Temperatura al
amanecer: -1º C
Hoy toca barco. Por
fin subiremos al ferry que, en cierta medida, ha condicionado toda nuestra
visita a la Isla Sur.
Cuando le digo al Tomtom que me lleve a Picton, perplejidad: la ruta que
sugiere plantea un enorme desvío siguiendo la carretera principal (primero la
6, luego la 1). En total, 90
kilómetros . En cambio, a partir de Havelock sale un
trazado alternativo que parece muy curvilíneo, pero que tiene 27 kilómetros menos.
¿Tan mala será esa carretera? El barco sale a las 14:30 y tenemos que estar en
el puerto una hora antes. Bueno, llegado el momento decidiremos.
Por lo pronto
recorremos los 10
kilómetros que nos separan de nuestra última visita en
isla: Pelorus Bridge. En este lugar
Peter Jackson rodó una de las escenas de la segunda parte de El Hobbit, en la que unos enanos descienden
por el río metidos en toneles.
Puente sobre el Rai River |
Puente sobre el Rai River |
Dejamos la auto en
un parking que hay a la izquierda una vez cruzado el puente y estudiamos la
oferta de rutas a pie. Primero vamos hasta un puente colgante que hay sobre el Rai River justo antes de su
desembocadura en el Pelorus. Toda la
parte en la que aún no ha dado el sol se halla cubierta de escarcha; por suerte
para nosotros, los kiwis tienen la feliz
costumbre de poner malla de alambre sobre las tablazones de madera precisamente
para evitar resbalones con el hielo. El sendero continúa más allá, pero como
tenemos poco tiempo decidimos regresar a la auto; justo de allí sale otro
camino circular que llega hasta un totara
de 30 metros
de altura. Dicho árbol era muy importante para la cultura maorí, con él
fabricaban entre otras cosas canoas de guerra, y a menudo estaba protegido por tapu (tabú). Menos escrupulosos sin duda
fueron los europeos, que arrasaron prácticamente todo lo que crecía en la
región; esta zona es el último y exiguo resto de bosque primigenio, y se salvó in extremis cuando las talas fueron
paralizadas.
Pelorus River |
La vereda nos lleva
muy cerca de la orilla, y no resistimos la tentación de bajar hasta ella.
Resulta un lugar increíble, porque este río lleva las aguas más cristalinas que
hemos visto en la vida. Se está muy bien al solito; tanto que Inari y su madre prefieren
quedarse un rato más; por mi parte, me iré en busca del totara, y luego nos veremos en la auto.
Realmente es una
experiencia embrujadora caminar solo a través de la frondosa vegetación. El
camino está perfectamente marcado, aunque solo sea por la cantidad de gente que
ha venido por aquí. Sin embargo, dudo al llegar a un cruce. ¿Y si me pierdo? Mal
día sería hoy, que vamos con el reloj en la mano. Encuentro dos árboles imponentes,
pero ninguno es el totara, que se
encuentra un poco más allá y que destaca inconfundible. Tiene menos copa de la
que esperaba, pero el tronco es enorme y muy viejo. Siempre que me aproximo a
uno de estos gigantes me asaltan sentimientos contrapuestos; creo que los más perturbadores
son los que tienen que ver con el contraste entre su vida cuasi-eterna y mi
propia y efímera existencia.
El bosque embrujado |
El bosque embrujado |
Helecho arborescente |
El totara |
Reunidos de nuevo,
ponemos rumbo a Picton siguiendo el curso del Pelorus. Al llegar a Havelock vemos a la izquierda la carretera de
marras con un cartel donde se lee: Queen
Charlotte Drive. Bueno, si tiene nombre propio tampoco será tan mala. La
tomamos y encontramos lo esperable, un recorrido estrecho y curvilíneo por la
orilla del fiordo. Muchos giros son tan cerrados que los grandes camiones no podrían
pasar. Pero nosotros sí. La verdad es que el recorrido vale la pena, sobre todo
si se hace con cielo despejado, como hoy. Las subidas y bajadas, las curvas y
recontracurvas y las empinadas laderas recuerdan mucho a la costa turca del Mar
Negro, que recorrimos de Oeste a Este en busca de Trapisonda y la frontera con
Irán. Cuando has viajado descubres que, de una u otra forma, un viaje contiene
todos los demás.
Camino de Picton |
Del bosque al barco |
Finalmente, y tras
un descenso sacacorchos, aparece Picton agazapado en el fondo de la bahía. Poco
más de cuatro mil habitantes, mucho más pequeño de lo que esperaba, sobre todo teniendo
en cuenta que es el nodo de conexión marítima de la
Isla Sur con la capital del país.
Todo puerto que se
precie ha de tener su punto caótico; si no, no es puerto. Como nos ocurrió en
Tánger, Igoumenitsa, o Civitavecchia, lo que parece sencillo -esto es, subirse
a un ferry- se transforma en una pequeña odisea, aunque siempre con final
feliz. Existen dos compañías que cruzan el Estrecho de Cook, Bluebridge e Interislander; la nuestra es la segunda. Siguiendo el GPS llegamos a
la zona de pre-embarque y enseguida detectamos que algo no va bien, porque allí
solo hay camiones y remolques. Se baja Bego a leer un cartel que había a la
entrada, y allí dice que las oficinas de Interislander
las han trasladado de sitio, y te indican cómo llegar. Menos mal que venimos
con tiempo de sobra.
El embarque |
El embarque |
Una vez localizado
el nuevo emplazamiento vemos que las indicaciones nos mandan directamente a la
cola del ferry. Pero nosotros no tenemos billetes físicos, sino unos simples
papeles sacados de la impresora donde te advierten que antes de embarcar pases
por las oficinas, así que reculo como puedo antes de que venga alguien más y
nos cierre la salida. Se acerca Bego a las oficinas, y allí le dicen que no
problem, que a la cola. El controlador nos pide que cerremos la llave del gas y
nos da una etiqueta para que colguemos del retrovisor donde pone LPG GAZ. Toca
ahora una larga espera, pero cuando tienes tu casa detrás de los asientos la
verdad es que importa poco. Aprovechamos para preparar unos sándwichs nos
íbamos a comer en el barco, pero como hace hambre nos los zampamos ahora.
Poco a poco van
llegando más vehículos (supongo que recorrer el puerto haciendo gymkana a todo el mundo le debe de
llevar lo suyo); a las furgonetas y autocaravanas nos ponen en una fila, y a
los turismos en otra. Los camiones entran por una vía elevada. y lo hacen los
primeros. Suben, dejan el remolque y la cabeza tractora desciende a tierra.
Despedida |
El nombre de la nave |
El fiordo |
Por fin llega
nuestro turno. Compruebo que este ferry se parece mucho al que nos llevó de
Grecia a Italia: accedes por la cubierta inferior y una rampa te conduce
arriba. Cuando la procesión se detiene, nos quedamos en el estrecho pasillo que
comunica la parte descubierta con la interior. Bajamos sin dificultad, pero
algunos se han arrimado tanto a la pared que casi no hay espacio para pasar. Y
en la auto no te puedes quedar: un empleado se encarga de cerrar la puerta que separa
la zona de pasajeros de la bodega en cuanto salgan los últimos, o sea,
nosotros. Con tanto coche, ¿cómo sabe que no queda nadie más?
Deforestación |
Aislados |
Permanecemos en
cubierta viendo cómo el barco leva anclas y se aleja de tierra. La verdad es
que da pena marcharse de esta isla que nos ha parecido tan bonita. Aunque la
despedida no va a ser menos: durante la primera mitad del viaje nos movemos por
el interior del Queen Charlotte Sound,
un fiordo bellísimo al que hace tan solo dos años que le devolvieron
oficialmente su nombre originario, Totaranui.
Es cierto que nos perdimos la excursión por el Milford, pero hay que
reconocer que esta otra no desmerece en nada.
Al subir nos han
dado un folleto informativo sobre el barco. Así me entero de que el Kaiarahi, que así se llama la nave, fue
botado en Sevilla (¡Spain!) en 1998, que está registrado en Londres y que la
empresa propietaria es sueca. Que tiene capacidad para 550 pasajeros y que
desplaza veintidós mil toneladas. Que durante muchos años se llamó Stena Alegra, y que en 2015 fue remozado
en Singapur, de ahí que parezca tan nuevo. Hay también algunas páginas en las
que aparece la tripulación sonriente (incluido el capitán) dándonos la
bienvenida. Reconozco que esta campechanía me sorprende muchísimo.
Lo último de la Isla del Sur |
Primera vista de la Isla del Norte |
El trayecto recuerda
mucho al que hicimos por el Sognefjorden,
en Noruega: casas aisladas sin más comunicación que el agua, una antigua
estación ballenera... Solo que aquí vamos de cabeza al mar. Unas agrestes rocas
nos despiden definitivamente. Sorprende ver la
Isla Norte tan cerca. Pero claro, desde
aquí en línea recta apenas hay 30 kilómetros .
Al salir a mar abierto
el barco empieza a cabecear, y además hace muchísimo frío. Bego e Inari hace
rato que se metieron dentro. Los encuentro en una sala habilitada como guardería
con juegos, tele y pizarra. . Es una suerte,
porque después de tres semanas de viaje nuestro hijo está empezando a dar
muestras de agotamiento (mental, que no físico) y a hartarse de las visitas de
los papás. Por ello, como el genio de la lámpara, le propongo que pida tres
deseos. Tras una breve negociación salen los siguientes:
a) Cenar en un restaurante.
b) Visitar un zoo.
c) Llevarle a la
cueva de las luciérnagas.
El primero es fácil
y seguramente lo podamos cumplir esta noche. En cuanto al zoo, había pensado en
el de Madrid, pero miraré si hay alguno en Wellington. En cuanto a
Waitomo, nos cae a trasmano de la ruta, pero haremos lo posible por acercarnos
hasta allí.
Hacia la popa |
Hacia la proa |
Mientras tanto, nos hemos aproximado a la costa y empezamos a bordearla hasta encontrar la entrada a la Bahía de
Wellington. Siempre que llego por mar a una ciudad desconocida me parece aún
más misteriosa. ¿Cómo será? ¿Qué secretos esconderá? Solo hay edificios altos en el centro, en la
zona cercana al puerto. El resto se extiende por las colinas circundantes y son
en su mayoría chalets de planta baja; esto es algo que tampoco me esperaba.
Pese a ser la capital del país, Wellington tiene solo doscientos mil
habitantes, y es más pequeña que Christchurch, y por supuesto bastante más
pequeña que Auckland. Durante un corto periodo de tiempo, dicha ciudad fue la
sede del gobierno de Nueva Zelanda; supongo que la idea de trasladarlo más al
Sur fue un intento salomónico de contentar a las dos islas.
Atardece en la Bahía de Wellington |
Nos persiguen |
Atardece en la Bahía de Wellington |
La llegada a
Wellington es también caótica, al menos para nosotros: está anocheciendo, y no
vemos otra salida que la de seguir al coche que llevamos delante; de esta forma
acabamos en la carretera que enfila hacia el Norte. Damos la vuelta como
podemos y nos dirigimos al centro. Ahora que lo veo en Google Maps compruebo que
la distancia no es muy grande pero en esas circunstancias, de noche y en una urbe
desconocida, se me hace eterna. Nos metemos en un aparcamiento en la
confluencia de Wakefield Street y Jervois Quay, a dos dólares la hora. Salimos
a dar una vuelta y de paso buscamos un sitio para la cena prometida.
Si Dunedin nos dio
la impresión de ser una ciudad norteamericana, Wellington lo parece aún más,
sobre todo por la mezcla étnica que se ve por la calle. Nos metemos por un
callejón decorado con pinturas y luces psicodélicas, pero también lugar elegido
por los borrachos para dormir. Salimos a Manners
Street y giramos a la izquierda. Inari se queda extasiado a la puerta del Great India, donde exhiben una carpa
descomunal en un acuario, y quiere que entremos a cenar aquí. Le explicamos que
la comida hindú pica mucho y que no es apta para niños, al menos niños
occidentales. Elegir restaurante no debería ser difícil, porque los hay a
patadas. Habíamos pensado en una pizzería muy recomendada; sin embargo, esta
noche nuestro vástago manda, y al final optamos por la opción más segura: un Burger King.
El local es enorme,
pero está casi vacío. Una pantalla de truepemil
pulgadas emite juegos olímpicos sin cesar. Hacemos nuestro pedido y, como es
preceptivo en estos lugares, pagamos por adelantado. Para mi sorpresa, el
dependiente no me da ningún ticket. Debe de notar mi cara de asombro, porque
sin decir yo nada me repite uno por uno los ítems del pedido y su
correspondiente precio. La comida es muy parecida a la que esta cadena vende en
España, pero en lugar de utilizar bandeja te la sirven en bolsas de papel.
Entendemos por qué: la gente viene, compra la comida y se la lleva. Ninguno es
blanco. Más que en Nueva Zelanda parece que nos halláramos en Indonesia o Sri
Lanka. Una pareja con dos niños merodea junto a nosotros y se sienta en la mesa
de al lado. Dan los cuatro aspecto de pobreza triste. A los niños se los ve
bastante asalvajados, y la verdad es que da todo un poco de miedo.
Salimos a la calle y
regresamos al aparcamiento, evitando en esta ocasión el callejón de los
borrachos. Al entrar en la auto, nuestro adiestrado olfato nos recuerda algo
que con las emociones de la travesía hemos olvidado: vaciar las negras. Qué
fastidio, pensábamos dormir al Sur de Wellington, en un aparcamiento batido por
las olas, y ahora hay que ponerse a buscar un water. Lo localizo a 4 kilómetros de aquí,
en un puerto deportivo sobre la
Bahía de Evans. Para ello cruzamos la ciudad y pasamos por
debajo del Monte Victoria mediante un túnel tirando a estrechito. Llegamos a
destino y, para nuestra sorpresa, encontramos una veintena de autocaravanas
estacionadas y también alguna roulotte.
Bajo y trato de localizar la dump station
en vano. Todo el mundo está dentro de sus vehículos, no es cuestión de andar
llamando. Amplío el radio de búsqueda hasta otro edificio y, alehop, aquí está.
Muevo la auto, hago
la toilette completa y a continuación
evaluamos. El sitio donde queríamos dormir será sin duda muy bonito, pero no
sabemos si estaremos solos o si habrá visitas
(la experiencia de Dunedin nos ha dejado bastante escarmentados). Aquí en
cambio nos hallamos en la seguridad del cardumen, y además hay guardias tumbados por todo el
aparcamiento y cámaras de vigilancia que sin duda desanimarán a los aguerridos
del volante. Bien es cierto que tenemos el aeropuerto al lado, pero nada en la
vida es perfecto. Nos quedamos.
Kilómetros etapa: 78
(carretera), 100 (barco)
Kilómetros viaje: 3.723
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