sábado, 27 de agosto de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (1)

Un viaje a Nueva Zelanda

Estoy en Omihi Beach, en la Costa Este, veinte kilómetros al Sur de Kaikoura. Hemos aparcado en un destartalado camping de caravanas, casi desierto en este época del año, encajonados de un lado por la playa y del otro por la carretera y la vía férrea. Gente que ha dormido aquí se queja de que el ruido de los camiones y los trenes les perturbaba el sueño. Yo no sé si el sonido de las olas tapa el estruendo del tráfico, o si el demoledor cansancio causado por el jet-lag minimiza todo lo demás, el caso es que he dormido ocho horas a intervalos. Cuando me levanto son las 6 AM. En el móvil tengo las dos horas. Y en España son las ocho post meridiem. Qué difícil resulta representarse una realidad tan distinta, abolida hace apenas dos días: allí, por la tarde; aquí, amaneciendo. Allí, un caluroso verano; aquí, un invierno no demasiado frío, al menos de momento, pero sí con los árboles sin hojas y esa inconfundible nitidez de la luz crepuscular que desvanece los contornos y las cosas. La luna ha empezado a menguar. Poco a poco se vislumbra el horizonte (amanece a las ocho). Dentro de unas horas iremos a ver las ballenas.

Pero vayamos al principio: resulta tópico comenzar un relato de este género diciendo que un viaje comienza mucho antes de empezar, pero es que casi siempre resulta ser cierto. Hace años que Nueva Zelanda se nos representaba como el reto de ser el destino más alejado de casa (para eso son las antípodas). Y como tal un sueño irrealizable. ¿Irrealizable? Bueno, si empieza uno por poner límites mentales, pues entonces ya sí que no hay vuelta de hoja. En cambio, cuando ese algo te lo planteas siquiera como meta a medio plazo, pues entonces todo cambia.

Terminaba el verano de 2015. Acabábamos de vender nuestra autocaravana, que nos había regalado viajes por toda Europa durante diez años. Llevábamos tiempo pensando en otra más cómoda que se adaptara a los cinco que somos ahora mismo en la familia: tres humanos y dos cánidos. Pero entonces se interpuso la siguiente reflexión: si nos embarcamos en un préstamo para afrontar el fuerte desembolso que supone un vehículo de este tipo, no habrá viajes transoceánicos durante mucho tiempo. Por otro lado, también ocurre que durante el año apenas si salimos por España: las escasas y penosas infraestructuras, la intensa vida nocturna y, sobre todo, la insidia de campings y ayuntamientos que se dedican a perseguir autocaravanistas es tal que, gradualmente, nos ha desanimado para usar la auto en otra época que no sea durante las vacaciones de verano. Para largarnos lejos, se entiende.

 Pero sobre todo el mayor problema que teníamos era que a la hora de coger un avión no sabíamos dónde o con quién dejar a Chandra y a Marco. Hasta que se cruzó en nuestro camino Pico Chaparral. Descubrí esta residencia canina por casualidad, en una visita a nuestro veterinario. Como este colabora con protectoras de animales y le suponemos bastante sensibilidad hacia los animales, decidimos hacer la prueba: en Navidades nos iríamos a Argentina (otro destino pendiente), y Chandra y Marco se quedarían dos semanas de pensionado. En cierto sentido era una prueba para todos: era la primera vez que nos íbamos a separar de nuestros perritos, pero también iba a ser la primera vez que Inari iba a montar en avión. Creíamos que cinco años era ya una edad en la que podíamos encarar un recorrido trasatlántico.

El viaje, como todos los de paquete turístico era breve y proporcionalmente caro, pero constituía la única posibilidad de viajar a Argentina en invierno (o sea, en verano de allí) y poder bajar hasta Ushuaia y el Perito Moreno. El vuelo Madrid-Baires fue para Inari un suplicio: se mareó con las turbulencias y estuvo vomitando durante tres horas seguidas. En cambio, los cuatro vuelos internos y el de vuelta, sin problemas.

Quienes también parecían haberlo pasado bien, o por lo menos no mal del todo, fueron Chandra y Marco, así que en cierta medida se evaporó el sentimiento de culpabilidad asociado al abandono. Lo que más pena nos dio fue no poder explicarles cuándo íbamos a regresar. O, por lo menos, que volveríamos a recogerlos.

De modo que como el viaje a Argentina fue un ensayo superado a satisfacción por todas las partes, en enero empecé a preparar el viaje a Nueva Zelanda. Y digo empecé porque esta parte de la logística doméstica recae por completo sobre mi humilde persona.

Así que me puse en contacto con Nueva Zelanda Viajes, con quien ya había hablado antes de Navidades, para solicitar fechas y presupuesto. Había escogido esta agencia de viajes porque tenía de ella buenas referencias y porque podía gestionar desde España algo muy importante: el alquiler de una autocaravana: después de la última experiencia de avión y hotel, teníamos claro que el viaje sería así o no sería.

Ahora que escribo esto con los pies apoyados en el salpicadero, salto en el tiempo  y regreso a mi vieja autocaravana, la que nos llevó a Cabo Norte, a las arenas de M´hamid, al brumoso puerto de Tallinn o al palacio de Ishak Pasha, pegadito a la frontera iraní y a los pies del monte Ararat. Hay hábitos que acaban reflejando un patrón y un estilo de vida.

De modo que en febrero ya teníamos reservados los vuelos y el vehículo. Teniendo en cuenta que salimos a mediados de julio, hay quien se sorprende (yo entre ellos) de esta premura a la hora de planificar un viaje. Realmente no sé si es interés de las agencias por pescar al cliente o si de verdad es necesario reservas pronto los vuelos porque así salen más baratos. El caso es que pasar cinco meses con el ochenta por ciento del presupuesto abonado es una sensación rara, tanta que el momento de partir parece que no va a llegar nunca, y cuando se aproxima pues sencillamente no te lo crees. La verdad es que Caroline fue una profesional de lo más competente que atendió en todo momento mis dudas y supo adaptar el viaje a nuestras inquietudes y necesidades.

21 de julio
Y por fin llegó el momento. Como siempre que emprendo un largo viaje, durante los días anteriores todo se me vuelve un poco irreal, y al mismo tiempo experimento una resistencia a salir de lo cotidiano, por muy anodino que sea en ocasiones. En cambio, me sorprendo de lo poco que me cuesta hacer la maleta, y lo fácil que me resulta seleccionar ropa de invierno pese a hallarnos a treinta y cinco grados centígrados.

Son las once de la mañana y la puerta del garaje se abre y da paso a nuestra salida triunfal. Nos acercamos primero a Sietepuertas a realizar algunas gestiones. Durante los últimos días han surgido una serie de complicaciones burocráticas de esas que se empeñan en amargarte la vida y amarrarte al duro banco de lo cotidiano cuando tú ya solo sueñas con volar. A las doce ponemos rumbo a Madrid. De camino hacemos escala en Pico Chaparral. Para mi sorpresa, Chandra y Marco reaccionan bastante bien, supongo que aquí termina la incertidumbre que les asaltó cuando nos vieron hacer las maletas, y que ha hecho valer la máxima canina según la cual más vale lo conocido que lo por conocer. El caso es que se van con sus cuidadores relativamente contentos.

Hora y media después llegamos a San Sebastián de los Reyes, al parking de larga estancia donde dejaremos el coche durante un mes. Desde aquí, un microbús nos lleva a la T-4. Por la calle los termómetros marcan treinta y ocho grados centígrados. Cuando descargamos el equipaje descubrimos que mi bolso se ha descosido por un lateral, y pienso que realmente tiene o tengo la negra: cuando Argentina, en su viaje de estreno, el recepcionista de un hotel lo agarró con tal brío que reventó el asa por un lateral, y tuve que pedir prestados aguja e hilo para paliar el desaguisado. Ayer estuve repasando el rudimentario remiendo y a fe que tuve que hacerlo bien, porque ahora lo que se ha descosido ha sido el lado opuesto. Por suerte vengo escarmentado, porque traigo aguja, dedal, tijeras e hilo, de manera que aquí me ves, en el suelo de la Terminal, efectuando una reparación de emergencia, preguntándome si estas toscas puntadas aguantarán una viaje hasta la otra punta del planeta.

Barajas
Boeing 777
Por fin llegamos a la puerta de embarque. Resulta sorprendente lo rápido que se pasan las horas cuando llegas a un aeropuerto, es como si las coordenadas del espaciotiempo se alteraran y todo transcurriera a un ritmo nuevo, inquietante y difuso.

A las veintiuna treinta entramos en el avión. Se trata de un Boeing 777 de Emirates. Es curioso cómo esta compañía, inexistente hace tres décadas, se ha hecho gradualmente con el control de los vuelos a medio mundo mientras que Dubai -cuatro mil kilómetros cuadrados y dos millones de habitantes-, ha pasado de ser una finca de jeques petroleros a diversificar su economía convirtiéndose en generador de grandes proyectos e innovación tecnológica y arquitectónica, como por ejemplo el rascacielos más alto del mundo.


Despegamos a las veintidós treinta. Como ya es de noche, es como si nos llevaran a través de un túnel y no vemos nada del Mediterráneo. Las siete horas de este primer vuelo se me hacen relativamente cortas. El avión no va del todo lleno, y tengo la inmensa suerte de que no me han puesto a nadie detrás que me muela los riñones (envidio los asientos de primera, que tienen por detrás una especie de caparazón que los convierte en invulnerables).

Sin embargo, duermo poco porque Inari, tumbado sobre su madre y sobre mí, tiene un sueño inquieto y se empeña en propinarme patadas.

Cada asiento lleva en su parte posterior una pequeña pantalla donde puedes conocer los  pormenores del vuelo (velocidad, altitud, temperatura exterior, hora local, distancia recorrida y por recorrer)  y la trayectoria del avión, así como ver el exterior desde la posición del piloto o desde la panza del aparato. Cuenta además con un repertorio casi infinito de películas, series, música y juegos. Yo me veo Eye in the Sky, una película del año pasado que trata de la utilización de drones en conflictos bélicos y las subsiguientes víctimas colaterales.

A bordo
Parcelas de riego en Arabia Saudí
Al aterrizar hemos divisado entre la calima el Burj-Khalifa, pero la luz no era muy buena para sacarle una foto, y las ganas tampoco. Desembarco en estado de somnolencia profunda. En España son las cinco y media de la mañana y aquí dos horas más, así que ya es de día. Nos bajan del avión en las pistas, y el bofetón de calor es importante: la temperatura es más o menos la que teníamos allí, pero el grado de humedad no; en mi cuerpo despiertan sensaciones dormidas, tal vez del cálido y húmedo Caribe que embotaba el cerebro y ablandaba los sentidos.

Me doy cuenta de que el aeropuerto de  Dubai es enorme, el autobús tarda cerca de quince minutos en llevarnos a la terminal. Todos los aviones que se ven las pistas pertenecen a Emirates. ¿Acaso ninguna otra compañía hace escala aquí?

Llegamos a Dubai
Llegamos al control de personas y equipajes, y nos sometemos al ritual y casi concentracionil protocolo de despojarnos de todas nuestras pertenencias. Como observo que hay quien se quita los zapatos y quien no, me los dejo puestos, y al pasar por el arco detector este pita. El vigilante me ordena que vuelta hacia atrás con un lacónico "Shoes". Me quito las zapatillas, las dejo en una caja de la cinta y vuelvo a pasar. Como mi calzado no lleva ningún elemento metálico, queda claro que quien observa a través de las cámaras hace saltar la alarma cuando lo cree conveniente. A mí deben de verme una cara de lo más sospechoso, pero no solo aquí: en el control de Barajas precio al embarque también hice saltar el detector aun no llevando nada de metal y entonces, para mi sorpresa, el vigilante cogió una tira de lo que parecía papel, la restregó por diferentes partes de mi cuerpo y después la introdujo en una especie de escáner. Debe de haberme quedado un aura de mi época de joven subversivo que pone nerviosos a los policías, porque ni disfrazado de honrado padre de familia cuelo.
Aeropuerto de Dubai
El aeropuerto de Dubai es grande por fuera, pero también por dentro: tardamos una eternidad en llegar a la terminal asignada, pero en todos sitios hay clases, como demuestran los grupos de hindúes ricos que son transportados en vehículos eléctricos. Por el camino constatamos que hemos cambiado de planeta: policías y empleados lucen casi todos una barba a lo Ahmadineyad. También se ven tipos ataviados al estilo que todo el mundo conoce aunque no haya venido jamás: kandura inmaculadamente blanca, cabeza cubierta con la gutra y el móvil en la oreja. Por lo que respecta a las mujeres lucen chilabas oscuras y pañuelo tapando el pelo. Y en chirriante contraste con esta parafernalia étnico-religiosa, las tiendas del duty-free abarrotadas de alcohol y todos los objetos de seducción de la sociedad de consumo. Con la que está cayendo ahí fuera, me pregunto qué extraños encajes de bolillos tendrán que realizar los Emiratos en estos tiempos inciertos de rigorismo religioso y terror fundamentalista.
Todos de Emirates
Airbus 380
Airbus 380
Teníamos tres horas hasta la salida del vuelo, aunque una parte la hemos consumido en los controles de acceso y caminando por el aeropuerto. Una vez allí, me doy un paseo para matar el rato. La falta de sueño hace que me sienta físicamente mal. Creo que, si existe el purgatorio, será parecido a la zona de tránsito internacional de un aeropuerto, donde te sientes exhausto, aburrido, nadie entiende tu idioma ni tú a la señorita de megafonía que no para de salmodiar números de vuelo, de los que solo entiendes Wahid (el uno). También hay muchísimas cosas para comprar, pero se venden en una moneda que tú no tienes, y que tampoco sabes a cuánto equivale. Para colmo, y tal como nos avisó un amigo, los grifos solo dan agua caliente, incluida la máquina para beber que en teoría sirve para que salga fresquita. Por suerte, en Barajas nos hicimos con bebida suficiente una vez pasado el control, porque a este amigo nuestro por una botella pequeña (de agua) le cobraron trece euros, ahí es ná.

Cuando se acerca la hora nos vamos a la puerta de embarque. Allí un señor vestido de civil nos pide los pasaportes, y al comprobar que somos españoles sonríe y dice "Hola". No se trata de un trabajador del aeropuerto, sino de un policía; su uniforme es un elegante terno azul. Lo sé porque he visto a varios subidos a un vehículo con los distintivos del cuerpo. Convenimos en que es mucho más simpático que sus colegas españoles. Pasado este punto, llegamos a un mostrador. Allí otro señor, este de color negro e igualmente simpático, me pregunta con delicadeza infinita si llevo liquor, mientras inspecciona mi mochila. Respondo que solo agua y Toblerone. Me hace tirar en una papelera el contenido de mi cantimplora, pero el registro es tan poco concienzudo que no ve las otras dos botellas, una de agua y otra Coca-Cola, que van debajo. En cambio, al que viene detrás de mí sí que veo que se la quitan.

Pasamos a una segunda zona de embarque, donde puedo volver a llenar la cantimplora, por fortuna con agua fría. La gente está sentada muy tranquila, al parecer sin prisas. Nosotros en cambio sí nos dirigimos hacia la puerta de embarque, que esta vez parece la definitiva. Se trata del famoso Airbus 380, el avión de pasajeros más grande del mundo. En él viajaremos algo más de quinientos pasajeros. De las dos plantas que tiene, la de arriba está reservada a asientos VIP, cabinas y literas, de manera que nosotros solo oleremos la sentina. Este modelo de avión lleva volando unos desde 2007, cada unidad cuesta la tontería de 432 millones de dólares, y se han construido hasta la fecha 196 aparatos, de los cuales 81 han sido para Emirates. Así que es cierto que el emir tiene perras de verdad.

El embarque se demora un rato más de lo previsto, y en pista también nos hacen esperar. Para cuando el avión arranca son las once de la mañana, hora local. Como suele ocurrir en estos casos, el plan de vuelo tiene suficiente margen para recuperar el retraso, pero catorce horas hasta Sidney no nos las quita ni Dios.


Dubai 
Dubai. Burj Al Arab
Dubai. Palm Island
El Airbus parece más amplio que el 777: los asientos son más anchos, y entre mis rodillas y la fila delantera sobran unos benditos diez centímetros que vienen muy bien cuando te quieres estirar. Nuestra consola de a bordo es también más grande y moderna, y además puedes acceder a una cámara en la cola del aparato que recuerda a las que se ven en los aviones de combate. El repertorio de entretenimiento es el mismo, pero la falta de sueño me impide mantener la concentración, de manera que escojo algo ligero como London has fallen, estrenada en abril y que va de una cadena de megaatentados en la capital británica. Al final del viaje me animaré con la nueva de Michael Moore Where to Invade Next, una película-documental en la que el director viaja a una serie de países europeos para analizar sus bondades en asuntos tan variopintos como educación, derechos de los trabajadores, participación social, tiempo libre y régimen penitenciario (España no sale). Sin embargo, en este flamante gran avión el programa de navegación no funciona (confío en que no pase lo mismo en la cabina de vuelo), de manera que durante catorce interminables horas te resignas a la rayante representación del avioncito que no acaba de despegar de Dubai, ya que hay pantallas murales que no puedes evitar mirar. Es una pena, porque el recorrido es épico y a uno le gustaría saber por dónde va: Golfo Pérsico, Mar Arábigo, Sur de la India, Golfo de Bengala, Malasia, Indonesia, Nueva Guinea y Australia de cabo a rabo.

Volamos hacia el atardecer, así que cuando queremos darnos cuenta ya se ha hecho de noche. Si sumamos a esto el desfase horario, la desorientación temporal empieza a hacer mella. Además, tanto tiempo dentro de un avión dan mucho de sí. Al viajar en la oscuridad y no saber por dónde vamos, salvo cuando hay turbulencias la sensación es de que la aeronave reposa alegremente en el espacio en lugar de moverse a novecientos kilómetros por hora.

He leído sobre los problemas circulatorios que puede acarrear el estar tanto tiempo pegado al asiento, así que una vez cada hora o dos me voy a dar una vuelta. En la parte delantera descubro que hay un espacio diáfano bastante grande, justo donde arrancan las escaleras que suben al cielo de los privilegiados.  En esta zona hay nada menos que seis aseos y el espacio suficiente para poder esparcirte sin molestar a nadie, que es lo que ocurre en el pasillo. Me llevo a Inari y permanecemos allí cerca de una hora. Los niños están muy bien considerados en estos vuelos o, al menos, en esta compañía: tienen preferencia a la hora de embarcar, existe un menú especial para ellos, son los primeros en comer y reciben regalos en cuanto suben al avión. Las azafatas nos sonríen, y una le pregunta en español por su nombre.

Dura vida la de los auxiliares de vuelo: todo el día de aquí para allá, machacados por la falta de intimidad, los reducidos espacios y los continuos cambios horarios. Son todos gente joven, imagino que cuando pasan de los treinta y cinco se buscarán un puesto en tierra, quizá con menos glamour pero más descansado. Es curiosa la mezcla de nacionalidades: hay gente árabe, negra, oriental y alguna -no mucha- blanca. Curiosa sociedad esta que parece anticipar el futuro, sin chauvinismos ni localismos cutres.

Al final uno renuncia a dormir seguido y echa una cabezada cuando ya no puede más. Cuando por fin llegamos a Sidney aún es de noche. Se ve mucho tráfico en la carretera de la costa, imagino que es de los que van a trabajar. Pienso en esta ciudad, no más grande que Madrid pero donde vive uno de cada cinco australianos o el equivalente a todos los habitantes de Nueva Zelanda.

Cuando aterrizamos hay que esperar un poco a que bajen los ricos, esas invisibles criaturas de la clase superior que viajan contigo pero a los que jamás ves. Son las seis de la mañana, según horario local. Llevamos volando ya veinticuatro horas.

En mayor o menor medida, todos los aeropuertos se parecen, y el de Sidney no es una excepción, de manera que no parece que te halles a la otra punta del mundo sino en un espacio-tiempo paralelo, el que comunica todos los aeródromos del mundo con su impersonalidad, su descomunal tamaño y su inconfundible aire de lugar de paso. También aquí, nada más llegar, no te queda otra que sortear las atiborradas y luminosas estanterías del duty-free. Cuesta trabajo pensar que haya quien se deje tentar por los relojes caros, las botellas de whisky y esos perfumes que con solo mirarles el precio se te quita el hipo; supongo que pertenecen al elitista mundo de los que desembarcan antes.

-¿Tú te conformas con poco?
-Es que con mucho no he probado.

Pero se engaña quien cree que estos lugares son entes informes y estáticos; más bien constituyen organismos que degluten a diario cientos de miles de pasajeros. Y tú, viajante de su tracto digestivo, tienes que procurar no quedarte atascado en alguno de sus meandros. Al llegar al control de aduanas sospecho que algo no marcha bien: nosotros no tenemos por qué salir de la zona de tránsito internacional, y al otro lado ya es Australia. Además, como vamos de paso no hemos rellenado el formulario de entrada. Esperamos pacientemente la cola a ver qué nos dice nuestro poli. Este mira nuestros pasaportes y billetes, escucha la explicación de Bego y no sabe muy bien qué partido tomar. Entonces se acerca una especie de supervisor que está detrás y nos dice que por allí no podemos salir, que la zona de tránsito internacional la hemos dejado atrás. Descubrimos nuestro error: aquí la conexión con otros vuelos está antes del duty-free, mientras que en Dubai iba después. Los neones de la tienda libre de impuestos, junto a la caraja que llevamos encima, nos han desorientado como si fuéramos mariposas nocturnas.

Ahora que ya estamos encaminados, nuevo control. Se ve que cada aeropuerto no se fía en absoluto de la labor de los demás, y te registran aunque no hayas salido del circuito de los vuelos. A Bego la hacen pasar por un escáner de esos que te desnudan sin tocarte, y cuando mi mochila sale del escáner es apartada por un hábil drible de rodillos. Otra vez el líquido: me quitan la botella de Coca-Cola que había sobrevivido al chequeo de Dubai y de nuevo tengo que ir a vaciar el agua de la cantimplora, a los servicios, que caen a tomar por saco. Cuando regreso de nuevo como un niño bueno, la poli que nos supervisa me dice algo de un test. Como no la entiendo muy bien, me saca unas hojas plastificadas donde, entre tropecientos idiomas, me muestra el texto en español, que más o menos dice:

Ha sido usted seleccionado aleatoriamente (y dale con la aleatoriedad) para realizar un test de explosivos. Si usted acepta someterse al mismo y este da positivo, queda a disposición de la autoridad policial para ulteriores investigaciones. 

Vaya, se ve que aquí miran más por las garantías individuales, porque en Barajas nadie me preguntó nada cuando me restregaron el papelito por todos sitios. Le digo que sí, a ver. Además, aquí son más modernos: en lugar de la tira de reactivo, tienen un aparatejo que recuerda vagamente al sensor con el que hacen las ecografías. Eso sí, en negro, como corresponde a un artefacto policial. Da negativo, claro. ¿Qué esperaban? Nos dejan por fin en paz, pero yo ya estoy frito.

Encontramos el camino hacia nuestra sala de embarque. Como allí hay wifi, busco mi móvil y descubro entonces que me lo he dejado en una de las bandejas del último registro. Como siempre que hay que lidiar en inglés, Bego va por delante y le pregunta al tipo del escáner:

-Hemos perdido un móvil. ¿Lo ha visto?
-¿De qué color ?
-¿Cómo que de qué color? Ese que tienes ahí encima.

Uf, menos mal. Me imagino a la policía científica destripando el terminal que se ha dejado en el control algún peligroso terrorista.


Regresamos a la sala de embarque. Empieza a amanecer sobre Australia, ocho husos horarios de diferencia con España. Esto sí que parece el fin del mundo, ¿es posible ir todavía más allá? Pues un poquito, otras tres horas más de avión. Este vuelo también sale con retraso, pero ya no miramos el reloj, lo único que queremos es llegar.

Al despegar vemos el edificio de la Ópera a lo lejos, y cruzamos los dos mil kilómetros del Mar de Tasmania. una minucia comparado con lo que llevamos encima. Sin embargo, hasta les da tiempo de servirnos una comida.

Cuando queremos darnos cuenta aparecen debajo unas montañas afiladas y nevadísimas, parecen recubiertas de la harina que echábamos  de pequeños sobre los Nacimientos. Son los Alpes del Sur, una cordillera singularmente densa. Luego aparecen las tierras verdes y los signos de actividad humana: lindes de fincas, casas, carreteras... A continuación, el aterrizaje. Estamos en Christchurch. Hemos llegado.







Son las tres de la tarde hora local, diez más que en España, y estamos en las antípodas; si hiciéramos un agujero, apareceríamos al lado de Mondoñedo.


Resta ahora el otro particular purgatorio de los aeropuertos, la cinta de recogida de equipajes. ¿Estarán aquí nuestros bolsos, después de veinte mil kilómetros y dos transbordos? Primero sale el de Bego, y cuando lo recojo se me acerca una policía muy sonriente y me dice algo del passport. Válgame Dios, parece que la pinta de mafioso me ha seguido hasta aquí. Le respondo que lo tiene my wife, que un poco más allá está sentada en el suelo con mi hijo, que se ha dormido, y la buena mujer me deja en paz.

Y es que justo antes de aterrizar Inari entró en estado catatónico, y sigue así tras desembarcar. Alguien del personal de tierra nos ofrece una silla de ruedas, y todo el mundo nos mira compungido porque piensa que llevamos un pobre niño enfermo, cuando en realidad está machado. Y hablando de agotamiento, yo temía el final del viaje, pero llegado este momento me encuentro con que a medio gas también se puede funcionar, aunque todo vaya más lento. Treinta y dos horas desde que despegamos de Barajas y cuarenta y tres desde que salimos de casa, ya no noto ni el cansancio. Pasamos el control biológico, donde un policía muy simpático pregunta si traemos alimentos frescos y comprueba las suelas de nuestros zapatos. Un escáner más, otra policía también muy simpática que examina nuestro pasaporte y documento de entrada, pregunta por nuestro hotel y la empresa de autocaravanas y ahora sí, ya estamos en Nueva Zelanda. El recibimiento me anima mucho: se diría que a diferencia de otros países, donde te reciben con hostilidad o indiferencia, aquí eres muy bienvenido. Haere mai.


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