miércoles, 13 de noviembre de 2024

DÍA 1

La luz que se cuela por los diáfanos ventanales del apartamento es tan inconfundiblemente invernal, como la desnudez de los árboles. Es como si te hubieras saltado seis meses de golpe. En cambio, los australianos parecen inmunes al frío: ves gente abrigada, pero otros van en camiseta y pantalón corto, por no hablar de las chanclas. Anoche, cuando llegamos, nos pareció que hacía frío e intentamos encender la bomba de calor... Hasta que nos dimos cuenta de que solo disponía de aire acondicionado.

Nuestro barrio

El barrio de Woolloomooloo es bastante curioso. Elegí el alojamiento en esta zona por ser bastante céntrica y por hallarse cerca de la Ópera. Sin embargo, sus calles las conforman en su mayoría casas de dos plantas, construidas en ladrillo y de aspecto un tanto desvencijado, menudo contraste con el skyline futurista del Sydney CBD, que es como llaman aquí al centro financiero y comercial. Caminamos hacia el sur buscando un súper donde comprar tarjetas SIM para los móviles, pues nos han dicho que es donde podemos encontrarlas más baratas. Tras deambular por calles donde sopla un viento gélido damos con uno en Crown Street. Allí nos dicen que al ser nuestros teléfonos de fuera necesitamos formalizar un contrato, y que mejor nos vayamos a Telstra -la antigua Telefónica australiana, ahora privatizada-, que tiene una oficina en el Queen Victoria Building, al que llegamos cruzando el Hyde Park (sí, como en Londres), donde tenemos ocasión de observar ibis blancos australianos paseando en libertad. El Queen Victoria Building, construido durante el siglo XIX, no es una obra menor sino mayor: 190 metros de largo y cuatro plantas, ocupadas por tiendas y restaurantes. No encontramos la tienda telefónica de marras, pero el edificio es tan bonito que la visita vale la pena. Preguntamos y nos envían un par de manzanas más allá, pero una nota en la puerta avisa que el negocio se ha trasladado. Cuando por fin damos con el sitio, en una calle peatonal llamada Pitt Street, nos sentimos agotados. Sin embargo, una dependienta de origen hindú nos atiende estupendamente y nos vende lo que necesitamos: el contrato mensual de una línea telefónica que trae gigas para aburrir, tantos que podremos compartirlos en los tres móviles durante el viaje, y aún sobrarán.

The Sydney Tower

George Street

Hemos pasado en la tienda casi una hora. Al salir estamos muertos de hambre, y como en este barrio tan pijo no hay sitios baratos para comer, entramos a proveernos en un súper subterráneo. Cuando llegamos a las cajas de autopago ocurre un pequeño malentendido, e inmediatamente se nos acerca el guarda de seguridad. Un tanto molestos por el incidente, nos sentamos a comer en unos bancos de la calle, y como no hemos comprado bebida, pues me toca a mí volver a entrar y vérmelas con el segureta, que me mira con aprensión pensando tal vez que vuelvo con ganas de bronca. En honor a la verdad he de decir que, en general, los australianos son gente abierta y acogedora y que durante el viaje casi todos nos trataron la mar de bien.

Queen Victoria Building

Queen Victoria Building

Queen Victoria Building

Entre unas cosas y otras se nos ha ido el tiempo y quedan pocas horas de luz. Enfilamos hacia el norte, en busca de lo que aquí llaman Circular Quay, que es la terminal de ferries que conectan el centro de Sidney con los otros barrios del otro lado de la bahía. De camino entramos en una gigantesca tienda de Lego donde exhiben figuras gigantescas a gigantescos precios y donde exponen, cómo no, una imagen de la Ópera conseguida a partir de miles de piezas.

Primera visión de la Ópera

Si hay un centro neurálgico -como dicen por ahí- en Sidney ese es Circular Quay. Por la multitud que entra y sale de los barcos, coge el tranvía, o el tren, o el metro o simplemente pasea. A la derecha se levanta la celebérrima Ópera, y a la izquierda en Harbour Bridge. Dejamos la Ópera para después y subimos al puente, aunque para ello haya que retroceder un tanto porque la estructura elevada arranca muy atrás, y coger un ascensor. Por esta descomunal obra de ingeniería de casi 50 metros de ancho discurren una vía de tren, ocho carriles para coches, un camino de uso peatonal y otro para bicis. Empezó a construirse en 1923 y se terminó en 1932. Pese a todo, a mí me da la sensación de ser una infraestructura insuficiente para dar servicio a una ciudad de más de cinco millones de habitantes, hasta que me entero de que por el fondo de la bahía discurre un túnel, inaugurado en 1992.

Ascensor personalizado

La Ópera con las últimas luces

Caminamos más o menos hasta la mitad del puente. Pese a hallarte protegido por robustas vallas, no deja de apabullar el guirigay de tráfico que pasa aquí al lado. Nos gustaría ver la puesta de sol sobre la Ópera. Unas nubes amenazan con malograr la puesta de sol, pero entre ellas y el horizonte se abre una franja limpia y, al final, el edificio más simbólico de Australia se tiñe de ocres y dorados, entreverado por las sombras del puente. Un ferry se detiene para que los pasajeros admiren los tornasoles del emblemático edificio.

Tantos años ansiando este momento, y por fin estamos aquí.

CBD y Circular Quay desde el puente

Desandamos camino hasta Circular Quay y nos acercamos a la Ópera que, como un barco futurista, se yergue sobre la bahía. Por lo visto, el alcalde de Sidney no estaba de acuerdo con el emplazamiento, menos mal que no le hicieron caso. La Ópera es ese tipo de edificio tan irreal y fantástico que, cuanto menos sepas de él mejor, porque los menudos detalles terrenales desvirtúan su poderosa estética y la confusa mescolanza de cúpulas que unas veces parecen velas, y otras aletas de tiburón.

El puente desde Circular Quay

El momento de bajar del puente coincide con la caída de la noche. Los rascacielos del CBD brillan como luciérnagas, y las aguas del puerto devuelven las luces como un espejo. Mucha gente por la calle comprando, cenando, deambulando. Nos sentamos en las escalinatas y contemplamos todo aquello. Realmente vale la pena haber venido hasta aquí.

Sidney la nuit

El CBD desde la explanada de la Ópera

Cerca de la Ópera hay algunas tiendas de souvenirs. Es nuestro primer día, y aun así no desaprovechamos la idea de comprar un peluche de koala, que se sumará a la familia viajera que tenemos en casa, compuesta por:

  • Una ardilla de la Selva Negra.

  • Una marmota austríaca.

  • Un frailecillo islandés y

  • Una ardilla canadiense.

El regreso al apartamento se convierte en una pequeña odisea, ya que entre la Ópera y el barrio de Woolloomooloo se encuentra el Jardín Botánico, que cierra sus puertas a la caída del sol. Rodeamos el amplio recinto en busca de una calle solo para encontrarnos con que esta se transforma en la M1, con el tránsito prohibido para peatones. Vuelta hacia atrás por Macquaire Street, donde por cierto estoy a punto de ser atropellado debido a la mala orientación de un semáforo, que me hace pensar que estaba en verde cuando en realidad no. A lo largo de los siguientes días tendremos ocasión de comprobar que los conductores australianos son prudentes y solidarios (lo son o los han hecho, a tenor de los carteles que prometen a los infractores heavy fines and lack of license). Pero eso por desgracia no rige para los energúmenos que atruenan la noche de la gran ciudad.

Cuando llegamos a la Catedral de Saint Mary la autopista se soterra y podemos por fin entrar en el barrio, que nos parece oscuro, solitario y poco tranquilizador. Entramos en una pequeña tienda a comprar algo para cenar. La dueña, de origen oriental, nos mira al principio con desconfianza (hay un grupo de sin techo bebiendo alcohol, instalado en una plazuela aneja), pero al ver que somos una honrada familia nos atiende bien. Luego a casita y a descansar.

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 POR FIN, AUSTRALIA

    Últimamente, nuestros viajes parecen teñidos por cierto tinte de odisea, algo de lo que no tengo conciencia que ocurriera durante los primeros años de escapadas internacionales. No sé si es simple capricho del destino, o signo de los tiempos convulsos que nos está tocando vivir: el caso es que la emoción no falta.

    Los primeros planes definidos para ir a Australia surgieron durante el invierno de 2019. Ya tenía más o menos clara la ruta, y había empezado a reunir información cuando se produjeron los violentos incendios que asolaron la costa este, justo por donde transcurría nuestro itinerario. Así las cosas, y con el corazón encogido por los miles de koalas abrasados por las llamas, decidimos cambiar de rumbo y dedicar el siguiente verano a Islandia. Pero 2020 trajo la pandemia, el confinamiento y las restricciones, y hubo que renunciar a irse muy lejos. Hasta 2022 no pudimos viajar a Islandia, el 23 lo dedicamos a Canadá y por fin, en 2024, ya no había excusa para no viajar al país de los canguros.

    La preparación del vuelo fue quizá la parte más espinosa. Con Emirates habíamos volado a Nueva Zelanda, y la experiencia fue positiva, pero últimamente sus tarifas estaban por las nubes. Busqué alternativas, unas vía Estambul, otras parando en Singapur... Todos eran vuelos de un montón de horas y con escalas interminables. Finalmente encontré una combinación con Cathay Pacific y escala en Hong Kong que parecía la adecuada. La experiencia con Air Canadá del verano anterior fue tan traumática que miré con lupa todas las reseñas. La mayoría eran aceptables. Por último, intenté que la escala en Hong Kong fuera de dos o tres días para visitar la ciudad (incluso llegué a reservar alojamiento), pero el precio total del viaje, ya de por sí elevado, se encarecía aún más, y por otro lado necesitábamos todos los días posibles para el periplo australiano por carretera.

    De manera que en enero ya teníamos avión, y poco después, autocaravana, reservada a través de una empresas alemana llamada Camperdays. El alquiler del vehículo fue también incomprensiblemente caro pese a ser allí invierno y por tanto temporada baja. Tengo la firme sospecha de que en el Hemisferio norte ofrecían precios inflados, y en cambio otros muy distintos para los australianos.

    Los meses fueron pasando en lento goteo y con auténticas piruetas económicas para reunir el dinero necesario. Los días previos fueron de una gran tensión, temiendo de nuevo un retraso o una cancelación que esta vez por fortuna no llegó. Por fin, el 27 de julio viajamos a Madrid, y el 28 por la mañana embarcamos. El avión despegó sobre la una del mediodía, y llegamos a las siete de la mañana del día siguiente. Como Hong Kong en verano tiene ocho horas de desfase con España, pues estuvimos viajando unas once horas para un total de 11.397 kilómetros. La tripulación fue bastante amable, y disponían incluso de carta donde elegir entre tres platos diferentes. En el avión coincidimos con bastantes españoles que iban a Japón. A Sidney, bastantes menos.

Barajas, kilómetro 0.

Menú bilingüe

    Las pantallas encastradas en la trasera de los asientos son, a estas alturas, un prodigio de variedad a la hora de elegir entretenimiento, pero lo que de verdad mola es poder acceder a las diferentes cámaras situadas en el exterior del avión, en la cabina del piloto y al plan de vuelo y la  situación del aparato. La ruta habitual para ir de Madrid a Hong Kong pasa por Ucrania pero, como ahora no está el horno para bollos, pues los aviones dan un rodeo por Turquía. Fue por eso por lo que volamos por encima de los Dardanelos (por aquí cruzamos en 2009, con Chandra y nuestra autocaravana, de vuelta del Kurdistán). Luego Georgia y el Mar Caspio hasta llegar a China y sobrevolar el desierto de Taklamakán, al norte del Himalaya, y que abarca una  extensión similar a la de Alemania. Después China de cabo a rabo y por, fin, al amanecer, Hong Kong.

Volando sobre los Dardanelos

Y sobre Uzbekistán

    Bajarse del avión después de tantas horas produce un embobamiento supino, pero a la vez alivio por estirar de nuevo las piernas. Lo que está claro es que los años no pasan en vano: el viaje hasta Nueva Zelanda en 2016 no me pareció tan cansado. ¿O acaso es el tiempo, que suaviza los recuerdos?

Aeropuerto de Hong Kong

    El aeropuerto de Hong Kong es amplio y diáfano, con grandes cristaleras que asoman a un cielo nublado. Me llaman la atención los tableros de información de vuelos, que están en caracteres chinos hasta que, alehop, se vuelven comprensibles al cambian a nuestro alfabeto.



    Dos horas después estamos de nuevo en el avión, no sin antes pasar un control tan exhaustivo como el de Barajas. Cuando vuelo ya nunca llevo puestas las botas, solo por no pasar la humillación de descalzarme. Hemos salido a las nueve de la mañana y llegaremos a las ocho de la tarde, hora local. Como la diferencia entre Hong Kong y Sidney es de tres horas, resulta que este vuelo dura ocho para una distancia de 7.400 kilómetros. En el primero apenas hemos dormido, de manera que nos adormilamos durante intervalos de duración variable que abrevian  el tedio de tanto tiempo sentados. La magia del avión hace mucho rato que se ha transformado en ganas desesperadas de llegar.

    Para cuando aterrizamos en Sidney ya es otra vez de noche. Hace veintitantas horas que salimos de Madrid, y parecen siglos. Sorprendentemente, llegamos bastante enteros. Debe de ser la adrenalina disparada, pues ahora nos las tenemos que ver con una de las aduanas más tocapelotas del mundo. El visado de entrada lo tenemos desde enero, y en el avión hemos rellenado la famosa hojita amarilla (ya practicamos en casa, con una idéntica pero traducida). No traemos el arsenal de medicinas que solemos llevar en los viajes, porque muchas no pueden pasar la aduana. Tampoco absolutamente nada de comida, ni fresca ni de la otra. Hemos tirado el agua que nos sobró del avión, y comprobado que no traemos tierra en la suela de las zapatillas. Declaramos el dron y el portátil, lo que nos clasifica automáticamente junto con los que traen armas o pornografía. Por suerte, nos toca una poli muy amable que escribe algo en nuestras fichas y, cuando avanzamos resignados hacia la zona de registro de equipajes, descubrimos que nuestro pasillo conduce directamente al hall de aeropuerto.

    Nos conectamos al wifi, pedimos un Uber y descargamos la clave de acceso al apartahotel donde vamos a dormir. Esta mañana escribimos a la empresa desde Hong Kong diciéndoles que íbamos a llegar más tarde de lo previsto, y nos respondieron que en recepción no habría nadie a esa hora, pero que al llegar a Sidney tendríamos la clave para acceder al edificio. Menos mal que han cumplido.

    En la calle hace frío y lloviznea, menudo contraste con los 38 grados de Madrid. Nos cuesta encontrar el lugar de encuentro con el taxi, que ya nos está esperando. Nuestro alojamiento es el Nesuto Woolloomooloo Apartment Hotel, y se encuentra hacia el norte y a 11 kilómetros del aeropuerto. Nuestro conductor es un señor con turbante (debe de ser sij) de cuyo inglés no entiendo prácticamente nada. Nos pregunta por dónde queremos ir; yo interpreto que la pregunta va con segundas, hasta que nos aclara que en el itinerario más rápido hay obras, que nos puede llevar por otro. Respondemos que nos lleve por donde quiera.

    Resulta un tanto desolador quedarse a solas con tu equipaje en la acera oscurísima de una ciudad desconocida. Por fortuna, funciona el código numérico de la puerta, y también el del buzón donde está nuestra llave. Ni en el hall ni en los pasillos nos cruzamos con nadie, parece un hotel fantasma digno de la película El Resplandor.

    Resulta frustrante llegar tan tarde a tu destino y no tener nada que llevarte a la boca porque te han obligado a tirarlo todo. El barrio tampoco anima demasiado a explorar en busca de algún sitio donde comer algo. Por fortuna (ya lo había mirado en casa por el Street View), justo enfrente hay una gasolinera que dispone también de un pequeño súper, y ahí compramos algunas cosas para comer ahora y para desayunar mañana.

                                                                                                                                    
                                                                                                                                                Día 1


domingo, 26 de mayo de 2024

16 AÑOS, 7 MESES, 12 DÍAS

 


Si pienso en todo lo que me diste

y en cómo aprendí a ser mejor persona,

me siento afortunado

ganador 

Por eso,

cuando ya no quede nada,

ni siquiera el polvo de estrellas

que nos conforma;

aún entonces

habrá una rendija de luz

por donde se filtren

las esperanzas

los sueños

y los instantes únicos

que vivimos contigo.

Gracias por todo,

por tanto,

mi querida Chandra-Luna.