17 de agosto
Temperatura al
amanecer: 9º C
Resulta estimulante nada
más levantarse salir de la auto y sentir los efluvios marinos de la Mercury Bay. De nuevo el buen
tiempo acompañará hoy nuestras andanzas. La Península de Coromandel
se nos muestra misteriosa e invita a ser recorrida a través de sus laberínticas
carreteras, pero todo no se puede: esta mañana la dedicaremos al principal
motivo de nuestra visita: la Hot Water Beach, cuyo desvío pasamos ayer. He
consultado el horario de mareas y parece que vamos a tener suerte: el agua aún está
alta, pero ya ha empezado a bajar.
Mercury Bay |
Mercury Bay |
Llegados al lugar en
cuestión, descubrimos que la playa es gratis, pero el parking no: dos dólares
la hora. Como es temprano, damos una vuelta a ver si localizamos algo más
barato o gratuito, pero ni modo. Sin embargo, gracias a ese paseo encontramos
el sitio donde alquilan palas por cinco dólares. Anoche traté de confeccionar
una partiendo por la mitad una garrafa de agua, pero el resultado no fue muy prometedor,
así que nos llevamos una.
Las líneas
delimitadoras del aparcamiento están pintadas, como casi siempre, pensando en
los coches, y nos cuesta un poco acomodarnos sin invadir demasiado espacio. Quienes
no parecen tener tanto problema son los ocupantes de una capuchina que, ni
cortos ni perezosos, han aparcado perpendicularmente ocupando cuatro o cinco
plazas. Aparece el encargado y me pide que no la coloque así; le tengo que
explicar que no es la mía. Llama a la puerta, sin éxito: los pájaros han huido.
La playa |
Las trincheras |
Para acceder a la
playa hay que cruzar un pequeño riachuelo. El agua no llega a las rodillas,
pero causa una impresión enorme porque está helada. Caminamos hasta el sitio
donde ya hay gente cavando trincheras. Hemos leído que es conveniente construir
la piscina donde la arena parezca más caliente, pero en este sitio lo está
tanto que quema los pies. Tanteando damos con un lugar donde la temperatura
parece más soportable, y empezamos a horadar. La verdad que lo de la pala ha
sido un acierto, porque el agua que hay inmediatamente debajo de la arena quema
una barbaridad, y solo resulta tolerable cuando se mezcla con la que hay en la
superficie.
En estas estamos
cuando se presentan los cinco miembros de una familia francesa. Como ocurre
muchas veces en las áreas de autocaravanas, el último que llega no se coloca
donde está el grupo, sino al lado de estos que están solos, que seguro que es
buen sitio. Pero una cosa es ponerse cerca y otra cerquísima (los compatriotas
de esta gente lo llaman passe-moi le sel).
A diferencia de nosotros, cada uno viene provisto de una pala, y en pocos
minutos preparan una excavación que ríete tú de El Escorial. Su frontal lo han puesto
a continuación del nuestro, pero a la hora de levantar la pared lateral, en
lugar del ángulo recto eligen uno de ciento veinte grados, con lo cual y de
forma irrremisible invaden nuestro territorio. Uno de los chavales, un
musculoso adolescente, palea con tanto brío que me salpica con agua y arena. Yo
me quejo. Los padres le riñen. Momentos de tensión que procuro rebajar
hablándoles en francés. En el fondo lo que me gustaría es decirles lo que
pienso de ellos (vous êtes des crétins),
pero vamos a pasar dos horas aquí pegaditos y no es cuestión de amargarse la
mañana. Como pequeña venganza, ahorro un montón de esfuerzo apoyando nuestro
muro sobre su ciclópeo lateral. La madre mira desaprobadoramente pero no dice
nada. Faltaría.
Al contar con menos
medios excavadoriles, nuestra poza no es tan profunda como la suya, y eso se
nota: un vientecillo que pasa sobre nuestro exiguo parapeto te deja helado.
Aunque eso se soluciona fácilmente dándote la vuelta y poniendo a remojo la
mitad del cuerpo expuesta. Y cuando el agua de la bañera se enfría, basta con
excavar un poco para que aflore la de abajo, más caliente. Al final acabas desarrollando
toda una técnica para no quemarte las manos o los pies en el proceso.
Lo cierto es que
hemos elegido bien el sitio (y nuestros amigos franceses también), porque otra
gente intenta abrir su piscina en las inmediaciones y no saca nada en claro.
Resulta, además, curioso estar aquí en bañador y ver a quienes pasean por la
playa pertrechados con anoraks y encogidos de frío. Estos, a su vez, nos miran
como si fuéramos marcianos.
Nuestros vecinos y
nosotros terminamos el baño prácticamente al mismo tiempo. Mientras nos secamos
y vestimos, una pareja que tiritaba en la poza de al lado toma posesión del estupendo
jacuzzi de los galos. Nuevamente, la madre les mira con cara de vinagre. ¿Qué
esperaba, llevarse las escrituras de propiedad a casa? Como guinda del pastel, al
regresar al aparcamiento resulta evidente que son los dueños de la auto mal
aparcada. Hay que ver cómo somos las personas humanas: con lo tiquismisquis que
son en casa, me gustaría escuchar (o mejor no) lo que dirían si hiciéramos en
Francia lo que ellos han hecho aquí.
Normativa autocaravanil en Tairua |
Regresamos por el
camino de ayer y nos vamos a comer a Tairua, donde además hacemos cambio de
aguas. Luego nos ponemos en marcha enseguida: tenemos apenas tres días para
visitar la zona Norte de la isla, y si queremos que nos dé tiempo es preciso
cruzar Auckland hoy. Trazo la ruta en el navegador y, por vez primera, veo para
qué sirve que tenga conexión a Internet: como tiene los datos del tráfico en
tiempo real, aparece un delay de doce
minutos en el centro de la ciudad. Bueno, no tiene importancia: estamos tan
lejos que ya se habrá disuelto para cuando lleguemos.
Hasta ahora mi
concepto de los conductores neozelandeses era que, en términos generales, se
comportaban mejor que la media española. Sin embargo aquí, no sé si por la
cercanía de Auckland o qué, da comienzo una pesadilla que, de haber ocurrido al
principio, nos habría amargado considerablemente el viaje. Hace solo cinco
minutos nos ha adelantado un coche que remolcaba una lancha. A nosotros nos ha sobrepasado
con holgura, pero después lo ha intentado con otros dos vehículos solo cien
metros antes de que empezara el carril de vehículos lentos... Y le ha aparecido
uno de frente. Lo que hace la puñetera prisa. Algo más adelante por un camino
lateral paralelo a nosotros circula un pequeño camión de los que señalizan y
reparan carreteras. Dicho camino desemboca en la carretera, y en lugar de hacer
stop, como era de esperar, irrumpe en la carretera como si no viniera nadie. Lo
ha hecho tan cerca de nosotros que no me he tenido más remedio que cambiar de
carril; por fortuna, no venía nadie en sentido contrario. El tipo no vuelve a
intentar ninguna gamberrada, pero lo
llevo detrás 25
kilómetros por lo menos, hasta después de pasado Thames.
Contrariamente a
nuestras previsiones, el atasco ahí delante, lejos de disminuir, aumenta: 14,
16, 18 minutos de demora. Al llegar a la estatal 1 paramos en una gasolinera, a
ver si la cosa se disuelve. Examino el mapa y comprendo el porqué de la
cuestión: al que se le ocurrió fundar Auckland en el equivalente al
estrechamiento de una clepsidra le tuvo que parecer genial que contara con
salida a dos mares. El problema vino cuando la ciudad creció mastodónticamente
y se convirtió en la megaurbe que es ahora, aunque sea en términos relativos:
1,2 millones de habitantes no parecen muchos, pero sí lo son si tenemos en
cuenta que la población total de Nueva Zelanda no pasa de los 4,5 millones. Y
que mientras la densidad del país es de 17 habitantes por kilómetro cuadrado,
la de Auckland alcanza la friolera de 1.191. Semejante despropósito se traduce
en unos atascos de aúpa, sobre todo en vacaciones, o a las horas de entrada y
salida del trabajo.
Según el navegador,
el tiempo de demora alcanza los 26 minutos. Está oscureciendo y no podemos
aguardar más. El tráfico se adensa conforme nos adentramos en los suburbios. Observamos
que las autoridades han adoptado algunas medidas curiosas, como semáforos en
los carriles de incorporación que solo dejan pasar dos coches cada vez.
Esta es de la vuelta, pero me apetecía poner una foto del skyline de Auckland |
Finalmente llegamos
al delay, que en realidad no es tal
atasco, sino circulación lenta con paradas. Aquí no queda otra que tener paciencia;
en cambio, donde de veras lo paso mal es en el Auckland Harbour Bridge: se trata de un monstruoso puente de no sé
cuántas vías por sentido que cruza la bahía. El problema es que está atestado,
que los carriles son demasiado estrechos; que está tan oscuro, y que llevo el
volante a la derecha en un vehículo que se conduce por la izquierda...
¡Socorro!
Increíblemente,
llegamos a la otra orilla sin sufrir ningún rasguño. Aquí la gente se queda en
los barrios dormitorio y el tráfico se aligera un tanto. Surge ahora otra cuestión:
más adelante tenemos una sección de peaje. El precio resulta irrisorio, pero no
hay cabinas de cobro, sino que lo pagas por Internet o en gasolineras. En el
contrato, los de Maui dejan bien claro que los toll-road impagados te los cargarían en la tarjeta, amén de los
recargos y de 50 dólares por la gestión. Optamos por salir de la autopista e ir
por Waiwera, el camino de la costa. Sin embargo, la cosa se complica porque
tomamos la salida antes de tiempo y hacemos más recorrido urbano del que debiéramos.
Aquí es donde ocurre
la segunda movida, que por cierto es también la más peligrosa. Estamos llegando
a casco urbano por carretera de dos carriles y hay un giro con semáforo a la
derecha. No se ve ni un solo coche. Me encuentro en el carril de la izquierda y
al torcer, supongo que por un vestigio de conducción europea, inicio un cambio de carril. Por suerte lo hago muy
despacio, porque súbitamente oigo un pitido atronador procedente de una
furgoneta que, a toda velocidad, está a punto de colisionar conmigo. Por
fortuna tengo suficientes reflejos para dar un volantazo y esquivarla. Mientras
el tipo desaparece en la curva, prácticamente derrapando, freno en seco (el
semáforo se ha puesto en rojo) y maldigo al cabrito del conductor, a su padre,
y al padre del padre de su padre. Nos quedamos solos, en mitad de la noche, en
una calle vacía.
Desde ese momento
muchas veces se me ha representado la situación que pudo terminar en grave
accidente. Apenas si tuve tiempo de ver el vehículo, solo recuerdo que era
rojo, y que lo tuve más cerca de lo que he tenido jamás ninguno en mis treinta
y dos años como conductor. Y que cuando lo vi encima, tal vez a medio metro, me
asaltó una infinita congoja y la certeza de lo inevitable del siniestro.
Cabizbajo por la
experiencia, continúo camino. Tras cruzar Waiwera y su río nos reincorporamos a
la SH 1 por una
cuesta abajo vertiginosa. Aquí la carretera ya no está desdoblada, y molestan
las luces del incesante tráfico. A 17 kilómetros tenemos
Warkworth y el museo del mismo nombre donde, a decir de Campermate, te dejan pernoctar. Cuenta, además, con el aliciente es
un kauri de ochocientos años. Pero al
tratarse del parque del museo lo encontramos ya cerrado. Francamente no me
importa mucho, porque lo de dormir en clausura no es que me atraiga demasiado,
porque puede ser más seguro o también justo lo contrario. Además, kauris más
grandes y más viejos esperamos verlos mañana.
De manera que nos
desviamos hacia la costa en dirección a Snells Beach, donde hay dos lugares para dormir. Nos dirigimos al primero, que
resulta ser un parking muy tranquilo a pie. de playa. Hay una auto y una
caravana. Como hay espacio suficiente, aparcamos en medio y ponemos fin a este
día agotador que empezó muy bien y que pudo acabar como el rosario de la aurora.
Kilómetros etapa:
250
Kilómetros viaje: 5.057
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