en las zonas más pobladas. Pero si echas más de cuarenta dólares te hacen un considerable descuento, que está calculado para disuadir a los locales de  viajar en busca de combustible barato.
Desde Dargaville hasta el Bosque de Waipoua tenemos aún 50 kilómetros. Dicho lugar fue declarado reserva forestal en 1952, y constituye un vestigio de los inmensos bosques de kauris que cubrieron el Norte de la isla. Actualmente su administración recae en la tribu local, a la que se le devolvió como compensación parcial por el incumplimiento inglés del Tratado de Waitangi. Hay un centro de visitantes, pero lo pasamos de largo: venimos a ver árboles, árboles como no los hay en nuestra tierra.

The Four Sisters
Caminando por el bosque
Tronco de kauri
Paramos en un aparcamiento señalizado que se halla cerca de la carretera. Solo hay un coche. Antes de adentrarnos en el bosque, debemos pasar por un curioso sistema de cortafuegos biológico: limpiamos las sueltas de las botas en una especie de rodillos similares a los de los túneles de limpieza de vehículos, aunque lógicamente mucho más pequeños. A continuación pisamos en una especie de esponja impregnada en líquido desinfectante. Al parecer estas precauciones no son gratuitas, pues los microorganismos importados están matando a los kauris. Se te pide que realices el proceso tanto al entrar como al salir.
Una vez higienizados, nos adentramos en la espesura. A 600 metros de distancia está The Four Sisters, un conjunto de cuatro grandes kauris fusionados por la base. Una pasarela de madera rodea los árboles: por todos sitios hay carteles advirtiendo que no pises cerca del árbol, porque matas las raíces superficiales y al final se muere. Parece mentira que estos gigantes sean tan delicados.
Aunque, para coloso, el Te Matua Ngahere (el Padre del Bosque), ubicado 800 metros más allá. No por la altura, ciertamente, ya que alcanza solo treinta metros, sino por su circunferencia: con 16,4 metros, es el kauri vivo de mayor perímetro. De hecho, cuando lo descubres entre la vegetación parece que estás viendo una roca o una pared, no un ser vivo.

Te Matua Ngahere
Hacia las nubes
En este lugar hay un par de bancos, así que nos aposentamos y sacamos nuestro almuerzo. Aparecen dos chicos jóvenes. Sin duda vienen a disfrutar de la paz y la magia del sitio, pero Inari está hoy especialmente revoltoso, y no hay manera de que se calle. Tengo la sensación de que se marchan un tanto decepcionados.

Estos son mis poderes (y mis debilidades)
Desandamos ahora camino y, a poco de sobrepasar The Four Sisters, torcemos por un camino a la derecha. Hasta el Yakas hay algo más de dos kilómetros, y aunque no viniéramos a ver un árbol excepcional, el recorrido por sí solo ya valdría la pena. Parece que caminemos por la selva amazónica; a ambos lados del camino encontramos ejemplares de kauris que no tendrán nombre propio, pero que también son espectaculares: sus enormes troncos rectilíneos suben disparados hacia arriba, no me extraña que fueran tan apreciados por los constructores de barcos.
Llegamos a un lugar denominado Cathedral Grove. No entiendes el porqué del nombre hasta que descubres que los kauris, por su distribución,  se asemejan a las pilastras de un templo gótico. Sin embargo, yo experimento aquí más fervor que en una iglesia porque, a diferencia de esta, aquí todo es naturaleza, y está vivo.

Hacia el Yakas
Hacia el Yakas
Descomunal Yakas
Un par de minutos y llegamos al Yakas, que es el séptimo kauri más grande de Nueva Zelanda: la circunferencia de su tronco es de 12,29 metros, y su altura total alcanza los 43. Por fortuna, la pasarela que rodea el tronco se acerca hasta la base y podemos acercarnos y tocarlo. Aparece una pareja de mediana edad. El hombre se acerca al tronco y lo abraza. Ella parece más remisa, quizá por nuestra presencia, pero al final se anima. Los vemos tan asequibles que inmediatamente pegamos la hebra: son australianos, de Perth, y este viaje lo han hecho solo para ver los kauris. Son encantadores, simpáticos. Conocen España. Les sacamos fotos con su cámara y ellos nos devuelven la recíproca. Se marchan.

El Tane Mahuta. En la foto no parece gran cosa.
La vuelta se nos hace un poco larga, particularmente a Inari. Una vez en la auto, seguimos carretera abajo, durante un kilómetro. Aquí, a poco más de cien metros del aparcamiento, está la traca final: el Tane Mahuta, que es el nombre del dios maorí del bosque. Y no en vano, ya que es el kauri más grande que existe. Posiblemente sea también el más longevo, pues la edad se le calcula entre mil doscientos y dos mil años. Qué decir ante esta abrumadora fortaleza que se eleva hacia las nubes. Solo experimentas dos sentimientos: el de su infinita grandeza y el de tu propia insignificancia. Es tan grande que tienes que tomar distancia para no desgraciarte las cervicales. Tenemos, además, la infinita suerte de que en el lugar no hay ni un alma. Siento lo más parecido a la devoción que puede uno experimentar frente a un ser vivo.

Estuario del Hokianga
Estuario del Hokianga
Continuamos periplo hacia el Norte, en dirección a Kaitaia. Entre las localidades de Omapere y Opononi bordeamos el bello estuario del río Hokianga. Por lo visto en Rawene existe un ferry que lo cruza, pero no conocemos disponibilidad ni horarios. La luz está decayendo, y no es cosa de perder tiempo en averiguaciones. El rodeo por tierra supone 40 kilómetros extra, pero es lo que hay. Salimos de nuevo a la Estatal 1, y nos las vemos de nuevo con un tráfico que no es abundante pero sí extraordinariamente agresivo, y no solo con nosotros: nos adelantan consecutivamente dos coches con una separación entre uno y otro de apenas un metro. Contemplo hipnotizado como el de atrás amaga mientras que el otro aguanta, hasta que ambos se pierden en la distancia. Me quedo a cuadros, porque en mi vida he visto opositar de esta forma al suicidio.
Pasamos una zona de montaña que a oscuras se hace bastante dificultosa, y por fin llegamos a Kaitaia. Nuestra idea era dormir junto a la zona deportiva, pero nuestro gozo en un pozo: se celebra algún tipo de certamen deportivo, y las personas y los vehículos se cuentan por cientos. Mejor nos abrimos. A 8 kilómetros se encuentra Awanui, que también cuenta con zona deportiva pernoctable y donde por fortuna hoy no se celebra nada. Llegamos y aparcamos junto a un edificio. A través de las ventanas podemos observar a varios tíos machacando en máquinas de pesas. Doy una vuelta a lo largo del terreno de rugby en busca de un sitio que no esté tan cerca de la carretera, pero constato que junto al gimnasio hay una vivienda habitada, imagino que la del guarda, y no es cuestión de entrar hasta la cocina sin pedir permiso. Nos quedamos en el aparcamiento de la entrada. Los culturistas ya se han ido, y al rato llega una furgoneta de la que no sale nadie. Todos a dormir.

Kilómetros etapa: 311
Kilómetros viaje: 5.368

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