9 de julio
Esta noche ha llovido con saña, y el agua se estrellaba contra el
techo de la auto como si estuviéramos en alta mar. Arrancamos sin
apearnos siquiera. Antes de salir he mirado Vedur, la
aplicación que proporciona el pronóstico del tiempo. En la empresa
de alquiler nos advirtieron que no circuláramos si el viento
superaba los 15 metros por segundo, que la semana anterior una
familia española con dos críos había volcado. Hoy el pronóstico
no da tanta velocidad, pero casi: a la inmisericorde cortina de agua
que se nos viene encima hay que sumar los bruscos bandazos de nuestro
vehículo. Lo curioso es que el aire sopla de una dirección y al
rato cambia. Debe de ser esto a lo que llaman en Islandia que el
viento sopla redondo.
Seltún |
Pasamos junto al aparcamiento que da acceso al Fagradalsfjall, el
volcán que permaneció activo hasta el pasado septiembre. Como ahora
está apagado, pasamos de largo. En cambio nos desviamos a la
izquierda al área geotermal de Seltún, a 29 kilómetros de
Grindavik. Si este lugar se encontrara, por ejemplo, en Canarias,
sería una atracción de primer orden pero aquí, rodeado de
maravillas, pasa desapercibido. La lluvia contribuye a
darle un aspecto aún más fantasmagórico a las columnas de vapor y
a las pozas de barro hirviendo, aderezado todo por el inevitable olor
a azufre. En 1941 perforaron en la zona con la idea de extraer agua
caliente, hasta que el pozo entró en erupción. Se intentó
sellarlo, pero la fuerte presión lo impidió, y no quedó más
remedio que dejar salir el vapor. En 1999 acabó explotando,
originando un cráter de 43 metros de diámetro y expulsando
materiales a 700 metros de distancia. Finalmente se optó por dejar
Seltún para los turistas.
Seltún |
Me encuentro absorto contemplando las pozas de barro hirviendo cuando percibo sobre mi cabeza un sonido familiar: miro hacia arriba y no doy crédito: es un dron. Me asombra porque a mí no se me ocurriría volar lloviendo ni con este viento. Pero también me indigna, porque tampoco volaría a quince metros sobre las cabezas de la gente. No se ve al piloto por ningún sitio, de modo que le hago un gesto ostensible al aparato, algo así como quien espanta una mosca. El otro capta el mensaje y se larga.
Regresamos a la carretera principal y volvemos al viento y los
bandazos, quizá algo más atenuados. Cruzamos la imponente
desembocadura del río Ölfusá, que forma una inmensa laguna antes de llegar
al mar, y unos pocos kilómetros más allá giramos hacia el
interior, dejando atrás la pesadilla vendavalesca, Llegamos así a
Selfoss, que con 6.500 habitantes figura en el puesto nueve de las
ciudades con mayor número de habitantes de Islandia. A pesar del
sufijo -foss, no existe aquí ninguna catarata digna de
reseñarse, solo unos imponentes rápidos originados por el
estrechamiento del río, que supongo también tiene que ver con el
origen de la ciudad.
Volcán Kerid |
10 kilómetros más adelante está el cruce donde, según nuestro
programa, deberíamos desviarnos al parque nacional de Thingvellir.
Pero el hombre propone y los viajes disponen: esta noche tenemos que
dormir en Hella sí o sí, de manera que seguimos recto y hacemos
escala en el volcán Kerid. Nos ponemos nuestra reglamentaria ropa de
agua, pasamos por taquilla (5,8 euros los dos adultos, niños no
pagan) y nos asomamos a este lago de cráter. Pese a lo recio de la
ventisca y la lluvia, lo contorneamos por la parte superior antes de
bajar hasta el borde del agua. La caldera, intacta y visualmente
identificable, tiene unos 3.000 años, y está compuesta por roca
volcánica roja. Mide aproximadamente 55 metros de profundidad, 170
de ancho y 270 de largo. En cuanto al lago, tiene entre 7 y 14 metros
de profundidad.
Regresamos a la auto y hacemos una comida rápida para continuar
camino. A 46 kilómetros de aquí se encuentra el área geotérmica
de Geysir, una faja de tierra de 600 metros de longitud por donde
corre el agua hirviendo a flor de tierra. En ella se encuentra el
volcán de agua homónimo que ha dado nombre a todos los géiseres
del mundo. Sin embargo, desde principios de este siglo se halla
dormido y rara vez entra en erupción. Su relevo lo ha tomado el
vecino Strokkur, que erupciona una vez cada 4 a 8 minutos, con una
altura promedio de 15 a 20 metros, aunque llega a veces a los 40.
Terminada la visita nos resguardamos en el centro comercial, donde
nos comemos una exquisita porción de pastel de chocolate. A estas alturas hemos
comprobado que el impermeable de nuestro hijo no está a la altura
del diluvio islandés. Como allí mismo hay una tienda de una famosa
marca nacional, nos acercamos a mirar precios. Pero cuando convierto
las coronas a euros se me quita el hipo: Quinientos y pico de euros
por un cortavientos, por muy bueno que sea... Lo dejamos.
Gullfoss |
Un tanto frustrados, seguimos camino hasta la Gullfoss. Como en el
Geysir, también disponen de cafetería y tienda de ropa. Aquí
también venden cortavientos impermeables de otra marca también muy
popular en Islandia (al menos entre los turistas, como tendremos
ocasión de comprobar). Valen 160 euros, que es el doble de lo que me
costó el mío en España, pero después de la anterior experiencia
nos parece hasta barato. Además, como el color de ambos se parece
pues ahora vamos secos, felices y conjuntados.
Gullfoss |
A pesar de que no haber estado aún en Iguazú, ni en Niágara ni en las Victoria, por la cantidad de cascadas visitadas uno se siente diplomado en cataratología. Sin embargo, Gullfoss abruma. Se encuentra en una curva del río, y después de bajar dos monumentales escalones se adentra en un largo y estrecho cañón. Al chocar contra la pared de piedra opuesta levanta una densa cortina de agua. Como de hecho sigue lloviendo, no sabes si lo que te cae encima viene del cielo o del río. Luego está el fragor de trueno, indescriptible, impresionante y sobrecogedor. Tenemos además la suerte de que, al ser por la tarde, la mayoría de las excursiones guiadas ya están en sus hoteles, y gozamos de una relativa calma.
Y, sin embargo, esta maravilla estuvo a punto de desaparecer. Hace
cien años un grupo de inversores se empeñó en construir aquí una
central hidroeléctrica, pero se toparon con la negativa del
propietario y su familia, por lo que decidieron acudir al gobierno
islandés que, expropiación mediante, autorizó la construcción de la presa. Ante
esta situación la hija del dueño, Sígridur Tómasdóttir, decidió,
como protesta, caminar descalza desde Gullfoss hasta Reikiavik,
amenazando incluso con suicidarse en la catarata si el proyecto
continuaba. La queja surtió efecto y el muro no llegó nunca a
construirse, por lo que Gullfoss se salvó y permaneció inalterada
hasta 1979, año en el que se convirtió en una reserva natural.
Gullfoss |
Como otros sitios mágicos del planeta, Gullfoss atrae como un imán y cuesta marcharse. Sin embargo, toca hacerlo porque se nos hace tarde (que no de noche) para llegar a Hella, a 83 kilómetros. Por el camino tenemos nuestro primer encuentro con las pistas de tierra islandesas, un tramo sin asfaltar de unos 5 kilómetros. A continuación atravesamos unos valles hermosísimos y con muy poco tráfico, se ve que esta no es una carretera turística.
Por fin llegamos a Hella. Buscamos el cámping y lo que nos encontramos es con un mogollón indescriptible de gente y de vehículos. Preguntado el motivo, nos explican que este fin de semana es el Festival del Caballo (ya hemos visto que los islandeses les profesan especial devoción) y que, como hace dos años que no se celebraba, pues ahora está a tope. Vaya por Dios. Por suerte la organización ha habilitado unas campas enormes y, pese a los inmensos barrizales y el riesgo de quedarnos atrapados, conseguimos instalarnos lejos de la multitud y dormir más o menos tranquilos.
Kilómetros recorridos
Parcial: 253.
Total: 308.
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