14 de julio
Echamos a andar por nuestra querida nacional 1, con pena de no
divisar ya más las lenguas glaciares del Vatnajökull. Una paradita
en el faro de Hvalnes para contemplar la barra de arena negra de 10
kilómetros que ha convertido la bahía en laguna. Como tantos
lugares de la costa, desde la distancia se aprecia que aquello es un
hervidero de aves. Los que más nos llaman la atención son los
cisnes.
Vista desde el faro de Hvalnes |
Vista desde el faro de Hvalnes |
Como siempre que alguien te mira
insistentemente acabas volviéndote en su dirección, aunque no seas
consciente de ello, me giro y veo a un tipo que al saberse
descubierto gira la cara y se marcha. Tengo mis dudas porque el
cortavientos es de otro color, pero el pelo blanco y el pedazo
teleobjetivo lo delatan. Uno está acostumbrado a estas
coincidencias, y tiene además claro que el odio une más que el
amor. Se ha bajado de un utilitario de alquiler blanco, lo que me
sorprende porque, vistas las ínfulas suyas y de la mujer, esperaba
al menos un Ferrari o un Maserati. Las probabilidades de encontrarse
de nuevo no eran muchas, y sin embargo ahí está. Se me ocurre que
menos mal que viajamos en autocaravana, porque si llegamos a
coincidir anoche en alguna casa de huéspedes de la zona, ¡menuda
juerga! Para evitar profundizar en el conflicto, damos un rodeo al
faro, y, para cuando regresamos al aparcamiento, el cochecito de
marras se ha esfumado.
Faro de Hvalnes |
Como su mismo nombre indica |
El trazado de la costa se vuelve sinuoso, y hasta nuestra siguiente parada, Djúpivogur, transcurren 53 kilómetros. Paramos a la entrada en un establecimiento que es a la vez gasolinera, supermercado, tienda de licores y oficina de correos. La última vez que repostamos hubo que entrar y pedirle al gasolinero que desbloqueara el surtidor. Pero aquí parece que funciona otro sistema: me venden una tarjeta de prepago de 10.000 coronas, que la autocaravana se bebe como si fuera aguachirri.
Según wikipedia, Djúpivogur no pasa de 350 habitantes. Eso entra de
lo habitual para la zona. Después me enteraré de que, a mediados
del siglo XIX, una inusual ola de frío mantuvo el puerto congelado
durante diez años, lo que produjo la emigración de varios miles de
personas, fundamentalmente a Estados Unidos. Está claro que no
regresó nadie.
Salimos del pueblo bordeando el Berufjörður mientras empieza
a llover. Nuestro próximo destino es Egilsstaðir, y para
llegar allí hay tres itinerarios posibles: por la nacional 1, que
son 152 kilómetros; por la 95, que son 142 (aunque con tramos de
grava), y por último 85 kilómetros por la 939, también de grava
solo que peor (nótese que a medida que aumentan los dígitos también
lo hace la cochambrez de la vía). La categoría peor, solo accesible
para todoterrenos, es la marcada con la letra F, que supongo vendrá
a significar que, si te metes por ella, fuck you.
Subiendo hacia la Folaldafoss, con el Berufjörður al fondo |
Tenemos nuestras dudas sobre cuál elegir, pero como queremos ir a
ver la Folaldafoss, que está a un par de kilómetros por la
939, pues probamos. El hecho de que se aventure un autobús delante de
nosotros nos anima.
Folaldafoss |
Estacionamos en el parking, visitamos la cascada (con chaparrón de por medio) y comemos. Durante un rato observo la pista de marras. Suben y bajan todoterrenos, pero también turismos y alguna camper grande. Se me ocurre que nosotros también podríamos intentarlo. Al principio todo va bien, pero de repente me encuentro una rampa más pronunciada de lo que me esperaba. Como en segunda no sube, meto primera, y aún así le cuesta. Para más inri, el firme es de lo que llaman chapa ondulada y hace que nos vibren hasta los empastes. La persistente lluvia tampoco ayuda. En el salpicadero se enciende un testigo que no había visto hasta ahora pero su significado es inequívoco: el vehículo está derrapando. Vale, gracias, no me había dado cuenta.
Existen momentos en los que, una vez metido en harina, solo queda la
opción de seguir, y eso hago. Lentamente salimos del tramo malo y la
situación se normaliza, pero todavía con el susto en el cuerpo.
Vienen después otras rampas, pero ninguna tan criminal como la
primera. Cuando hagamos recuento de daños descubriremos que la balda
de debajo del fregadero ha cedido al perder sus soportes. Como no nos
ofrece garantías, la dejaremos así hasta el final de viaje.
Carretera 939, la subida maldita |
Cresteamos ahora por un paisaje desolado, con algunos neveros. La lluvia decide por fin marcharse. 20 kilómetros después de la cascada llegamos a un cruce donde enlazamos con la carretera 95, pero todavía seguiremos por grava durante 7 kilómetros más. Cuando por fin llegamos al asfalto, desaparecen las vibraciones y el silencio es tal que parece que nos hubiéramos quedado sordos.
Ahora parece que el mundo se acelera y llegamos a Egilsstaðir en un periquete. Este pueblo fue fundado en 1947, cuenta con 2.300 habitantes y, como no podía ser menos, dispone de aeropuerto (ya hemos visto que aquí, como en Noruega, nadie transporta mercancías por tierra, todo se mueve en avión). Como necesitamos provisiones, paramos en un Bónus y me doy prisa, pues cierran a las seis y media. Al bajarme descubro que llevamos toda la carrocería cubierta de barro. Ya sé que donde el alquiler nos dijeron que no hacía falta que la laváramos por fuera, pero...
De camino al súper paso por la puerta del Vínbúðin (literalmente,
tienda de vino). Hace un par de días que hemos descubierto que son
las únicas tiendas donde se vende alcohol (la cerveza de los súper,
con un 2,5 por ciento, no cuentan). Me apetecería comprar algo más
contundente, pero cuando termino la compra, ya han cerrado. Y es que
la preocupación por el alcoholismo en Islandia resulta evidente y
los horarios son, en consecuencia, draconianos: esta tienda en
concreto de lunes a jueves abre de 11 a 18. Los viernes se extiende
generosamente hasta las 19. Lo sábados, por contra, cierran a las
16, y los domingos ni siquiera abren. Durante el rato que
permanecimos estacionados a la puerta observamos un trasiego continuo
de clientes (todo hombres, todos solos, en su mayoría entre los
treinta y los cuarenta) que entraban y al poco salían con su
maletita de cervezas. También vimos la cara de frustración absoluta
del que llegó a las 18:05 y se detuvo ante la puerta automática
esperando en vano, como la roca de Alí-Babá que se abriera. En fin,
no es Ley Seca pero se le parece bastante.
Rjúkandafoss |
Habíamos pensado en dormir aquí, pero nos parece tan temprano que
decidimos alargarnos hasta el Studlagil Canyon (después de
la hazaña de la pista de tierra, 72 kilómetros extra nos parecen
pocos). Por el camino paramos en la Rjúkandafoss, una cascada
que, pese a no traerla reseñada, nos seduce por su caída de 139
metros repartida en varios niveles.
Llegamos al cruce del cañón y todavía nos toca recorrer 17 kilómetros de pista, aunque por fortuna menos azarosa que la de esta mañana. Finalmente llegamos al cámping que es como la mayoría de los de Islandia, una pradera abierta con un bloque de servicios. Hay muy poca gente. Llega el chaval que cobra. A cenar y buenas noches.
Bueno, lo de noche es un decir.
Kilómetros recorridos
Parcial: 229 km.
Total: 1.191 km.
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