sábado, 18 de febrero de 2023

Día 6

 13 de julio

Nos levantamos ligerito, que hemos quedado a las 11:20 con los chicos de Ice Lagoon, y desde aquí a Jökulsárlón son 57 kilómetros. Vamos rodeando la parte más meridional del Vatnajökull y sus numerosas lenguas glaciares. Un poco antes de llegar hay otra laguna llamada Fjallsárlón, donde se ve el frente glaciar más cerca, pero falta el tiempo. Al llegara nuestro destino descubrimos que hay bastante gente, y nos cuesta encontrar aparcamiento para nuestros 7,4 metros. Luego localizamos el camión-local de la empresa, donde tras identificarnos nos embuten en unos trajes térmicos tan abultados que parecemos muñecos Michelín. Me ayuda una chica que después resultará ser nuestra guía de la excursión. Se dirige a mí en español y le comento, sorprendido, que lo habla muy bien pero no agradece el cumplido, tengo la sensación de que sospecha en mí intenciones ligoteras, de modo que me pongo en modo aséptico. Más tarde, cuando compruebe que formo parte de una feliz familia, volverá a relajarse y ya podremos intercambiar comentarios libremente. Por cierto que Inari se hace amigo suyo y al final de la excursión incluso se sacan una foto juntos.

El camión 4x4
Embarcando
En marcha

Jökulsárlón es una laguna de 7 kilómetros de longitud en la que desemboca el glaciar Breiðamerkurjökull, a su vez una lengua del Vatnajökull, el segundo mayor glaciar del planeta y que ocupa la décima parte de la superficie de Islandia. Apareció por primera vez en 1934-1935, y en 1975 pasó de 7,9 km² a los actuales 18 km², debido a la fusión acelerada de los glaciares. Tiene una profundidad máxima de unos 200 metros, lo que lo convierte probablemente en el segundo lago más profundo de Islandia.




La gente aquí suele montarse en barcos anfibios para darse una vuelta de treinta minutos, pero a nosotros nos apetece un poco más de acción y hemos reservado plaza en una zodiac que nos lleva hasta el mismísimo frente del glaciar. Vamos con un grupo de franceses y con Tamara, que así se llama nuestra guía-piloto. De padre serbio, madre húngara y nacida en Austria habla, como era de esperar, un montón de idiomas. Disfruta de la excursión casi más que nosotros y ello, unido al día magnífico que ha salido, convierte la experiencia en algo inigualable, aunque yo sufro estrés tecnológico: como me he traído el móvil, la Nikon, y la Insta360 (una cámara de acción que compré pocos días antes del viaje), no doy abasto a sacar fotos y grabar vídeos. Por fortuna para mí los franceses, con esa cicatería tan propia del turista, se han posesionado íntegramente de la proa y dispongo en la parte de atrás de todo el espacio del mundo para manejar mis cachivaches.



Al regresar, y tras desembutirnos de nuestros mega-trajes, decidimos comer en un puesto ambulante de Fish & Chips. Y aquí tenemos el incidente con turistas más desagradable de todo el viaje: mientras hacemos cola, esperando que sirvan nuestro pedido, aparece una pareja de mediana edad. Con esta especial intuición que te dan los años percibo algo en ellos que no me gusta, especialmente el tipo, que carga con una réflex y un teleobjetivo enorme y mira a su alrededor con desagrado, como deseando que nos desintegráramos todos. Bego e Inari se han ido a sentar en una de las mesas de madera de las que dispone el chiringuito. Cuando me vuelvo a mirar no doy crédito: la mujer se ha sentado a la misma mesa. Una mirada que intercambio con Bego me basta para comprender que lo ha hecho sin pedir permiso. La indignación me puede, y como la tipa me mantiene la mirada con insolencia infinita, la insulto gravemente moviendo apenas los labios. Nos encontramos a bastantes metros el uno del otro pero el idioma de la injuria debe de ser universal porque, cuando por fin recojo la comida, constato que el tío nos ha okupado también la mesa y ambos me miran ofendidísmos. Personalmente, me hace muchísima gracia esta gente que va por la vida buscando conflicto, y cuando lo encuentra son ellos los agraviados. Para no tenerla, nos mudamos a la mesa de al lado, que ha quedado libre, y tengo buen cuidado de darles la espalda, no sea que entre chip y chip no lo soporte más y le acabe metiendo al subnormal el teleobjetivo por el culo.


Terminada la comida, que no me ha sentado tan bien como quisiera, nos vamos hasta la orilla y a admirar la infinidad de icebergs que se agolpa en la laguna. Tenemos, eso sí, cuidado de irnos en dirección contraria a nuestros camaradas. Hace años vi una foto que me impactó muchísimo: era un grupo de autocaravanas aparcadas junto a un lago (a mí me pareció el mar) en el que flotaban icebergs. Fue un flechazo idéntico al que me sucedió con la imagen del palacio de Ishak Pachá en Dogubeyazit, cerca de la frontera turco-iraní: lo ves y algo muy poderoso te dice por dentro: tengo que llegar hasta ahí.

Y aquí estamos.

Puente de la N1 sobre el canal 

Paseamos ahora junto al canal de los témpanos, donde la corriente arrastra los icebergs hasta el mar. Una vez allí, el oleaje los empuja y forma lo que llaman la Diamond Beach. El escenario es tan surrealista, y el contraste entre la arena negra y el hielo tan radical que nos sentimos hechizados, incapaces de marcharnos.

Diamond Beach
Diamond Beach
Diamond Beach
Diamond Beach

Pero al final acabamos por irnos. Remontamos otra vez. La marea ha cambiado de signo y algunos témpanos regresan hacia la laguna. Un grupo de gaviotas que descansaba sobre una de las masas de hielo asisten, impávidas, la inversión de la marcha. Se asemejan a un grupo de viajeros a pique de protestar porque el autobús ha decidido deshacer la ruta. De repente su iceberg choca con otro, está a punto de voltearse y huyen todas, volando despavoridas.

También  se ven focas pescando en el canal.

El paseo nos ha abierto el apetito, así que en otro kiosko nos compramos unos crepes. Otro vistazo al hielo de la laguna y nos marchamos con la convicción, alegre y triste, de que acabamos de visitar lo más hermoso de Islandia.


Arrancamos y seguimos por la Ring Road durante 63 kilómetros. Entonces nos desviamos a la izquierda en dirección a Hoffel. Me he descargado una aplicación donde vienen los baños termales de toda la isla, y aquí hay unos al aire libre que tienen buena pinta. El precio, en cambio, no es tan apetecible: 2.000 coronas (14,5 euros) por persona, niños gratis. Según reseñas de Google de hace menos de un mes el precio era la mitad, se ve que han decidido actualizarse de forma drástica.

El sitio en cuestión se compone de una serie de piscinas redondas de unos 70 centímetros de profundidad. Las hay (como veremos por todo Islandia) de dos temperaturas: 39 y 42 grados, uno arriba o abajo. En la primeras se aguanta bastante bien. En las segundas no. Resulta divertido ver a la gente bajarse abrigada de los vehículos y cambiarse en un vestuario. Nosotros, que traemos la casa a cuestas, salimos ya pertrechados de bañador y toalla, un poco a la carrera porque la temperatura no está para bromas: la lengua glaciar del Hoffellsfjöll la tenemos a apenas cinco kilómetros.

En algún sitio leí que las termas en Islandia eran el equivalente al bar de la esquina, y aquí la similitud se cumple a rajatabla: un grupo de treinteañeros se baña, charla animadamente y bebe packs enteros de latas de cerveza (sobre el alcohol en Islandia hablaré más adelante). Por fortuna son comedidos y la juerga no pasa a mayores, aunque uno de ellos se anima y se cambia de piscina a departir animadamente con una familia de turistas.

Camino de Stafafell 

Terminado el baño en esta tarde inacabable, recorremos en soledad absoluta los 43 kilómetros que quedan hasta Stafafell (no confundir con Skaftafell, donde dormimos ayer ), un cámping en mitad de la nada porque en esta zona los pueblos, al más puro estilo neozelandés, son una simple suma de granjas. La recepcionista es una chica jovencísima con pinta de elfa. Como suele suceder en estas latitudes, a las doce de la noche hay una familia montando una tienda y, antes de que desayunemos, ya han recogido y se han marchado. Madre santa, qué energía.

Kilómetros recorridos

Parcial: 167 km.

Total: 962 km.

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