martes, 21 de febrero de 2023

Día 7

 14 de julio

Echamos a andar por nuestra querida nacional 1, con pena de no divisar ya más las lenguas glaciares del Vatnajökull. Una paradita en el faro de Hvalnes para contemplar la barra de arena negra de 10 kilómetros que ha convertido la bahía en laguna. Como tantos lugares de la costa, desde la distancia se aprecia que aquello es un hervidero de aves. Los que más nos llaman la atención son los cisnes.

Vista desde el faro de Hvalnes
Vista desde el faro de Hvalnes

Como siempre que alguien te mira insistentemente acabas volviéndote en su dirección, aunque no seas consciente de ello, me giro y veo a un tipo que al saberse descubierto gira la cara y se marcha. Tengo mis dudas porque el cortavientos es de otro color, pero el pelo blanco y el pedazo teleobjetivo lo delatan. Uno está acostumbrado a estas coincidencias, y tiene además claro que el odio une más que el amor. Se ha bajado de un utilitario de alquiler blanco, lo que me sorprende porque, vistas las ínfulas suyas y de la mujer, esperaba al menos un Ferrari o un Maserati. Las probabilidades de encontrarse de nuevo no eran muchas, y sin embargo ahí está. Se me ocurre que menos mal que viajamos en autocaravana, porque si llegamos a coincidir anoche en alguna casa de huéspedes de la zona, ¡menuda juerga! Para evitar profundizar en el conflicto, damos un rodeo al faro, y, para cuando regresamos al aparcamiento, el cochecito de marras se ha esfumado.

Faro de Hvalnes
Como su mismo nombre indica

El trazado de la costa se vuelve sinuoso, y hasta nuestra siguiente parada, Djúpivogur, transcurren 53 kilómetros. Paramos a la entrada en un establecimiento que es a la vez gasolinera, supermercado, tienda de licores y oficina de correos. La última vez que repostamos hubo que entrar y pedirle al gasolinero que desbloqueara el surtidor. Pero aquí parece que funciona otro sistema: me venden una tarjeta de prepago de 10.000 coronas, que la autocaravana se bebe como si fuera aguachirri.

Según wikipedia, Djúpivogur no pasa de 350 habitantes. Eso entra de lo habitual para la zona. Después me enteraré de que, a mediados del siglo XIX, una inusual ola de frío mantuvo el puerto congelado durante diez años, lo que produjo la emigración de varios miles de personas, fundamentalmente a Estados Unidos. Está claro que no regresó nadie.

Salimos del pueblo bordeando el Berufjörður mientras empieza a llover. Nuestro próximo destino es Egilsstaðir, y para llegar allí hay tres itinerarios posibles: por la nacional 1, que son 152 kilómetros; por la 95, que son 142 (aunque con tramos de grava), y por último 85 kilómetros por la 939, también de grava solo que peor (nótese que a medida que aumentan los dígitos también lo hace la cochambrez de la vía). La categoría peor, solo accesible para todoterrenos, es la marcada con la letra F, que supongo vendrá a significar que, si te metes por ella, fuck you.

Subiendo hacia la Folaldafoss, con el Berufjörður  al fondo

Tenemos nuestras dudas sobre cuál elegir, pero como queremos ir a ver la Folaldafoss, que está a un par de kilómetros por la 939, pues probamos. El hecho de que se aventure un autobús delante de nosotros nos anima.

Folaldafoss

Estacionamos en el parking, visitamos la cascada (con chaparrón de por medio) y comemos. Durante un rato observo la pista de marras. Suben y bajan todoterrenos, pero también turismos y alguna camper grande. Se me ocurre que nosotros también podríamos intentarlo. Al principio todo va bien, pero de repente me encuentro una rampa más pronunciada de lo que me esperaba. Como en segunda no sube, meto primera, y aún así le cuesta. Para más inri, el firme es de lo que llaman chapa ondulada y hace que nos vibren hasta los empastes. La persistente lluvia tampoco ayuda. En el salpicadero se enciende un testigo que no había visto hasta ahora pero su significado es inequívoco: el vehículo está derrapando. Vale, gracias, no me había dado cuenta.

Existen momentos en los que, una vez metido en harina, solo queda la opción de seguir, y eso hago. Lentamente salimos del tramo malo y la situación se normaliza, pero todavía con el susto en el cuerpo. Vienen después otras rampas, pero ninguna tan criminal como la primera. Cuando hagamos recuento de daños descubriremos que la balda de debajo del fregadero ha cedido al perder sus soportes. Como no nos ofrece garantías, la dejaremos así hasta el final de viaje.

Carretera 939, la subida maldita

Cresteamos ahora por un paisaje desolado, con algunos neveros. La lluvia decide por fin marcharse. 20 kilómetros después de la cascada llegamos a un cruce donde enlazamos con la carretera 95, pero todavía seguiremos por grava durante 7 kilómetros más. Cuando por fin llegamos al asfalto, desaparecen las vibraciones y el silencio es tal que parece que nos hubiéramos quedado sordos.

Ahora parece que el mundo se acelera y llegamos a Egilsstaðir en un periquete. Este pueblo fue fundado en 1947, cuenta con 2.300 habitantes y, como no podía ser menos, dispone de aeropuerto (ya hemos visto que aquí, como en Noruega, nadie transporta mercancías por tierra, todo se mueve en avión). Como necesitamos provisiones, paramos en un Bónus y me doy prisa, pues cierran a las seis y media. Al bajarme descubro que llevamos toda la carrocería cubierta de barro. Ya sé que donde el alquiler nos dijeron que no hacía falta que la laváramos por fuera, pero...

De camino al súper paso por la puerta del Vínbúðin (literalmente, tienda de vino). Hace un par de días que hemos descubierto que son las únicas tiendas donde se vende alcohol (la cerveza de los súper, con un 2,5 por ciento, no cuentan). Me apetecería comprar algo más contundente, pero cuando termino la compra, ya han cerrado. Y es que la preocupación por el alcoholismo en Islandia resulta evidente y los horarios son, en consecuencia, draconianos: esta tienda en concreto de lunes a jueves abre de 11 a 18. Los viernes se extiende generosamente hasta las 19. Lo sábados, por contra, cierran a las 16, y los domingos ni siquiera abren. Durante el rato que permanecimos estacionados a la puerta observamos un trasiego continuo de clientes (todo hombres, todos solos, en su mayoría entre los treinta y los cuarenta) que entraban y al poco salían con su maletita de cervezas. También vimos la cara de frustración absoluta del que llegó a las 18:05 y se detuvo ante la puerta automática esperando en vano, como la roca de Alí-Babá que se abriera. En fin, no es Ley Seca pero se le parece bastante.

Rjúkandafoss

Habíamos pensado en dormir aquí, pero nos parece tan temprano que decidimos alargarnos hasta el Studlagil Canyon (después de la hazaña de la pista de tierra, 72 kilómetros extra nos parecen pocos). Por el camino paramos en la Rjúkandafoss, una cascada que, pese a no traerla reseñada, nos seduce por su caída de 139 metros repartida en varios niveles.

Llegamos al cruce del cañón y todavía nos toca recorrer 17 kilómetros de pista, aunque por fortuna menos azarosa que la de esta mañana. Finalmente llegamos al cámping que es como la mayoría de los de Islandia, una pradera abierta con un bloque de servicios. Hay muy poca gente. Llega el chaval que cobra. A cenar y buenas noches.

Bueno, lo de noche es un decir.

Kilómetros recorridos

Parcial: 229 km.

Total: 1.191 km.


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