domingo, 6 de noviembre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (23)

13 de agosto
Temperatura al amanecer: 7º C
Han caído chuzos de punta toda la noche, y la previsión es que siga así hasta mediodía. ¿Qué hacemos?
El plan para hoy era recorrer la orilla de Lago Taupo siguiendo las paredes del antiguo volcán, pero con este tiempo no vamos a ver nada. Por otro lado, tenemos pendiente la visita a las cuevas de Waitomo. Como ya dije, nos caen un poco a trasmano, así que lo mismo nos da ir desde aquí que desde Taupo o incluso desde Rotorua. Por tanto, decidido, hoy tocan luciérnagas. Por si acaso, llamamos por teléfono antes para cerciorarnos de que se encuentran abiertas.
Antes de salir nos sucede el segundo percance autocaravanil: estoy enfrascado en vaciar y repostar y abro la puerta corredera. Como hay algo de inclinación y pesa bastante, se desliza hasta el final de los rieles, solapándose con la la portezuela que protege la entrada de las limpias. He dejado las llaves del vehículo en la cerradura de esta, y cuando quiero darme cuenta la pequeña llave está doblada y partida. Vaya por Dios, disgusto similar al del tapón de las grises. Además, la puertecita de marras ya no encaja de ninguna de las maneras. La aseguro con un trozo de plástico, esperando que aguante.
Caminito de Waitomo
Asumido el disgusto, nos ponemos en marcha para recorrer los 160 kilómetros que nos separan de Waitomo, primero hacia el Oeste y luego hacia el Norte. El paisaje es montañoso, de colinas deforestadas. Al llegar a la SH 4 el tráfico aumenta en intensidad y en la correspondiente proporción de gilipollas al volante. Un todo terreno circula como alma que lleva el diablo nos adelanta en un tramo de curvas. Kilómetros más adelante lo vemos orillado en el arcén; mientras el hombre continúa al volante, impertérrito, una mujer asiste a la niña de unos diez años, que vomita afuera como una descosida. Poco después nos vuelven a adelantar y otra vez, como era previsible, asistimos a la escena repetida de la parada y los vómitos. Desde luego, con padres así para qué quiere uno enemigos.
Hace un rato que ha dejado de llover, y para cuando llegamos a Waitomo parece que quiere salir el sol. Hay bastantes vehículos en el aparcamiento, me pregunto cómo será esto en temporada alta.
Cruzamos la carretera y llegamos al centro de recepción, un edificio de cristal y madera que conjuga la vanguardia con ancestrales tótems. Nos dirigimos a la primera de las taquillas y le preguntamos a la chica, no muy convencidos, que si es cierto que los conductores de Maui no pagan. Resulta ser verdad, menos mal que me he subido el voucher que lo demuestra. Es posible acumular dicho descuento al de los combos, así que compramos entrada para las cuevas de Glowworm y Ruakuri.  Nuestra taquillera tiene un rostro a la vez exótico e indefiniblemente familiar. Cuando ve mi pasaporte nos explica que su madre es maorí, y su padre español. De hecho, esto último lo dice en nuestro idioma, más o menos mispronounced. Justo a tiempo, porque he estado a punto de hacer un comentario no muy adecuado en voz alta, como ocurre muchas veces cuando uno está en sitios donde sabe que no le van a entender.

Tótem maorí
Totem maorí
Tótem maorí
Tótem maorí
Tótem maorí
La entrada al primer recorrido está aquí al lado, así que nos ponemos a la cola en espera de que llegue el guía. Este resulta ser un maorí ya entradito en años, calvo por la coronilla y con largas y abundantes melenas canas en el resto: parece un viejo rockero. Luego es muy campechano y agradable y trasluce, como hemos visto en muchos maoríes, un permanente aire de chanza que recuerda al humor andaluz. Parece que de buenas a primeras va a interrumpir la explicación para decir: "Conosen ustede aquer que dise..." Bromas aparte, imagino lo mal que lo tuvieron que pasar los maoríes cuando la invasión británica, pero si comparamos su situación hoy (inserción social, reconocimiento de su cultura) con la de otras minorías, como los indios norteamericanos o los aborígenes de Australia, hay que reconocer que están muy bien.
En el grupo hay varias familias chinas. Intento mantenerme alejado de ellas, pero resulta imposible: los niños corretean de aquí para allá y arrempujan sin ningún miramiento; los padres desdeñan las explicaciones de nuestro buen guía y hablan a gritos en mandarín. Por suerte, en el embarcadero logramos zafarnos metiéndonos en un bote donde solo van occidentales. El más pedorro de los niños intenta también subir, pero como su familia no cabe lo echan fuera.
El recorrido en barca es breve pero intenso, en absoluto silencio y oscuridad. Una chica de la organización dirige la barca con una pértiga, pero es tan sigilosa que parece que esta se moviera sola por una suerte de Laguna Estigia. Sobrecoge el techo de tan iluminado: son miles y miles las luciérnagas que viven aquí, aunque más parece que estemos asistiendo a la contemplación del cielo estrellado y la conciencia de nuestra propia insignificancia.
Me pregunto qué comen todos estos gusanos de luz en lo más profundo de una cueva. La respuesta la tengo cuando llegamos al desembarcadero: un río entra por aquí. En él viven millones de larvas de mosquito. Cuando una de ellas tiene la desafortunada idea de nacer dentro de la cueva, se ve irremisiblemente atraída por las luces del techo tal vez creyendo, como yo, que son astros siderales. Que donde uno cree que hay galaxias simplemente te esperen bocas hambrientas parece un final de lo más cutre.

Salida de la Cueva de las Luciérnagas
El río que entra en la cueva
Salimos de la cueva y miramos el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos para que nos recoja la shuttle que nos lleve a la cueva de Ruakuri. Como ya es mediodía, nos acercamos a la auto y nos preparamos unos bocatas de emergencia. Luego volvemos a la zona de las taquillas. Aquí hay dos bancos, situados perpendicularmente uno respecto al otro pero bastante separados. Llegan los cinco miembros de una familia china. Los niños se sientan ocupan libre y las dos mujeres, ni cortas ni perezosas, se sientan en el nuestro. El hombre, por su parte, permanece de pie, frente a mí, observándome sin ningún pudor. Tal como estoy sentado, sus partes innobles penden a un metro escaso de mi cara. Intento alejarme de tan perturbadora visión, pero no sé donde mirar porque si levanto la vista hacia arriba y me encuentro con su jeto aumentará la furia que estoy sintiendo a cuenta de su grosero proceder. En este instante me asalta una revelación acongojante: jamás visitaré la Gran Muralla. Me vienen a la memoria las palabras de Javier Reverte en su último libro referentes a los chinos: no es que sean maleducados, es que no tienen ninguna educación, que es distinto. Cuenta que por eso no se asombraban de que él también se abriera paso a codazos cuando se saltaban la cola, sino que se cabreara mientras lo hacía. Tiemblo cuando pienso en el día en que el turismo de esta nacionalidad se generalice y haya que aguantarlos, con sus desaires y sus genitales, por todos los rincones del planeta.
Llega por fin el microbús y subimos a él, chinos incluidos. Yo esperaba conductor, pero es conductora y además jovencísima. Ni ella ni la guía tienen más de veinticinco años, y charlan entre sí con la animación de la juventud. La segunda tiene un defecto en una de sus manos, pero no consigo saber cuál es porque se las arregla para mantenerla siempre oculta. También con nosotros se muestra muy alegre y expansiva, y se dirige a nosotros llamándonos continuamente guys. A mí esta manera informal de tratarnos, bastante usual por estos lares, me descoloca un poco. Que ya tenemos una edad; y que acabamos de conocernos, oiga.

Entrada a Ruakuri
Ruakuri Cave 
Ruakuri Cave
De camino a nuestra cueva paramos en la de Aranui, donde suben dos hombres y una mujer. De ella no retengo rasgos destacables; el que parece su marido, en cambio, luce pelo a lo Jackie Chan, y el que parece su amigo recuerda mucho por los rasgos ascéticos a David Carradine. Antes de meternos bajo tierra, nuestra guía nos da algunos consejos y pregunta por nuestro país de origen. Cuando llega al Pequeño Saltamontes este responde: "China", y pone una cara que yo interpreto como "¿Es que no se nota?" La verdad es que tanto él como la pareja amiga me caen bien, se muestran muy discretos y hacen gala de un comportamiento bastante menos arrabalero que sus paisanos aquí presentes.
La entrada a Ruakuri se efectúa por una rampa en forma de caracol que desciende quince metros. Nuestra guía abre una enorme puerta cerrada con código y a continuación nos adentramos en un laberinto imposible de túneles, pasarelas, cascadas subterráneas y luciérnagas. Allí donde las estructuras de caliza están muy próximas, un sensor de proximidad avisa para que no andes toqueteando lo que no debes.

Gusanos de luz
Gusanos de luz
Gusanos de luz
El recorrido es bastante más largo que el de la primera cueva, y sería fácil perderse de no ir acompañado. Nuestra guía ejerce un control discreto sobre el grupo, procurando que nadie se quede retrasado, pero sin agobiar. Es tan comunicativa que hasta yo me atrevo a hacerle alguna pregunta, a la que responde de corrido como si yo manejase la lengua de Shakespeare desde mi tierna infancia. Pero no me importa, porque ya me tiene ganado. En el grupo hay una pareja de norteamericanos algo mayores que nosotros. Les oigo hablar con la guía acerca de Trump. Si entender gran cosa, resulta evidente que entre los tres le están poniendo a caldo.

Ruakuri
Fósil de concha en Ruakuri
Ruakuri
Hora y media después finalizamos el recorrido. Hay quien dice que la cueva está hechizada. No sé si llega a tanto, pero es cierto que sales de aquí con una sensación particular. Justo donde empieza la rampa en forma de hélice, en el centro, hay una gran piedra sobre la que se desploma desde las alturas un chorro de agua. Por lo visto, es costumbre lavarse las manos al salir para limpiarse del tapu. Además de las manos, yo me mojo la cara, las orejas, la nuca. Percibo miradas de censura pero me da igual, soy feliz con estas pequeñas libertades.
Volvemos a la superficie. Cuando subimos al autobús, la familia china ya ha ocupado nuestros asientos. Paramos de nuevo en Aranui para que bajen Jackie Chan, su amigo y su mujer, deben de tener por ahí el coche. Al salir se despiden educadamente y a mí me da pena de que se vayan, pues me hacen concebir esperanzas respecto a su nación, y también recordar que gente de toda laya la hay en todos sitios.
Ya en el centro de recepción, Inari y yo hacemos una excursión a la tienda de recuerdos. Es bastante cara, pero un día es un día:  compro una guía de localizaciones del rodaje de El Señor de los Anillos, un libro infantil y un CD de música maorí titulado HAERE MAI, con el que estrenamos el equipo de música de la auto. En las canciones contrastan las angelicales voces de aire hawaiano del St Joseph´s Maori Girls´College con las atronadoramente guerreras, más propias de la haka, de los mozos del Te Aute College. La primera, He Puru Taitama, parece la versión original de una canción popularizada por nuestros lares por un grupo musical infantil.

Camino del mirador
Haere mai es cuando llegas, y Haere ra cuando te marchas
Nos marchamos, no sin antes subir hasta un mirador desde el que se contemplan el pueblo y las colinas circundantes.
Volvemos por el mismo camino de la venida hasta Te Kuiti, y aquí nos desviamos hacia la orilla Norte del lago. Hace rato que se ha hecho de noche, y los 150 kilómetros sin pueblos y sin apenas tráfico se hacen interminables. De vez en cuando, en las colinas, vemos fantasmales luces. Proceden de las ventanas de las granjas que, como no tienen postigos ni persianas, se divisan a kilómetros.
Finalmente llegamos a Taupo. Cruzamos la ciudad y damos enseguida con el aparcamiento, junto al puerto deportivo, que se halla abarrotado de furgonetas y vehículos variados. Teóricamente es un parking para self-contained, pero parece que hacen la vista gorda, al menos en temporada baja.
Noche estrellada, silenciosa. Con luciérnagas.


Kilómetros etapa: 314
Kilómetros viaje: 4.447

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