domingo, 2 de octubre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (17)

7 de agosto
Temperatura al amanecer: 2º C
60 kilómetros al Norte de donde hemos dormido está el Valle del Oparara, lugar sin duda idílico, con grandes arcos calcáreos y misteriosas cuevas. Pero nosotros no lo conoceremos, al menos en este viaje. El tiempo, eterno enemigo, nos dice que debemos cruzar la isla y enfilar hacia Picton, donde nos espera el ferry. Sin embargo, aún tenemos pendiente el Abel Tasman National Park; marcharse sin visitarlo equivaldría a un disgusto mayúsculo. De manera que, en cuanto llega una hora a la que imaginamos están abiertas las oficinas, llamamos para cambiar la fecha de embarque, y del 9 lo pasaremos al diez. Nos atienden enseguida, y en menos de un minuto está hecho el cambio. ¡Viva la profesionalidad!
Bajamos hasta Wesport para la compra que no pudimos realizar ayer. Mientras Bego va al súper, Inari y yo llenamos y vaciamos en una Dump Station situada en el propio aparcamiento. Así da gusto. Lo que no hay, en cambio y para variar, son papeleras ni contenedores.
Conforme salgo del casco urbano y adquiero velocidad empiezo a oír un clac-clac sospechoso, y caigo en la cuenta: he dejado sin poner el tapón de las grises (para los malpensados: se trata de un simple cierre protector; para soltar el agua es preciso además abrir una llave). El sobredicho tapón va asegurado con una cadenilla, y ahora mismo está rebotando contra el asfalto. Por descontado que no hay a la vista ningún lugar donde apartarse, así que circulo lo más despacio que puedo durante unos cientos de metros. Para cuando consigo detenerme ya es demasiado tarde: la pieza ha volado. Maldiciendo a los santos presbiterianos, desandamos camino con las luces de emergencia puestas y mirando por las cunetas. Cuando venimos de regreso vemos algo negro en mitad de la carretera. Está bastante entero pese a ser de plástico, pero ha perdido una de las sujeciones laterales, de modo que lo guardamos por si podemos arreglarlo. Estas cosas dan más rabia aun que si la autocaravana fuera nuestra.

Tauranga Bay
Tauranga Bay
Islotes frente a Tauranga Bay
Pues sí que estamos lejos
Aparcamiento junto a Tauranga Bay
Nos despedimos ya de la Costa Oeste, pero antes nos acercaremos a la colonia de leones marinos de Tauranga Bay. Hubiera sido guay hacerlo siguiendo el sendero que parte del Cabo Foulwind, pero vamos tarde y no nos daría tiempo. Afortunadamente, existe un aparcamiento en la misma playa de Tauranga, a 500 metros del mirador. El paseo entre vegetación y rocas es, como de costumbre, muy bonito. Hasta que los encontramos; helos allí abajo, sesteando sobre las rocas. En particular hay uno que en media hora larga ni se menea, debe de andar metido en sueños pinnípedos y profundos. Una cría llama angustiada a su madre y trata de acercarse a otros adultos, que la rechazan. Entre las rocas también pululan una especie de gallináceas. En un momento dado, dos de ellas empiezan a hostigar a una tercera, y es de ver las carreras que se pegan de aquí para allá, en medio de la indiferencia de los dormitantes. La persecución dura un buen rato, y al final desaparecen de nuestro campo de visión. Regresan después las dos agresoras, con el el aire tranquilo y cómplice de quien ha cometido un crimen.
En el aparcamiento veo varias papeleras. Todas lucen un cartelito que prohíbe tirar aquí los desechos de las campervan. Pues mira que lo siento, pero la bolsa se va a quedar. Si, como dice alguien, el grado de civilización de un país se mide por la distancia que pone entre él y sus excrementos, está claro que aquí, como en Holanda, se hallan civilizadísimos (todavía me acuerdo de los contenedores subterráneos cerrados a cal y canto mediante combinación secreta). De este modo, algo tan sencillo como tirar la basura se convierte en una auténtica odisea, y venimos arrastrando este problema desde el inicio del viaje: en vez de lugares donde depositar los desperdicios, lo que encontramos son carteles con la leyenda Please, take your litter home. A casa, sí, pero ¿a qué casa? Me imagino a los turistas en el aeropuerto de Auckland arrastrando bolsas descomunales con todos los residuos generados a lo largo de sus vacaciones, y a los aviones con unos ganchos especiales en el fuselaje para llevar las talegas de inmundicas como racimos de uvas.
Sin necesidad de volver a Wesport, por una carretera secundaria ganamos de nuevo la SH 6, que remonta el curso del río Buller con sus vueltas y revueltas. El recorrido es sencillamente espectacular, y el terreno tan montañoso y densamente arbolado que no sé por dónde hubieran echado la carretera si el trabajo de agua no hubiese facilitado las cosas. A veces facilita y a veces es lo contrario, porque encontramos varios sitios donde regulan el paso alterno con semáforos. Aquí la maquinaria pesada se emplea a fondo para limpiar la calzada de la tierra y las piedras desprendidas. En otros, es parte de la carretera la que ha cedido y se ha precipitado al río, y cuando pasas sobre el trozo aparentemente sano te preguntas si la tierra de debajo del asfalto estará en su sitio o si por el contrario, como en un diente cariado, bastará una ligera presión para que todo se hunda.

Río Buller
Descomunal helada en Lyell
Descomunal helada en Lyell
Vegetación helada en Lyell
Aire bajo el hielo
Lo que tampoco se ven por aquí son pueblos: en los 100 kilómetros que median entre Westport y Murchison no nos topamos con nada que pueda considerarse como tal. La carretera se hace lenta y pesada, y 30 kilómetros antes de dicha localidad paramos en Lyell, donde hubo una ciudad que se hizo y deshizo con la Fiebre del Oro, y que ahora es un cámping del DOC. De aquí parte The Old Ghost Road, un sendero de 85 kilómetros que termina en el río Mokihinui, y que supongo revivirá dicha época.
Es de reseñar que, por primera vez desde que llegamos a Nueva Zelanda, percibimos agresividad circulatoria: los oriundos nos han parecido en general personas prudentes y respetuosas que guardan distancias de seguridad kilométricas y que aguardan pacientemente la ocasión de adelantar. Sin embargo, hoy nos hemos pegado un par de sustos cuando dos pick-ups han invadido nuestro carril a toda velocidad cuando nos cruzábamos con ellos en una curva (ya sé que en España es moneda común, pero aquí no estamos acostumbrados). También ha habido adelantamiento temerario. Y, cuando me detengo en Lyell, el conductor de furgoneta que llevo detrás me suelta un insolente bocinazo, deduzco que porque no iba a la velocidad que él consideraba apropiada. ¿Pensará, que voy despacio por gusto? Siempre que puedo facilito el adelantamiento (para eso están los passing-Bay), pero si no se puede es que no se puede.
Antes de comer salimos a estirar las piernas y constatamos algo extraño: la mitad del campsite se ve blanca como si hubiese nevado. Pero no se trata de nieve, sino de la helada más descomunal que hemos visto jamás, debe de llevar semanas. La sombra de una montaña impide que dé la luz directa y, pese a la hora, el hielo se mantiene. Contrasta tanto con la parte verde y soleada que es como si viéramos dos estaciones del año al mismo tiempo. Me imagino lo que tiene que ser pernoctar aquí en esta época del año.
Seguimos. 19 kilómetros más adelante está el Buller Gorge Swing Bridge, que con sus 110 metros pasa por ser el puente en suspensión más largo de Nueva Zelanda. Es de pago y, según nuestra guía Lonely, el precio por adulto es de 5 dólares y 2 los niños. Eso sería antes, porque en algún momento lo han subido a 10 y 5 respectivamente. La verdad es que de vez en cuando podría ocurrir lo mismo con los sueldos.
Son las cuatro de la tarde, y entre las montañas hace rato que no luce el sol. Bego prefiere quedarse al calor de la auto y nos aventuramos Inari y yo. Una pareja viene cruzando hacia nuestra orilla, y parece que les molesta que nos metamos en el puente. El cruce de dos personas es justo, pero no imposible. ¿Pretenderán que cuando esto esté repleto de gente se cedan el paso unos a otros, como en los One Lane Bridges?

Buller Gorge Swing Bridge
Buller Gorge Swing Bridge
Buller Gorge Swing Bridge
la verdad es que el puentecito impone, y no solo por el balanceo: el piso no es macizo, sino de rejilla, con lo cual ves las aguas turbulentas allí abajo en todo su esplendor. Quien curiosamente no tiene miedo ninguno es mi hijo. Él, que no es precisamente un lanzao, parece pasárselo pipa, y soy yo quien tiene que pedirle que no mueva tanto el puente y que se agarre a los cables de acero que hacen las veces de pasamanos.
El río forma aquí un meandro cerradísimo, y al llegar al otro lado nos encontramos en una especie de península. En la taquilla nos han recomendado un recorrido de quince minutos que está perfectamente señalizado. Sin embargo, voy con un poco de miedo porque la luz cae rápidamente, y no me gustaría extraviarme por aquí a oscuras. Inari, en cambio, disfruta lo suyo subiéndose a la ruinosa maquinaria que aparece desperdigada por la ruta (a estas alturas ya hemos comprobado sobradamente que los kiwis no tiran nada de nada). Encontramos la falla que produjo el terremoto del 29 y que yo imaginaba sería una gran grieta en el suelo, y en lugar de eso es un bulto enorme, similar a la arruga que le hubiese salido a una descomunal sábana.
Llegamos otra vez a la orilla, y un tipo que estaba antes en la entrada nos invita a cruzar la garganta en tirolina. Declino amablemente su invitación y enfilamos el puente. Al poco siento que este se balancea mucho: el hombre viene detrás de nosotros, somos los últimos clientes, y ha cruzado ex profeso para tentarnos.
Cierran el chiringuito en cuanto salimos, y el de la tirolina y la mujer de la taquilla suben a un coche y se marchan. Nos quedamos solos solísimos. Son las cinco menos cuarto de la tarde, y en el exterior la temperatura ha descendido a 3 grados. Convenimos en que hay que marcharse de aquí cuanto antes.
15 kilómetros después estamos en Murchison, nombre que también sueña con la Fiebre del Oro y que yo imaginaba más grande, pero que solo cuenta con 500 habitantes. A la salida, un panel luminoso informa acerca de las condiciones de la SH 6 y la SH 63. De la segunda dice que se halla prácticamente cortada, y de la primera simplemente que vayas con precaución (winter driving). Es un consuelo, porque la temperatura sigue cayendo, y ya estamos a cero grados. La oscuridad y el frío forman ua combinación que, francamente, nos acobarda. Además, al fondo se divisan unas montañas nevadas que no presagian nada bueno.

Miedo a la salida de Murchison
35 kilómetros hasta la bifurcación de la 63 y la 6. El río Buller se va con la primera y nosotros seguimos ahora el río Hope. Nombre adecuado, porque esperanza es justo lo que necesitamos: la carretera asciende y el termómetro llega a marcar 2 bajo cero; durante un rato, pasamos las de Caín viendo el hielo perenne en la cunetas y los pequeños saltos de agua congelados. El bosque de coníferas se ve negro y amenazador. Entonces llegamos a Glenhope, y el terreno desciende, se dulcifica, y aparecen granjas y prados.
Todavía quedan 88 kilómetros hasta Motueka, que recorremos en total oscuridad atravesando (es un decir) localidades tan sugerentes como Motupiko, Tapawera y Ngatimoti. El último tramo se me hace horrible debido a la multitud de curvas. En estado casi catatónico llego al pueblo, enfilo la Wharf Road y a la segunda damos con el sitio de pernocta.
¿Por qué será que en momentos así siempre nos queda la sensación de habernos librado por poco?

Kilómetros etapa: 298
Kilómetros viaje: 3.204

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