sábado, 15 de octubre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (20)

ISLA NORTE



10 de agosto
Temperatura al amanecer: -1º C
Hoy toca barco. Por fin subiremos al ferry que, en cierta medida, ha condicionado toda nuestra visita a la Isla Sur. Cuando le digo al Tomtom que me lleve a Picton, perplejidad: la ruta que sugiere plantea un enorme desvío siguiendo la carretera principal (primero la 6, luego la 1). En total, 90 kilómetros. En cambio, a partir de Havelock sale un trazado alternativo que parece muy curvilíneo, pero que tiene 27 kilómetros menos. ¿Tan mala será esa carretera? El barco sale a las 14:30 y tenemos que estar en el puerto una hora antes. Bueno, llegado el momento decidiremos.
Por lo pronto recorremos los 10 kilómetros que nos separan de nuestra última visita en isla: Pelorus Bridge. En este lugar Peter Jackson rodó una de las escenas de la segunda parte de El Hobbit, en la que unos enanos descienden por el río metidos en toneles.

Puente sobre el Rai River
Puente sobre el Rai River
Dejamos la auto en un parking que hay a la izquierda una vez cruzado el puente y estudiamos la oferta de rutas a pie. Primero vamos hasta un puente colgante que hay sobre el Rai River justo antes de su desembocadura en el Pelorus. Toda la parte en la que aún no ha dado el sol se halla cubierta de escarcha; por suerte para nosotros, los kiwis tienen la feliz costumbre de poner malla de alambre sobre las tablazones de madera precisamente para evitar resbalones con el hielo. El sendero continúa más allá, pero como tenemos poco tiempo decidimos regresar a la auto; justo de allí sale otro camino circular que llega hasta un totara de 30 metros de altura. Dicho árbol era muy importante para la cultura maorí, con él fabricaban entre otras cosas canoas de guerra, y a menudo estaba protegido por tapu (tabú). Menos escrupulosos sin duda fueron los europeos, que arrasaron prácticamente todo lo que crecía en la región; esta zona es el último y exiguo resto de bosque primigenio, y se salvó in extremis cuando las talas fueron paralizadas.

Pelorus River
La vereda nos lleva muy cerca de la orilla, y no resistimos la tentación de bajar hasta ella. Resulta un lugar increíble, porque este río lleva las aguas más cristalinas que hemos visto en la vida. Se está muy bien al solito; tanto que Inari y su madre prefieren quedarse un rato más; por mi parte, me iré en busca del totara, y luego nos veremos en la auto.
Realmente es una experiencia embrujadora caminar solo a través de la frondosa vegetación. El camino está perfectamente marcado, aunque solo sea por la cantidad de gente que ha venido por aquí. Sin embargo, dudo al llegar a un cruce. ¿Y si me pierdo? Mal día sería hoy, que vamos con el reloj en la mano. Encuentro dos árboles imponentes, pero ninguno es el totara, que se encuentra un poco más allá y que destaca inconfundible. Tiene menos copa de la que esperaba, pero el tronco es enorme y muy viejo. Siempre que me aproximo a uno de estos gigantes me asaltan sentimientos contrapuestos; creo que los más perturbadores son los que tienen que ver con el contraste entre su vida cuasi-eterna y mi propia y efímera existencia.

El bosque embrujado
El bosque embrujado

Helecho arborescente
El totara
Reunidos de nuevo, ponemos rumbo a Picton siguiendo el curso del Pelorus. Al llegar a Havelock vemos a la izquierda la carretera de marras con un cartel donde se lee: Queen Charlotte Drive. Bueno, si tiene nombre propio tampoco será tan mala. La tomamos y encontramos lo esperable, un recorrido estrecho y curvilíneo por la orilla del fiordo. Muchos giros son tan cerrados que los grandes camiones no podrían pasar. Pero nosotros sí. La verdad es que el recorrido vale la pena, sobre todo si se hace con cielo despejado, como hoy. Las subidas y bajadas, las curvas y recontracurvas y las empinadas laderas recuerdan mucho a la costa turca del Mar Negro, que recorrimos de Oeste a Este en busca de Trapisonda y la frontera con Irán. Cuando has viajado descubres que, de una u otra forma, un viaje contiene todos los demás.

Camino de Picton
Del bosque al barco
Finalmente, y tras un descenso sacacorchos, aparece Picton agazapado en el fondo de la bahía. Poco más de cuatro mil habitantes, mucho más pequeño de lo que esperaba, sobre todo teniendo en cuenta que es el nodo de conexión marítima de la Isla Sur con la capital del país.
Todo puerto que se precie ha de tener su punto caótico; si no, no es puerto. Como nos ocurrió en Tánger, Igoumenitsa, o Civitavecchia, lo que parece sencillo -esto es, subirse a un ferry- se transforma en una pequeña odisea, aunque siempre con final feliz. Existen dos compañías que cruzan el Estrecho de Cook, Bluebridge e Interislander; la nuestra es la segunda. Siguiendo el GPS llegamos a la zona de pre-embarque y enseguida detectamos que algo no va bien, porque allí solo hay camiones y remolques. Se baja Bego a leer un cartel que había a la entrada, y allí dice que las oficinas de Interislander las han trasladado de sitio, y te indican cómo llegar. Menos mal que venimos con tiempo de sobra.

El embarque

El embarque
Una vez localizado el nuevo emplazamiento vemos que las indicaciones nos mandan directamente a la cola del ferry. Pero nosotros no tenemos billetes físicos, sino unos simples papeles sacados de la impresora donde te advierten que antes de embarcar pases por las oficinas, así que reculo como puedo antes de que venga alguien más y nos cierre la salida. Se acerca Bego a las oficinas, y allí le dicen que no problem, que a la cola. El controlador nos pide que cerremos la llave del gas y nos da una etiqueta para que colguemos del retrovisor donde pone LPG GAZ. Toca ahora una larga espera, pero cuando tienes tu casa detrás de los asientos la verdad es que importa poco. Aprovechamos para preparar unos sándwichs nos íbamos a comer en el barco, pero como hace hambre nos los zampamos ahora.
Poco a poco van llegando más vehículos (supongo que recorrer el puerto haciendo gymkana a todo el mundo le debe de llevar lo suyo); a las furgonetas y autocaravanas nos ponen en una fila, y a los turismos en otra. Los camiones entran por una vía elevada. y lo hacen los primeros. Suben, dejan el remolque y la cabeza tractora desciende a tierra.

Despedida 
El nombre de la nave
El fiordo
Por fin llega nuestro turno. Compruebo que este ferry se parece mucho al que nos llevó de Grecia a Italia: accedes por la cubierta inferior y una rampa te conduce arriba. Cuando la procesión se detiene, nos quedamos en el estrecho pasillo que comunica la parte descubierta con la interior. Bajamos sin dificultad, pero algunos se han arrimado tanto a la pared que casi no hay espacio para pasar. Y en la auto no te puedes quedar: un empleado se encarga de cerrar la puerta que separa la zona de pasajeros de la bodega en cuanto salgan los últimos, o sea, nosotros. Con tanto coche, ¿cómo sabe que no queda nadie más?

Deforestación

Aislados
Permanecemos en cubierta viendo cómo el barco leva anclas y se aleja de tierra. La verdad es que da pena marcharse de esta isla que nos ha parecido tan bonita. Aunque la despedida no va a ser menos: durante la primera mitad del viaje nos movemos por el interior del Queen Charlotte Sound, un fiordo bellísimo al que hace tan solo dos años que le devolvieron oficialmente su nombre originario, Totaranui. Es cierto que nos perdimos la excursión por el Milford, pero hay que reconocer que esta otra no desmerece en nada.
Al subir nos han dado un folleto informativo sobre el barco. Así me entero de que el Kaiarahi, que así se llama la nave, fue botado en Sevilla (¡Spain!) en 1998, que está registrado en Londres y que la empresa propietaria es sueca. Que tiene capacidad para 550 pasajeros y que desplaza veintidós mil toneladas. Que durante muchos años se llamó Stena Alegra, y que en 2015 fue remozado en Singapur, de ahí que parezca tan nuevo. Hay también algunas páginas en las que aparece la tripulación sonriente (incluido el capitán) dándonos la bienvenida. Reconozco que esta campechanía me sorprende muchísimo.

Lo último de la Isla del Sur
Primera vista de la Isla del Norte
El trayecto recuerda mucho al que hicimos por el Sognefjorden, en Noruega: casas aisladas sin más comunicación que el agua, una antigua estación ballenera... Solo que aquí vamos de cabeza al mar. Unas agrestes rocas nos despiden definitivamente. Sorprende ver la Isla Norte tan cerca. Pero claro, desde aquí en línea recta apenas hay 30 kilómetros.
Al salir a mar abierto el barco empieza a cabecear, y además hace muchísimo frío. Bego e Inari hace rato que se metieron dentro. Los encuentro en una sala habilitada como guardería con juegos, tele y pizarra. . Es una suerte, porque después de tres semanas de viaje nuestro hijo está empezando a dar muestras de agotamiento (mental, que no físico) y a hartarse de las visitas de los papás. Por ello, como el genio de la lámpara, le propongo que pida tres deseos. Tras una breve negociación salen los siguientes:
a) Cenar en un restaurante.
b) Visitar un zoo.
c) Llevarle a la cueva de las luciérnagas.
El primero es fácil y seguramente lo podamos cumplir esta noche. En cuanto al zoo, había pensado en el de Madrid, pero miraré si hay alguno en Wellington. En cuanto a Waitomo, nos cae a trasmano de la ruta, pero haremos lo posible por acercarnos hasta allí.

Hacia la popa
Hacia la proa


Mientras tanto, nos hemos aproximado a la costa y empezamos a bordearla hasta encontrar la entrada a la Bahía de Wellington. Siempre que llego por mar a una ciudad desconocida me parece aún más misteriosa. ¿Cómo será? ¿Qué secretos esconderá?  Solo hay edificios altos en el centro, en la zona cercana al puerto. El resto se extiende por las colinas circundantes y son en su mayoría chalets de planta baja; esto es algo que tampoco me esperaba. Pese a ser la capital del país, Wellington tiene solo doscientos mil habitantes, y es más pequeña que Christchurch, y por supuesto bastante más pequeña que Auckland. Durante un corto periodo de tiempo, dicha ciudad fue la sede del gobierno de Nueva Zelanda; supongo que la idea de trasladarlo más al Sur fue un intento salomónico de contentar a las dos islas.

Atardece en la Bahía de Wellington

Nos persiguen

Atardece en la Bahía de Wellington
La llegada a Wellington es también caótica, al menos para nosotros: está anocheciendo, y no vemos otra salida que la de seguir al coche que llevamos delante; de esta forma acabamos en la carretera que enfila hacia el Norte. Damos la vuelta como podemos y nos dirigimos al centro. Ahora que lo veo en Google Maps compruebo que la distancia no es muy grande pero en esas circunstancias, de noche y en una urbe desconocida, se me hace eterna. Nos metemos en un aparcamiento en la confluencia de Wakefield Street y Jervois Quay, a dos dólares la hora. Salimos a dar una vuelta y de paso buscamos un sitio para la cena prometida.
Si Dunedin nos dio la impresión de ser una ciudad norteamericana, Wellington lo parece aún más, sobre todo por la mezcla étnica que se ve por la calle. Nos metemos por un callejón decorado con pinturas y luces psicodélicas, pero también lugar elegido por los borrachos para dormir. Salimos a Manners Street y giramos a la izquierda. Inari se queda extasiado a la puerta del Great India, donde exhiben una carpa descomunal en un acuario, y quiere que entremos a cenar aquí. Le explicamos que la comida hindú pica mucho y que no es apta para niños, al menos niños occidentales. Elegir restaurante no debería ser difícil, porque los hay a patadas. Habíamos pensado en una pizzería muy recomendada; sin embargo, esta noche nuestro vástago manda, y al final optamos por la opción más segura: un Burger King.
El local es enorme, pero está casi vacío. Una pantalla de truepemil pulgadas emite juegos olímpicos sin cesar. Hacemos nuestro pedido y, como es preceptivo en estos lugares, pagamos por adelantado. Para mi sorpresa, el dependiente no me da ningún ticket. Debe de notar mi cara de asombro, porque sin decir yo nada me repite uno por uno los ítems del pedido y su correspondiente precio. La comida es muy parecida a la que esta cadena vende en España, pero en lugar de utilizar bandeja te la sirven en bolsas de papel. Entendemos por qué: la gente viene, compra la comida y se la lleva. Ninguno es blanco. Más que en Nueva Zelanda parece que nos halláramos en Indonesia o Sri Lanka. Una pareja con dos niños merodea junto a nosotros y se sienta en la mesa de al lado. Dan los cuatro aspecto de pobreza triste. A los niños se los ve bastante asalvajados, y la verdad es que da todo un poco de miedo.
Salimos a la calle y regresamos al aparcamiento, evitando en esta ocasión el callejón de los borrachos. Al entrar en la auto, nuestro adiestrado olfato nos recuerda algo que con las emociones de la travesía hemos olvidado: vaciar las negras. Qué fastidio, pensábamos dormir al Sur de Wellington, en un aparcamiento batido por las olas, y ahora hay que ponerse a buscar un water. Lo localizo a 4 kilómetros de aquí, en un puerto deportivo  sobre la Bahía de Evans. Para ello cruzamos la ciudad y pasamos por debajo del Monte Victoria mediante un túnel tirando a estrechito. Llegamos a destino y, para nuestra sorpresa, encontramos una veintena de autocaravanas estacionadas y también alguna roulotte. Bajo y trato de localizar la dump station en vano. Todo el mundo está dentro de sus vehículos, no es cuestión de andar llamando. Amplío el radio de búsqueda hasta otro edificio y, alehop, aquí está.
Muevo la auto, hago la toilette completa y a continuación evaluamos. El sitio donde queríamos dormir será sin duda muy bonito, pero no sabemos si estaremos solos o si habrá visitas (la experiencia de Dunedin nos ha dejado bastante escarmentados). Aquí en cambio nos hallamos en la seguridad del cardumen, y además hay guardias tumbados por todo el aparcamiento y cámaras de vigilancia que sin duda desanimarán a los aguerridos del volante. Bien es cierto que tenemos el aeropuerto al lado, pero nada en la vida es perfecto. Nos quedamos.


Kilómetros etapa: 78 (carretera), 100 (barco)
Kilómetros viaje: 3.723


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