VIAJE A LA TIERRA DEL HIELO (BUENO, Y DEL FUEGO)
La frase de Lennon “Vida es aquello que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes” se puede aplicar como ninguna a este viaje. La primera vez que nos planteamos viajar al país del hielo y los volcanes fue en 2016. Comprobamos con desilusión lo desaforado de los precios, y cuando por comparativa miramos cuánto nos costaría un viaje a Nueva Zelanda comprobamos con estupor que salía por lo mismo, así que no hubo mucho lugar para la duda. Nueva Zelanda son las antípodas, mientras que Islandia está a cuatro horas de avión. Tiempo habría.
Las circunstancias familiares y económicas hicieron que fuera inviable para nosotros viajar al extranjero durante los tres años siguientes. Estábamos ya en 2020, y el momento parecía haber llegado: tal y como solemos hacer, en enero ya habíamos reservado el vuelo y el alquiler de una autocaravana durante veinte días en agosto. ¿Qué podía salir mal? Entonces llegó marzo y explotó la pandemia. Aparentemente el viaje seguía en pie, pero los riesgos eran grandes: ¿Y si dabas positivo en el aeropuerto y todo lo que veías de Islandia era lo que se divisara desde la ventana del hotel? Pasamos el confinamiento en medio de la incertidumbre y por fin, a primeros de julio, cancelaron nuestro vuelo. La compañía aérea nos reembolsó el dinero; no así la empresa de la autocaravana, quien se comprometió a mantenernos la reserva durante dos años. El verano de 2021, con el Covid aún campando a sus anchas, nos pareció aún prematuro, y así fue como nos plantamos en 2022. Al retomar la página de reservas de nuestra autocaravana, constaté con desagrado que los precios habían subido... un treinta por ciento. Y de esta manera lo que iba a ser un viaje de veinte días en agosto acabó reducido a quince en el mes de julio. Del precio... mejor ni hablar, pero hay hoteles de cinco estrellas que salen más baratos. Estuvimos valorando seriamente la posibilidad de alquilar una furgoneta, pero no queríamos ni imaginar pasar dos o tres días encerrados en ella mientras el cielo islandés se desplomaba sobre nuestras cabezas.
En febrero estalló la guerra de Ucrania y temí que la posible
generalización de la misma iba a mandar de nuevo nuestro viaje al
garete. Por suerte no ocurrió así. De manera que el 7 de julio
cargamos el coche, cerramos la casa y nos fuimos para Madrid. Tras un
alto en la residencia canina donde solemos dejar a Chandra y a Marco
(snif), tiramos hasta Barajas, al aparcamiento de larga estancia de
AENA. Llegamos a las seis de la tarde, con un calor asfixiante.
Cargados con nuestro voluminoso equipaje, tomamos el transfer que nos
deja en la T-1. Nuestro vuelo sale a las 23:45, así que queda una
larga espera. Merendamos los sándwichs que traemos de casa porque no
sabemos si nos los quitarán en los controles (agua y refrescos, ya
sabemos que no dejan). Empiezan a llegarme avisos de retraso a la
aplicación de Icelandair, por fortuna leves. Cuando
localizamos la puerta de embarque nos explican que el vuelo
procedente de Reikiavik viene una hora de retraso por culpa del
viento. Por fin, a eso de la una de la madrugada despegamos.
Personalmente no me gusta nada volar de noche: primero, porque no ves
nada. Segundo, porque te parte el sueño. Y tercero, porque te obliga
a buscar un sitio para pernoctar, aunque sea unas horas, porque no es
cuestión de ponerse a conducir sin haber pegado ojo.
Dice Google que 2.894 kilómetros separan el aeropuerto de Keflavik de
Barajas. En términos aeronáuticos no supone una gran distancia,
pero sí lo es -y mucho- en términos paisajísticos, culturales y
meteorológicos.
El frío |
El vuelo |
8 de julio
Aterrizamos en Keflavik a las tres de la madrugada hora local, dos más que en España. Me desanima la luz ceniciento-invernal con que nos topamos tras bajar de una densa capa de nubes; es como entrar de golpe y porrazo en el invierno. También llama la atención la total ausencia de árboles. Tras recoger nuestro equipaje llamamos al Bed & Breakfast donde hemos reservado habitación. La chica que viene a recogernos no es precisamente la alegría de la huerta. A ls furgoneta sube otro grupito de españoles, y en el aeropuerto hemos visto al representante de una agencia española con una cara de sueño que no podía. Parece que, pese a los precios y a la crisis, Islandia sigue siendo destino predilecto de nuestros paisanos.
La habitación para tres resulta diminuta, apenas hay espacio
donde dejar las maletas. Tras unas pocas horas de sueño (amenizadas
por los ruidosos grupos que se van levantando, y es que nos han puesto
al lado del comedor), desayunamos y nos vamos en busca de la
autocaravana. Había reservado este alojamiento porque se encontraba a una
distancia asequible a pie (los taxis, además de difíciles de
encontrar, son carísimos). Cuando llegamos a la presunta sede de la
empresa de alquiler, algo nos da mala espina: allí no se ve ni una
autocaravana, tan solo furgonetas para clientela joven. Además,
están a tope de trabajo. En cualquier otro sitio habrían pasado de
nosotros o nos hubieran dicho que esperásemos, pero por fortuna no
es el caso: Bego le entra a la que aparenta ser la manager y le
expone nuestro caso. Nos hemos equivocado, aquel no es el sitio, pero la buena señora llama por teléfono y
quedan en venir a recogernos. Toca esperar. Casi una hora
después aparece un chaval que, con cierta expresión de fastidio, nos explica que el lugar de recogida era en la oficina del aeropuerto. Le
explicamos que cuando rellenamos la reserva especificamos que la
recogeríamos en Keflavik. Respuesta: la sede de la empresa no se
encuentra en Keflavik propiamente dicho sino en un barrio cercano
llamado Asbru (que, por cierto, fue en su día base de los soldados estadounidenses en Islandia, como atestigua la imponente garita de la entrada, suavizado el hormigón al día de hoy por vistosos murales y coloreados grafitis).
Cuando llegamos, otra pequeña desilusión: Campervan Reykjavik como tal no existe, es algo así como una tapadera de la multinacional Europcar. De manera que si buscas un trato personal y crees que estás negociando con una compañía pequeña, desengáñate: hace años que el turismo en Islandia se ha transformado en una gran industria, y si en su día existieron empresas de esas características hace tiempo que fueron absorbidas por los peces grandes. Entiéndase, no es que el trato sea malo o negligente, lo que pasa es que el truco comercial hace que te sientas un poco engañado.
Finalmente estamos en posesión de una flamante Knaus Weinsberg de
7,4 metros. Nos gustan los acabados, sobrios pero de calidad alemana, e
incluso la innovación de la ducha en mitad del pasillo. Donde
creemos que la han fastidiado es en la cama trasera, porque la han
instalado en mitad del habitáculo y resulta casi imposible pasar por
uno de los lados. En cambio, de lo que sí me enamoraré para siempre
es del sistema de llenado/vaciado de los depósitos: en
lugar de una toma externa similar a la del gasoil, el
acceso a las limpias se encuentra en un compartimento lateral, con
una boca súper cómoda y con el nivel del recipiente a la vista en todo
momento. O sea, nada de rebotes del agua hacia afuera a causa del
aire desalojado, ni la incertidumbre de saber si has llenado de verdad o no. En
el mismo compartimento se encuentra la llave que vacía el tanque de
las grises, de manera que no tienes que arrastrarte por el suelo para
buscar la palanquita de marras, como está uno habituado. En fin,
acomodamos el equipaje como podemos y arrancamos, con las lógicas
precauciones, ya que hace ya un año que no conduzco un vehículo de
estas dimensiones.
Por la península de Reykjanes |
Lo primero es lo primero, y lo primero es ir al súper a por comida. Ya desde casa tenía localizado un Bónus, que es la cadena de alimentación más barata, a las afueras de Keflavik. Esta primera compra cuesta bastante aunque no me refiero solo al dinero, sino a lidiar con productos que no has visto en tu vida y a que todo está etiquetado en islandés. Nos sorprenden muchísimo las habitaciones de frío: en lugar de lineales de congeladores, lo que se estila aquí son dos dependencias aisladas por puertas correderas: la primera, fría, es para lácteos y similares. La segunda, friísima, la destinan a carne y derivados. Imagino que para los lugareños estas temperaturas serán primaverales, pero nosotros cogemos lo que podemos y salimos pitando.
A la hora de planificar el viaje y teniendo en cuenta que vamos a dar la vuelta a la isla, era preciso decidir si iríamos en el sentido de las agujas del reloj o al contrario. Finalmente escogimos esta última opción. ¿Motivo? Se podría decir que instintivo. O quizá era por el deseo de conocer lo antes posible la costa sur, que promete mucho.
El puente entre dos continentes |
La divisoria de placas |
De manera que iniciamos el recorrido de la península de Reykjanes.
Tras 20 kilómetros, la primera parada es el Brú Milli Heimsálfa
o puente entre dos continentes. Si uno llega aquí desprevenido no
verá más que un anodino cañón de veinte metros de ancho. En
realidad, según rezan los carteles, estamos en el punto de fricción
de las placas tectónicas euroasiática y americana, lo que significa
que el oeste de Islandia, gran parte del norte y gran parte de las
Tierras Altas pertenecen a América del Norte, y el resto a Eurasia.
Por lo visto el mejor sitio para ver la junta de placas es el parque
nacional de Thinvellir, pero como no tendremos tiempo para ir, pues
paramos aquí. Como recuerdo (gratis) nos llevamos unos puñados de
arena negra. En el salón de casa tenemos unas botellas rellenas con
arena del desierto de Túnez, tan fina que parece harina. A la vuelta
esta otra le hará compañía.
Gunnuhver a lo lejos |
Central geotérmica de Gunnuhver |
La segunda parada de la tarde cae a apenas 8 kilómetros, y son las
fumarolas de Gunnuhver. A estas alturas ya nos hemos dado cuenta de
que la península de Reykjanes es una de las zonas geotermales más
activas de Islandia (a dos decenas de kilómetros de aquí se encuentra
el volcán que estuvo escupiendo lava hasta septiembre del año
pasado). Lo primero que impacta al llegar al lugar es el intenso olor
a huevos podridos, se diría que estuviéramos a la puerta de un
gigantesco balneario. Lo segundo, el paisaje como de otro planeta, a
lo que se suman las enormes columnas de vapor que salen tanto de una
fumarola visitable como de la central geotérmica construida en las
inmediaciones. Al parecer han perforado pozos hasta 2.700 metros de
profundidad, de donde extraen vapor de agua a alta presión para la
generación eléctrica. Aquí creo que cometimos una pequeña
imprudencia, y fue salirnos del camino marcado para acercarnos a una
diminuta fumarola. Sabiendo como ahora sé que el terreno es
inestable, y que se puede abrir bajo tus pies una poza de agua
hirviendo en cualquier momento, no lo habríamos hecho. Pero en ese
momento...
Fumarola de Gunnuhver |
Fumarola de Gunnuhver |
Volvemos a la autocaravana y nos desplazamos apenas un kilómetro,
hasta el aparcamiento del faro de Reykjanes, donde dice que
estacionar es gratis (si quieres seguir más allá, hay un acceso
controlado por cámaras donde se espera que abones 1.000 coronas vía
electrónica). De todas maneras no vale la pena, porque hasta los
acantilados de Valahnúkamöl el trayecto no llega a 700 metros.
Nuevamente el paisaje sorprende, y decir lunar ya resulta cansino. Se
trata de una zona con varios promontorios levantados apuntando al
cielo y una desolada plataforma de lava que llega hasta la orilla y
se va desmoronando progresivamente por obra de la erosión marina.
Luego están los pájaros, que revolotean por millares (mayormente
gaviotas y charranes) y que serán una constante, especialmente en
algunas zonas de Islandia.
Faro De Reykjanes |
Acantilados de Valahnúkamöl |
Acantilados de Valahnúkamöl |
El sol se acerca poco a poco al horizonte en esta extraña y fría tarde que no se acaba. No sabemos que tardaremos varios días en volverlo a ver. Regresamos a la carretera principal. Nos gustaría aprovechar la luz y seguir camino, pero el cansancio del vuelo nocturno empieza a hacer mella. Al cruzar Grindavik buscamos el cámping y nos metemos de cabeza.
Es el momento de hacer un inciso y comentar la situación de los
vehículos vivienda en Islandia. Hasta 2015 la acampada libre estaba
permitida, pero la masificación y los excesos de algunos terminaron
por hacerla inviable. Y aquí viene la historia de siempre, el pagar
justos por pecadores: asumo que tiendas de campaña y furgonetas
no habilitados supongan un perjuicio para el medio ambiente, pues no
tienen forma de gestionar sus residuos de forma limpia sin el auxilio
de un cámping. Pero ese no es el caso de las autocaravanas, que al
fin y al cabo son self contained vehicles, esto es, que no van
dejando su mierda por ahí a no ser que el dueño sea un
desaprensivo. Como ya comenté más arriba, el alquiler de la auto ya
cuesta de por sí una pasta para encima tener que regalarle tu dinero
al propietario de un terreno por servicios que no utilizas. Es a
todas luces una injusticia de las muchas que abundan.
Otro problema, aparte del mencionado, es el de los horarios. Como en julio no se hace de noche, tenemos vehículos llegando hasta las doce de la noche y también más tarde. En ocasiones, los recién llegados son respetuosos. Pero otras veces, sobre todo si ya estás en la cama, te acuerdas del padre, de la madre y de los abuelos del campista. Particularmente irritante son -el término lo hemos acuñado en este viaje- los romplones: con esta onomatopeya nos referimos a las furgonetas cuya puerta corredera primero hace el ruido de deslizamiento -rom- y después el subsiguiente de cierre -plom-. La cosa de complica con aquellos que son muy enredas o no tienen en el vehículo ni baño ni cocina: en una hora puedes escuchar el dichoso ruidito una docena de veces. Y, la verdad, es cargante.
Kilómetros recorridos: 55.
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