13 de agosto
Temperatura al
amanecer: 7º C
Han caído chuzos de
punta toda la noche, y la previsión es que siga así hasta mediodía. ¿Qué
hacemos?
El plan para hoy era
recorrer la orilla de Lago Taupo siguiendo las paredes del antiguo volcán, pero
con este tiempo no vamos a ver nada. Por otro lado, tenemos pendiente la visita
a las cuevas de Waitomo. Como ya dije, nos caen un poco a trasmano, así que lo
mismo nos da ir desde aquí que desde Taupo o incluso desde Rotorua. Por tanto,
decidido, hoy tocan luciérnagas. Por si acaso, llamamos por teléfono antes para
cerciorarnos de que se encuentran abiertas.
Antes de salir nos
sucede el segundo percance autocaravanil: estoy enfrascado en vaciar y repostar
y abro la puerta corredera. Como hay algo de inclinación y pesa bastante, se
desliza hasta el final de los rieles, solapándose con la la portezuela que
protege la entrada de las limpias. He dejado las llaves del vehículo en la
cerradura de esta, y cuando quiero darme cuenta la pequeña llave está doblada y
partida. Vaya por Dios, disgusto similar al del tapón de las grises. Además, la
puertecita de marras ya no encaja de ninguna de las maneras. La aseguro con un
trozo de plástico, esperando que aguante.
Caminito de Waitomo |
Asumido el disgusto,
nos ponemos en marcha para recorrer los 160 kilómetros que
nos separan de Waitomo, primero hacia el Oeste y luego hacia el Norte. El
paisaje es montañoso, de colinas deforestadas. Al llegar a la SH 4 el tráfico aumenta en
intensidad y en la correspondiente proporción de gilipollas al volante. Un todo
terreno circula como alma que lleva el diablo nos adelanta en un tramo de
curvas. Kilómetros más adelante lo vemos orillado en el arcén; mientras el hombre
continúa al volante, impertérrito, una mujer asiste a la niña de unos diez
años, que vomita afuera como una descosida. Poco después nos vuelven a
adelantar y otra vez, como era previsible, asistimos a la escena repetida de la
parada y los vómitos. Desde luego, con padres así para qué quiere uno enemigos.
Hace un rato que ha
dejado de llover, y para cuando llegamos a Waitomo parece que quiere salir el
sol. Hay bastantes vehículos en el aparcamiento, me pregunto cómo será esto en
temporada alta.
Cruzamos la
carretera y llegamos al centro de recepción, un edificio de cristal y madera que
conjuga la vanguardia con ancestrales tótems. Nos dirigimos a la primera de las
taquillas y le preguntamos a la chica, no muy convencidos, que si es cierto que
los conductores de Maui no pagan.
Resulta ser verdad, menos mal que me he subido el voucher que lo demuestra. Es posible acumular dicho descuento al de
los combos, así que compramos entrada
para las cuevas de Glowworm y Ruakuri. Nuestra
taquillera tiene un rostro a la vez exótico e indefiniblemente familiar. Cuando
ve mi pasaporte nos explica que su madre es maorí, y su padre español. De
hecho, esto último lo dice en nuestro idioma, más o menos mispronounced. Justo a tiempo, porque he estado a punto de hacer un
comentario no muy adecuado en voz alta, como ocurre muchas veces cuando uno
está en sitios donde sabe que no le van a entender.
Tótem maorí |
Totem maorí |
Tótem maorí |
Tótem maorí |
Tótem maorí |
La entrada al primer
recorrido está aquí al lado, así que nos ponemos a la cola en espera de que
llegue el guía. Este resulta ser un maorí ya entradito en años, calvo por la
coronilla y con largas y abundantes melenas canas en el resto: parece un viejo rockero.
Luego es muy campechano y agradable y trasluce, como hemos visto en muchos
maoríes, un permanente aire de chanza que recuerda al humor andaluz. Parece que
de buenas a primeras va a interrumpir la explicación para decir: "Conosen ustede aquer que dise..."
Bromas aparte, imagino lo mal que lo tuvieron que pasar los maoríes cuando la
invasión británica, pero si comparamos su situación hoy (inserción social,
reconocimiento de su cultura) con la de otras minorías, como los indios
norteamericanos o los aborígenes de Australia, hay que reconocer que están muy
bien.
En el grupo hay
varias familias chinas. Intento mantenerme alejado de ellas, pero resulta
imposible: los niños corretean de aquí para allá y arrempujan sin ningún miramiento; los padres desdeñan las explicaciones
de nuestro buen guía y hablan a gritos en mandarín. Por suerte, en el
embarcadero logramos zafarnos metiéndonos en un bote donde solo van
occidentales. El más pedorro de los niños intenta también subir, pero como su
familia no cabe lo echan fuera.
El recorrido en
barca es breve pero intenso, en absoluto silencio y oscuridad. Una chica de la
organización dirige la barca con una pértiga, pero es tan sigilosa que parece que
esta se moviera sola por una suerte de Laguna Estigia. Sobrecoge el techo de
tan iluminado: son miles y miles las luciérnagas que viven aquí, aunque más
parece que estemos asistiendo a la contemplación del cielo estrellado y la
conciencia de nuestra propia insignificancia.
Me pregunto qué
comen todos estos gusanos de luz en lo más profundo de una cueva. La respuesta
la tengo cuando llegamos al desembarcadero: un río entra por aquí. En él viven
millones de larvas de mosquito. Cuando una de ellas tiene la desafortunada idea
de nacer dentro de la cueva, se ve irremisiblemente atraída por las luces del
techo tal vez creyendo, como yo, que son astros siderales. Que donde uno cree
que hay galaxias simplemente te esperen bocas hambrientas parece un final de lo
más cutre.
Salida de la Cueva de las Luciérnagas |
El río que entra en la cueva |
Salimos de la cueva
y miramos el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos para que nos recoja la shuttle que nos lleve a la cueva de
Ruakuri. Como ya es mediodía, nos acercamos a la auto y nos preparamos unos
bocatas de emergencia. Luego volvemos a la zona de las taquillas. Aquí hay dos
bancos, situados perpendicularmente uno respecto al otro pero bastante
separados. Llegan los cinco miembros de una familia china. Los niños se sientan
ocupan libre y las dos mujeres, ni cortas ni perezosas, se sientan en el
nuestro. El hombre, por su parte, permanece de pie, frente a mí, observándome
sin ningún pudor. Tal como estoy sentado, sus partes innobles penden a un metro
escaso de mi cara. Intento alejarme de tan perturbadora visión, pero no sé
donde mirar porque si levanto la vista hacia arriba y me encuentro con su jeto
aumentará la furia que estoy sintiendo a cuenta de su grosero proceder. En este
instante me asalta una revelación acongojante: jamás visitaré la Gran Muralla. Me
vienen a la memoria las palabras de Javier Reverte en su último libro
referentes a los chinos: no es que sean maleducados, es que no tienen ninguna
educación, que es distinto. Cuenta que por eso no se asombraban de que él
también se abriera paso a codazos cuando se saltaban la cola, sino que se
cabreara mientras lo hacía. Tiemblo cuando pienso en el día en que el turismo
de esta nacionalidad se generalice y haya que aguantarlos, con sus desaires y
sus genitales, por todos los rincones del planeta.
Llega por fin el
microbús y subimos a él, chinos incluidos. Yo esperaba conductor, pero es
conductora y además jovencísima. Ni ella ni la guía tienen más de veinticinco
años, y charlan entre sí con la animación de la juventud. La segunda tiene un
defecto en una de sus manos, pero no consigo saber cuál es porque se las
arregla para mantenerla siempre oculta. También con nosotros se muestra muy alegre
y expansiva, y se dirige a nosotros llamándonos continuamente guys. A mí esta manera informal de
tratarnos, bastante usual por estos lares, me descoloca un poco. Que ya tenemos
una edad; y que acabamos de conocernos, oiga.
Entrada a Ruakuri |
Ruakuri Cave |
Ruakuri Cave |
De camino a nuestra
cueva paramos en la de Aranui, donde suben dos hombres y una mujer. De ella no retengo
rasgos destacables; el que parece su marido, en cambio, luce pelo a lo Jackie
Chan, y el que parece su amigo recuerda mucho por los rasgos ascéticos a David
Carradine. Antes de meternos bajo tierra, nuestra guía nos da algunos consejos
y pregunta por nuestro país de origen. Cuando llega al Pequeño Saltamontes este
responde: "China", y pone
una cara que yo interpreto como "¿Es
que no se nota?" La verdad es que tanto él como la pareja amiga me
caen bien, se muestran muy discretos y hacen gala de un comportamiento bastante
menos arrabalero que sus paisanos aquí presentes.
La entrada a Ruakuri
se efectúa por una rampa en forma de caracol que desciende quince metros.
Nuestra guía abre una enorme puerta cerrada con código y a continuación nos
adentramos en un laberinto imposible de túneles, pasarelas, cascadas
subterráneas y luciérnagas. Allí donde las estructuras de caliza están muy
próximas, un sensor de proximidad avisa para que no andes toqueteando lo que no
debes.
Gusanos de luz |
Gusanos de luz |
Gusanos de luz |
El recorrido es
bastante más largo que el de la primera cueva, y sería fácil perderse de no ir
acompañado. Nuestra guía ejerce un control discreto sobre el grupo, procurando
que nadie se quede retrasado, pero sin agobiar. Es tan comunicativa que hasta
yo me atrevo a hacerle alguna pregunta, a la que responde de corrido como si yo
manejase la lengua de Shakespeare desde mi tierna infancia. Pero no me importa,
porque ya me tiene ganado. En el grupo hay una pareja de norteamericanos algo
mayores que nosotros. Les oigo hablar con la guía acerca de Trump. Si entender
gran cosa, resulta evidente que entre los tres le están poniendo a caldo.
Ruakuri |
Fósil de concha en Ruakuri |
Ruakuri |
Hora y media después
finalizamos el recorrido. Hay quien dice que la cueva está hechizada. No sé si
llega a tanto, pero es cierto que sales de aquí con una sensación particular. Justo
donde empieza la rampa en forma de hélice, en el centro, hay una gran piedra
sobre la que se desploma desde las alturas un chorro de agua. Por lo visto, es
costumbre lavarse las manos al salir para limpiarse del tapu. Además de las manos, yo me mojo la cara, las orejas, la nuca.
Percibo miradas de censura pero me da igual, soy feliz con estas pequeñas
libertades.
Volvemos a la superficie.
Cuando subimos al autobús, la familia china ya ha ocupado nuestros asientos.
Paramos de nuevo en Aranui para que bajen Jackie Chan, su amigo y su mujer,
deben de tener por ahí el coche. Al salir se despiden educadamente y a mí me da
pena de que se vayan, pues me hacen concebir esperanzas respecto a su nación, y
también recordar que gente de toda laya la hay en todos sitios.
Ya en el centro de
recepción, Inari y yo hacemos una excursión a la tienda de recuerdos. Es
bastante cara, pero un día es un día:
compro una guía de localizaciones del rodaje de El Señor de los Anillos, un libro infantil y un CD de música maorí
titulado HAERE MAI, con el que estrenamos el equipo de música de la auto. En
las canciones contrastan las angelicales voces de aire hawaiano del St Joseph´s Maori Girls´College con las
atronadoramente guerreras, más propias de la haka, de los mozos del Te
Aute College. La primera, He Puru Taitama, parece la versión original de una canción popularizada por
nuestros lares por un grupo musical infantil.
Camino del mirador |
Haere mai es cuando llegas, y Haere ra cuando te marchas |
Nos marchamos, no
sin antes subir hasta un mirador desde el que se contemplan el pueblo y las
colinas circundantes.
Volvemos por el
mismo camino de la venida hasta Te Kuiti, y aquí nos desviamos hacia la orilla
Norte del lago. Hace rato que se ha hecho de noche, y los 150 kilómetros sin
pueblos y sin apenas tráfico se hacen interminables. De vez en cuando, en las
colinas, vemos fantasmales luces. Proceden de las ventanas de las granjas que,
como no tienen postigos ni persianas, se divisan a kilómetros.
Finalmente llegamos
a Taupo. Cruzamos la ciudad y damos enseguida con el aparcamiento, junto al puerto deportivo, que se halla abarrotado de furgonetas y vehículos variados.
Teóricamente es un parking para self-contained,
pero parece que hacen la vista gorda, al menos en temporada baja.
Noche estrellada,
silenciosa. Con luciérnagas.
Kilómetros etapa:
314
Kilómetros viaje: 4.447
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