domingo, 20 de noviembre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (27)

17 de agosto
Temperatura al amanecer: 9º C
Resulta estimulante nada más levantarse salir de la auto y sentir los efluvios marinos de la Mercury Bay. De nuevo el buen tiempo acompañará hoy nuestras andanzas. La Península de Coromandel se nos muestra misteriosa e invita a ser recorrida a través de sus laberínticas carreteras, pero todo no se puede: esta mañana la dedicaremos al principal motivo de nuestra visita: la Hot Water Beach, cuyo desvío pasamos ayer. He consultado el horario de mareas y parece que vamos a tener suerte: el agua aún está alta, pero ya ha empezado a bajar.

Mercury Bay
Mercury Bay
Llegados al lugar en cuestión, descubrimos que la playa es gratis, pero el parking no: dos dólares la hora. Como es temprano, damos una vuelta a ver si localizamos algo más barato o gratuito, pero ni modo. Sin embargo, gracias a ese paseo encontramos el sitio donde alquilan palas por cinco dólares. Anoche traté de confeccionar una partiendo por la mitad una garrafa de agua, pero el resultado no fue muy prometedor, así que nos llevamos una.
Las líneas delimitadoras del aparcamiento están pintadas, como casi siempre, pensando en los coches, y nos cuesta un poco acomodarnos sin invadir demasiado espacio. Quienes no parecen tener tanto problema son los ocupantes de una capuchina que, ni cortos ni perezosos, han aparcado perpendicularmente ocupando cuatro o cinco plazas. Aparece el encargado y me pide que no la coloque así; le tengo que explicar que no es la mía. Llama a la puerta, sin éxito: los pájaros han huido.
La playa
Las trincheras
Para acceder a la playa hay que cruzar un pequeño riachuelo. El agua no llega a las rodillas, pero causa una impresión enorme porque está helada. Caminamos hasta el sitio donde ya hay gente cavando trincheras. Hemos leído que es conveniente construir la piscina donde la arena parezca más caliente, pero en este sitio lo está tanto que quema los pies. Tanteando damos con un lugar donde la temperatura parece más soportable, y empezamos a horadar. La verdad que lo de la pala ha sido un acierto, porque el agua que hay inmediatamente debajo de la arena quema una barbaridad, y solo resulta tolerable cuando se mezcla con la que hay en la superficie.
En estas estamos cuando se presentan los cinco miembros de una familia francesa. Como ocurre muchas veces en las áreas de autocaravanas, el último que llega no se coloca donde está el grupo, sino al lado de estos que están solos, que seguro que es buen sitio. Pero una cosa es ponerse cerca y otra cerquísima (los compatriotas de esta gente lo llaman passe-moi le sel). A diferencia de nosotros, cada uno viene provisto de una pala, y en pocos minutos preparan una excavación que ríete tú de El Escorial. Su frontal lo han puesto a continuación del nuestro, pero a la hora de levantar la pared lateral, en lugar del ángulo recto eligen uno de ciento veinte grados, con lo cual y de forma irrremisible invaden nuestro territorio. Uno de los chavales, un musculoso adolescente, palea con tanto brío que me salpica con agua y arena. Yo me quejo. Los padres le riñen. Momentos de tensión que procuro rebajar hablándoles en francés. En el fondo lo que me gustaría es decirles lo que pienso de ellos (vous êtes des crétins), pero vamos a pasar dos horas aquí pegaditos y no es cuestión de amargarse la mañana. Como pequeña venganza, ahorro un montón de esfuerzo apoyando nuestro muro sobre su ciclópeo lateral. La madre mira desaprobadoramente pero no dice nada. Faltaría.
Al contar con menos medios excavadoriles, nuestra poza no es tan profunda como la suya, y eso se nota: un vientecillo que pasa sobre nuestro exiguo parapeto te deja helado. Aunque eso se soluciona fácilmente dándote la vuelta y poniendo a remojo la mitad del cuerpo expuesta. Y cuando el agua de la bañera se enfría, basta con excavar un poco para que aflore la de abajo,  más caliente. Al final acabas desarrollando toda una técnica para no quemarte las manos o los pies en el proceso.
Lo cierto es que hemos elegido bien el sitio (y nuestros amigos franceses también), porque otra gente intenta abrir su piscina en las inmediaciones y no saca nada en claro. Resulta, además, curioso estar aquí en bañador y ver a quienes pasean por la playa pertrechados con anoraks y encogidos de frío. Estos, a su vez, nos miran como si fuéramos marcianos.
Nuestros vecinos y nosotros terminamos el baño prácticamente al mismo tiempo. Mientras nos secamos y vestimos, una pareja que tiritaba en la poza de al lado toma posesión del estupendo jacuzzi de los galos. Nuevamente, la madre les mira con cara de vinagre. ¿Qué esperaba, llevarse las escrituras de propiedad a casa? Como guinda del pastel, al regresar al aparcamiento resulta evidente que son los dueños de la auto mal aparcada. Hay que ver cómo somos las personas humanas: con lo tiquismisquis que son en casa, me gustaría escuchar (o mejor no) lo que dirían si hiciéramos en Francia lo que ellos han hecho aquí.

Normativa autocaravanil en Tairua
Regresamos por el camino de ayer y nos vamos a comer a Tairua, donde además hacemos cambio de aguas. Luego nos ponemos en marcha enseguida: tenemos apenas tres días para visitar la zona Norte de la isla, y si queremos que nos dé tiempo es preciso cruzar Auckland hoy. Trazo la ruta en el navegador y, por vez primera, veo para qué sirve que tenga conexión a Internet: como tiene los datos del tráfico en tiempo real, aparece un delay de doce minutos en el centro de la ciudad. Bueno, no tiene importancia: estamos tan lejos que ya se habrá disuelto para cuando lleguemos.
Hasta ahora mi concepto de los conductores neozelandeses era que, en términos generales, se comportaban mejor que la media española. Sin embargo aquí, no sé si por la cercanía de Auckland o qué, da comienzo una pesadilla que, de haber ocurrido al principio, nos habría amargado considerablemente el viaje. Hace solo cinco minutos nos ha adelantado un coche que remolcaba una lancha. A nosotros nos ha sobrepasado con holgura, pero después lo ha intentado con otros dos vehículos solo cien metros antes de que empezara el carril de vehículos lentos... Y le ha aparecido uno de frente. Lo que hace la puñetera prisa. Algo más adelante por un camino lateral paralelo a nosotros circula un pequeño camión de los que señalizan y reparan carreteras. Dicho camino desemboca en la carretera, y en lugar de hacer stop, como era de esperar, irrumpe en la carretera como si no viniera nadie. Lo ha hecho tan cerca de nosotros que no me he tenido más remedio que cambiar de carril; por fortuna, no venía nadie en sentido contrario. El tipo no vuelve a intentar ninguna gamberrada,  pero lo llevo detrás 25 kilómetros por lo menos, hasta después de pasado Thames.
Contrariamente a nuestras previsiones, el atasco ahí delante, lejos de disminuir, aumenta: 14, 16, 18 minutos de demora. Al llegar a la estatal 1 paramos en una gasolinera, a ver si la cosa se disuelve. Examino el mapa y comprendo el porqué de la cuestión: al que se le ocurrió fundar Auckland en el equivalente al estrechamiento de una clepsidra le tuvo que parecer genial que contara con salida a dos mares. El problema vino cuando la ciudad creció mastodónticamente y se convirtió en la megaurbe que es ahora, aunque sea en términos relativos: 1,2 millones de habitantes no parecen muchos, pero sí lo son si tenemos en cuenta que la población total de Nueva Zelanda no pasa de los 4,5 millones. Y que mientras la densidad del país es de 17 habitantes por kilómetro cuadrado, la de Auckland alcanza la friolera de 1.191. Semejante despropósito se traduce en unos atascos de aúpa, sobre todo en vacaciones, o a las horas de entrada y salida del trabajo.
Según el navegador, el tiempo de demora alcanza los 26 minutos. Está oscureciendo y no podemos aguardar más. El tráfico se adensa conforme nos adentramos en los suburbios. Observamos que las autoridades han adoptado algunas medidas curiosas, como semáforos en los carriles de incorporación que solo dejan pasar dos coches cada vez.

Esta es de la vuelta, pero me apetecía poner una foto del skyline de Auckland
Finalmente llegamos al delay, que en realidad no es tal atasco, sino circulación lenta con paradas. Aquí no queda otra que tener paciencia; en cambio, donde de veras lo paso mal es en el Auckland Harbour Bridge: se trata de un monstruoso puente de no sé cuántas vías por sentido que cruza la bahía. El problema es que está atestado, que los carriles son demasiado estrechos; que está tan oscuro, y que llevo el volante a la derecha en un vehículo que se conduce por la izquierda... ¡Socorro!
Increíblemente, llegamos a la otra orilla sin sufrir ningún rasguño. Aquí la gente se queda en los barrios dormitorio y el tráfico se aligera un tanto. Surge ahora otra cuestión: más adelante tenemos una sección de peaje. El precio resulta irrisorio, pero no hay cabinas de cobro, sino que lo pagas por Internet o en gasolineras. En el contrato, los de Maui dejan bien claro que los toll-road impagados te los cargarían en la tarjeta, amén de los recargos y de 50 dólares por la gestión. Optamos por salir de la autopista e ir por Waiwera, el camino de la costa. Sin embargo, la cosa se complica porque tomamos la salida antes de tiempo y hacemos más recorrido urbano del que debiéramos.
Aquí es donde ocurre la segunda movida, que por cierto es también la más peligrosa. Estamos llegando a casco urbano por carretera de dos carriles y hay un giro con semáforo a la derecha. No se ve ni un solo coche. Me encuentro en el carril de la izquierda y al torcer, supongo que por un vestigio de conducción europea, inicio un cambio de carril. Por suerte lo hago muy despacio, porque súbitamente oigo un pitido atronador procedente de una furgoneta que, a toda velocidad, está a punto de colisionar conmigo. Por fortuna tengo suficientes reflejos para dar un volantazo y esquivarla. Mientras el tipo desaparece en la curva, prácticamente derrapando, freno en seco (el semáforo se ha puesto en rojo) y maldigo al cabrito del conductor, a su padre, y al padre del padre de su padre. Nos quedamos solos, en mitad de la noche, en una calle vacía.
Desde ese momento muchas veces se me ha representado la situación que pudo terminar en grave accidente. Apenas si tuve tiempo de ver el vehículo, solo recuerdo que era rojo, y que lo tuve más cerca de lo que he tenido jamás ninguno en mis treinta y dos años como conductor. Y que cuando lo vi encima, tal vez a medio metro, me asaltó una infinita congoja y la certeza de lo inevitable del siniestro.
Cabizbajo por la experiencia, continúo camino. Tras cruzar Waiwera y su río nos reincorporamos a la SH 1 por una cuesta abajo vertiginosa. Aquí la carretera ya no está desdoblada, y molestan las luces del incesante tráfico. A 17 kilómetros tenemos Warkworth y el museo del mismo nombre donde, a decir de Campermate, te dejan pernoctar. Cuenta, además, con el aliciente es un kauri de ochocientos años. Pero al tratarse del parque del museo lo encontramos ya cerrado. Francamente no me importa mucho, porque lo de dormir en clausura no es que me atraiga demasiado, porque puede ser más seguro o también justo lo contrario. Además, kauris más grandes y más viejos esperamos verlos mañana.
De manera que nos desviamos hacia la costa en dirección a Snells Beach, donde hay dos lugares para dormir. Nos dirigimos al primero, que resulta ser un parking muy tranquilo a pie. de playa. Hay una auto y una caravana. Como hay espacio suficiente, aparcamos en medio y ponemos fin a este día agotador que empezó muy bien y que pudo acabar como el rosario de la aurora.

Kilómetros etapa: 250
Kilómetros viaje: 5.057


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