lunes, 11 de septiembre de 2023

26 de julio, día 13.

Escarmentados por las tres horas que tuvimos que esperar para el primer ferry, arrancamos lo más rápido posible. Sin embargo, y para alegría nuestra, nos meten en el barco nada más llegar. Ello, unido a que la vuelta a la isla ha hecho que nuestra autocaravana mengue (nos han cobrado 25 pies, frente a los 26 de ida), influye para que nos embarquemos de mejor humor.

El misterioso caso de la autocaravana menguante

Desembarcamos sin novedad y nos vamos hacia Vancouver que, como ya dije, no parece una ciudad donde se pueda estacionar fácilmente. Tras mucho estudiar el mapa, decido probar en Ambleside Park, una zona deportiva y esparcimiento situada en la orilla norte de la bahía. Al principio, como siempre, parece que no hay donde ponerse, pero encontramos hueco al fondo.

Ambleside Park

Tras comer, nos vamos para el centro en transporte público, que en Vancouver parece muy bien organizado: la parada de autobús cae cerca, y el billete se puede abonar directamente con una tarjeta bancaria contactless. Niños no pagan.


Millenium Gate



Cruzamos el Lions Gate Bridge y a continuación el Stanley Park, tan grande que ocupa todo el extremo de la península. Nos adentramos en la ciudad, similar a Manhattan en su feroz ortogonalidad. Tenía ganas de echar un vistazo de cerca a los rascacielos, pero no hace falta que los busque porque desfilan ante nuestros ojos a través de los cristales del bus. Nos apeamos en el centro y vamos en busca de la Millennium Gate, que es la entrada al barrio chino. Se ve poca gente por la calle, como si esto fuera España a la hora de la siesta. Entonces vemos un cuerpo tendido en la acera, todo trasudado en miseria, y a su lado una jeringuilla delatora. Tan solo unos metros más allá encontramos otros dos, un hombre y una mujer jóvenes. De repente es como si estuviéramos inmersos en una película de zombies: docenas y docenas de personas tiradas por el suelo o tumbadas contra las paredes, rebuscando en la basura, trapicheando, caminando como alienados o empujando carros de la compra y maletas repletos de inmundicia... Los escasos transeúntes miran al suelo y aceleran el paso. En una situación así, lo mejor es hacerse el sueco y tratar de salir del agujero negro haciendo caso omiso de las miradas turbias y de los ofrecimientos para comprar droga. El dantesco carnaval cuyo epicentro es la calle Hastings continúa durante un par de manzanas: menos mal que es pleno día, y que no se nos ocurre ni por asomo apartarnos de las calles principales. Estamos ya saliendo del abismo cuando nos cruzamos con dos familias con niños que van muy alegres, hablando español. Me vuelvo justo en el momento en que perciben la frontera interdimensional y giran al unísono, como impulsados por un mecanismo. De repente han reparado en un bar que les parece muy atractivo, y se meten en él de cabeza.

Hastings Street. Fuente: Vancouver News

Cuando queremos darnos cuenta la zona zombie queda atrás, y ya estamos en una ciudad normal, con sus negocios, sus turistas, sus terrazas de verano... Y lo vivido hace apenas unos minutos es como si lo hubiéramos soñado. Un artículo el El Confidencial de hace cinco años, titulado Muerte en el centro de Vancouver: así cayó en la droga la mejor ciudad de Norteamérica,  explica la crisis del fentanilo y otros opioides sintéticos (cincuenta veces más potentes que la heroína), que en Estados Unidos ha adquirido dimensiones de epidemia y está matando a decenas de miles de personas cada año, como prueba palpable de que el American Dream a lo mejor no lo es tanto.

A doscientos metros de la calle Hastings se encuentra el Gastown Steam Clock, un reloj de vapor que hace sonar sus silbatos cada quince minutos, y aquí los turistas nos entregamos al comparativamente inofensivo vicio de sacar fotos y vídeos o comprar helados y recuerdos en la tienda de al lado. Después iniciamos el camino de regreso a pie y nos arrimamos a la costa para admirar Canada Place, un híbrido entre terminal de cruceros y palacio de congresos con apariencia de barco. La verdad es que el Waterfront -palabra siempre me ha parecido bellísima- de Vancouver es de lo más entretenido. Desde aquí vemos cómo despegan los hidroaviones que te dan un paseo sobre la ciudad (habíamos reservado plaza en uno, pero lo cambiamos por la isla). Por aquí todo está lleno de obras de arte, paneles y placas conmemorativas. Llaman la atención elementos tan variopintos como una escultura móvil erigida en memoria de los trabajadores muertos por inhalación de amianto. O una fotografía histórica de grandes dimensiones en la que aparece un grupo de sikhs (en Canadá vive la segunda comunidad más grande del mundo, después de la India).

Viejo y nuevo

¿Un paseo en hidroavión?


Canada Place

Puerto de Vancouver

Cuando nos cansamos de andar, buscamos una parada de autobús que nos devuelva a la autocaravana. Cruzamos de nuevo el Stanley Park (aquí se encuentran el acuario y una colección de tótems, pero me temo que quedarán pendientes).

El lugar donde hemos aparcado sería genial para dormir, pero imaginamos que estará prohibidísimo. Pasamos junto al Capilano River RV Park, pero ni preguntamos: primero porque es diminuto, y segundo porque se encuentra pegado a la autopista. Cruzamos bajo el ya célebre Lions Gate Bridge. A la izquierda dejamos la Capilano Indian Reserve No. 5 que es, como su nombre indica, una reserva india, solo que en zona urbana. Aquí viven los X̱wemelch'stn, un grupo étnico perteneciente a la nación Squamish. A la entrada hay carteles que prohíben el acceso, y por no dejar no han dejado entrar ni al coche de Street View. No es la única rareza territorial de la zona: al sur de Vancouver se encuentra Point Roberts, que es lo que se denomina un exclave (pequeña porción de un país situado fuera del territorio principal) con 12 kilómetros cuadrados y 1.200 habitantes que pertenece a Estados Unidos Y todo por no desviar un pelín la línea fronteriza que sigue el paralelo 49. A lo largo de los años, como pasaba en su día entre España y Portugal, ha constituido una frontera de conveniencia, y los habitantes de uno y otro lado cruzan para comprar cuando la cotización de las respectivas monedas lo hace interesante. Muchos canadienses, además, visitaban sus bares y clubes nocturnos los domingos, hasta que se legalizó el consumo de alcohol durante ese día en Columbia Británica en 1986.

La frontera en sí es bien curiosa: pese a que muchos de los patios traseros de las casas canadienses tienen puertas que se abren a la parte estadounidense, existe un cartel bastante maltratado que admonitoriamente recuerda:

WARNING!

If you are entering the United States without presenting yourself to al Inmigration Officer, YOU MAY BE ARRESTED AND PROSECUTED for violation U.S. Inmigration and Custom Laws.


Vancouver desde Harbourside Drive

Pero nosotros íbamos buscando un lugar de pernocta en el norte de la bahía. En primer lugar nos dirigimos hacia una zona de terrenos vacíos en Harbourside Drive, pero dichos solares se hallan en proceso de transformarse en edificios, y el lugar donde aparcaban las autos se encuentra vallada. La opción B la constituyen las calles adyacentes al Walmart cercano, y nada más llegar comprendemos por qué alguna gente comentaba que se había marchado “por no sentirse seguros”. Porque autocaravanas haberlas haylas, pero la inmensa mayoría viejas y ruinosas, con la suficiente porquería debajo como para colegir que no se han movido en siglos. Contrasta la nuestra, nueva y flamante, con toda esa chatarra antediluviana y, aunque da un poco de miedo, ya es tarde para salir de Vancouver en busca de otra cosa. Habrá que afrontar la segunda situación distópica del día. Aunque hay bastante tránsito, nadie nos molesta durante la noche, lo que no impide que durmamos con un ojo abierto.


Distancia parcial: 105 kilómetros.

Distancia total: 2.352 kilómetros.


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