13 de julio
Nos levantamos ligerito, que hemos quedado a las 11:20 con los chicos
de Ice Lagoon, y desde aquí a Jökulsárlón son 57
kilómetros. Vamos rodeando la parte más meridional del Vatnajökull
y sus numerosas lenguas glaciares. Un poco antes de llegar hay otra
laguna llamada Fjallsárlón, donde se ve el frente glaciar más
cerca, pero falta el tiempo. Al llegara nuestro destino descubrimos
que hay bastante gente, y nos cuesta encontrar aparcamiento para
nuestros 7,4 metros. Luego localizamos el camión-local de la
empresa, donde tras identificarnos nos embuten en unos trajes
térmicos tan abultados que parecemos muñecos Michelín. Me ayuda
una chica que después resultará ser nuestra guía de la excursión.
Se dirige a mí en español y le comento, sorprendido, que lo habla
muy bien pero no agradece el cumplido, tengo la sensación de que
sospecha en mí intenciones ligoteras, de modo que me pongo en modo
aséptico. Más tarde, cuando compruebe que formo parte de una feliz
familia, volverá a relajarse y ya podremos intercambiar comentarios
libremente. Por cierto que Inari se hace amigo suyo y al final de la excursión incluso se sacan una foto juntos.
El camión 4x4 |
Embarcando |
En marcha |
Jökulsárlón es una laguna de 7 kilómetros de longitud en la que
desemboca el glaciar Breiðamerkurjökull, a su vez una lengua del
Vatnajökull, el segundo mayor glaciar del planeta y que ocupa la
décima parte de la superficie de Islandia. Apareció por primera vez
en 1934-1935, y en 1975 pasó de 7,9 km² a los actuales 18 km²,
debido a la fusión acelerada de los glaciares. Tiene una profundidad
máxima de unos 200 metros, lo que lo convierte probablemente en el
segundo lago más profundo de Islandia.
La gente aquí suele montarse en barcos anfibios para darse una
vuelta de treinta minutos, pero a nosotros nos apetece un poco más
de acción y hemos reservado plaza en una zodiac que nos lleva hasta
el mismísimo frente del glaciar. Vamos con un grupo de franceses y
con Tamara, que así se llama nuestra guía-piloto. De padre serbio,
madre húngara y nacida en Austria habla, como era de esperar, un
montón de idiomas. Disfruta de la excursión casi más que nosotros
y ello, unido al día magnífico que ha salido, convierte la
experiencia en algo inigualable, aunque yo sufro estrés tecnológico:
como me he traído el móvil, la Nikon, y la Insta360 (una cámara de
acción que compré pocos días antes del viaje), no doy abasto a
sacar fotos y grabar vídeos. Por fortuna para mí los franceses,
con esa cicatería tan propia del turista, se han posesionado íntegramente de la proa y dispongo en la parte de
atrás de todo el espacio del mundo para manejar mis cachivaches.
Al regresar, y tras desembutirnos de nuestros mega-trajes, decidimos
comer en un puesto ambulante de Fish & Chips. Y aquí
tenemos el incidente con turistas más desagradable de todo el viaje:
mientras hacemos cola, esperando que sirvan nuestro pedido, aparece
una pareja de mediana edad. Con esta especial intuición que te dan
los años percibo algo en ellos que no me gusta, especialmente el
tipo, que carga con una réflex y un teleobjetivo enorme y mira a su
alrededor con desagrado, como deseando que nos desintegráramos
todos. Bego e Inari se han ido a sentar en una de las mesas de madera
de las que dispone el chiringuito. Cuando me vuelvo a mirar no doy
crédito: la mujer se ha sentado a la misma mesa. Una mirada que
intercambio con Bego me basta para comprender que lo ha hecho sin
pedir permiso. La indignación me puede, y como la tipa me mantiene
la mirada con insolencia infinita, la insulto gravemente moviendo
apenas los labios. Nos encontramos a bastantes metros el uno del otro
pero el idioma de la injuria debe de ser universal porque, cuando por
fin recojo la comida, constato que el tío nos ha okupado también la
mesa y ambos me miran ofendidísmos. Personalmente, me hace muchísima
gracia esta gente que va por la vida buscando conflicto, y cuando lo
encuentra son ellos los agraviados. Para no tenerla, nos mudamos a la
mesa de al lado, que ha quedado libre, y tengo buen cuidado de darles
la espalda, no sea que entre chip y chip no lo soporte más y le
acabe metiendo al subnormal el teleobjetivo por el culo.
Terminada la comida, que no me ha sentado tan bien como quisiera, nos vamos hasta la orilla y a admirar la infinidad de icebergs que se agolpa en la laguna. Tenemos, eso sí, cuidado de irnos en dirección contraria a nuestros camaradas. Hace años vi una foto que me impactó muchísimo: era un grupo de autocaravanas aparcadas junto a un lago (a mí me pareció el mar) en el que flotaban icebergs. Fue un flechazo idéntico al que me sucedió con la imagen del palacio de Ishak Pachá en Dogubeyazit, cerca de la frontera turco-iraní: lo ves y algo muy poderoso te dice por dentro: tengo que llegar hasta ahí.
Y aquí estamos.
Puente de la N1 sobre el canal |
Paseamos ahora junto al canal de los témpanos, donde la corriente
arrastra los icebergs hasta el mar. Una vez allí, el oleaje los
empuja y forma lo que llaman la Diamond Beach. El escenario es
tan surrealista, y el contraste entre la arena negra y el hielo tan
radical que nos sentimos hechizados, incapaces de marcharnos.
Diamond Beach |
Diamond Beach |
Diamond Beach |
Diamond Beach |
Pero al final acabamos por irnos. Remontamos otra vez. La marea ha cambiado de signo y algunos témpanos regresan hacia la laguna. Un grupo de gaviotas que descansaba sobre una de las masas de hielo asisten, impávidas, la inversión de la marcha. Se asemejan a un grupo de viajeros a pique de protestar porque el autobús ha decidido deshacer la ruta. De repente su iceberg choca con otro, está a punto de voltearse y huyen todas, volando despavoridas.
También se ven focas pescando en el canal.
El paseo nos ha abierto el apetito, así que en otro kiosko nos
compramos unos crepes. Otro vistazo al hielo de la laguna y nos
marchamos con la convicción, alegre y triste, de que acabamos de
visitar lo más hermoso de Islandia.
Arrancamos y seguimos por la Ring Road durante 63 kilómetros.
Entonces nos desviamos a la izquierda en dirección a Hoffel. Me he
descargado una aplicación donde vienen los baños termales de toda
la isla, y aquí hay unos al aire libre que tienen buena pinta. El
precio, en cambio, no es tan apetecible: 2.000 coronas (14,5 euros)
por persona, niños gratis. Según reseñas de Google de hace menos
de un mes el precio era la mitad, se ve que han decidido actualizarse
de forma drástica.
El sitio en cuestión se compone de una serie de piscinas redondas de unos 70 centímetros de profundidad. Las hay (como veremos por todo Islandia) de dos temperaturas: 39 y 42 grados, uno arriba o abajo. En la primeras se aguanta bastante bien. En las segundas no. Resulta divertido ver a la gente bajarse abrigada de los vehículos y cambiarse en un vestuario. Nosotros, que traemos la casa a cuestas, salimos ya pertrechados de bañador y toalla, un poco a la carrera porque la temperatura no está para bromas: la lengua glaciar del Hoffellsfjöll la tenemos a apenas cinco kilómetros.
En algún sitio leí que las termas en Islandia eran el equivalente
al bar de la esquina, y aquí la similitud se cumple a rajatabla: un
grupo de treinteañeros se baña, charla animadamente y bebe packs
enteros de latas de cerveza (sobre el alcohol en Islandia hablaré
más adelante). Por fortuna son comedidos y la juerga no pasa a
mayores, aunque uno de ellos se anima y se cambia de piscina a
departir animadamente con una familia de turistas.
Camino de Stafafell |
Terminado el baño en esta tarde inacabable, recorremos en soledad absoluta los 43 kilómetros que quedan hasta Stafafell (no confundir con Skaftafell, donde dormimos ayer ), un cámping en mitad de la nada porque en esta zona los pueblos, al más puro estilo neozelandés, son una simple suma de granjas. La recepcionista es una chica jovencísima con pinta de elfa. Como suele suceder en estas latitudes, a las doce de la noche hay una familia montando una tienda y, antes de que desayunemos, ya han recogido y se han marchado. Madre santa, qué energía.
Kilómetros recorridos
Parcial: 167 km.
Total: 962 km.
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