miércoles, 13 de noviembre de 2024

DÍA 1

La luz que se cuela por los diáfanos ventanales del apartamento es tan inconfundiblemente invernal, como la desnudez de los árboles. Es como si te hubieras saltado seis meses de golpe. En cambio, los australianos parecen inmunes al frío: ves gente abrigada, pero otros van en camiseta y pantalón corto, por no hablar de las chanclas. Anoche, cuando llegamos, nos pareció que hacía frío e intentamos encender la bomba de calor... Hasta que nos dimos cuenta de que solo disponía de aire acondicionado.

Nuestro barrio

El barrio de Woolloomooloo es bastante curioso. Elegí el alojamiento en esta zona por ser bastante céntrica y por hallarse cerca de la Ópera. Sin embargo, sus calles las conforman en su mayoría casas de dos plantas, construidas en ladrillo y de aspecto un tanto desvencijado, menudo contraste con el skyline futurista del Sydney CBD, que es como llaman aquí al centro financiero y comercial. Caminamos hacia el sur buscando un súper donde comprar tarjetas SIM para los móviles, pues nos han dicho que es donde podemos encontrarlas más baratas. Tras deambular por calles donde sopla un viento gélido damos con uno en Crown Street. Allí nos dicen que al ser nuestros teléfonos de fuera necesitamos formalizar un contrato, y que mejor nos vayamos a Telstra -la antigua Telefónica australiana, ahora privatizada-, que tiene una oficina en el Queen Victoria Building, al que llegamos cruzando el Hyde Park (sí, como en Londres), donde tenemos ocasión de observar ibis blancos australianos paseando en libertad. El Queen Victoria Building, construido durante el siglo XIX, no es una obra menor sino mayor: 190 metros de largo y cuatro plantas, ocupadas por tiendas y restaurantes. No encontramos la tienda telefónica de marras, pero el edificio es tan bonito que la visita vale la pena. Preguntamos y nos envían un par de manzanas más allá, pero una nota en la puerta avisa que el negocio se ha trasladado. Cuando por fin damos con el sitio, en una calle peatonal llamada Pitt Street, nos sentimos agotados. Sin embargo, una dependienta de origen hindú nos atiende estupendamente y nos vende lo que necesitamos: el contrato mensual de una línea telefónica que trae gigas para aburrir, tantos que podremos compartirlos en los tres móviles durante el viaje, y aún sobrarán.

The Sydney Tower

George Street

Hemos pasado en la tienda casi una hora. Al salir estamos muertos de hambre, y como en este barrio tan pijo no hay sitios baratos para comer, entramos a proveernos en un súper subterráneo. Cuando llegamos a las cajas de autopago ocurre un pequeño malentendido, e inmediatamente se nos acerca el guarda de seguridad. Un tanto molestos por el incidente, nos sentamos a comer en unos bancos de la calle, y como no hemos comprado bebida, pues me toca a mí volver a entrar y vérmelas con el segureta, que me mira con aprensión pensando tal vez que vuelvo con ganas de bronca. En honor a la verdad he de decir que, en general, los australianos son gente abierta y acogedora y que durante el viaje casi todos nos trataron la mar de bien.

Queen Victoria Building

Queen Victoria Building

Queen Victoria Building

Entre unas cosas y otras se nos ha ido el tiempo y quedan pocas horas de luz. Enfilamos hacia el norte, en busca de lo que aquí llaman Circular Quay, que es la terminal de ferries que conectan el centro de Sidney con los otros barrios del otro lado de la bahía. De camino entramos en una gigantesca tienda de Lego donde exhiben figuras gigantescas a gigantescos precios y donde exponen, cómo no, una imagen de la Ópera conseguida a partir de miles de piezas.

Primera visión de la Ópera

Si hay un centro neurálgico -como dicen por ahí- en Sidney ese es Circular Quay. Por la multitud que entra y sale de los barcos, coge el tranvía, o el tren, o el metro o simplemente pasea. A la derecha se levanta la celebérrima Ópera, y a la izquierda en Harbour Bridge. Dejamos la Ópera para después y subimos al puente, aunque para ello haya que retroceder un tanto porque la estructura elevada arranca muy atrás, y coger un ascensor. Por esta descomunal obra de ingeniería de casi 50 metros de ancho discurren una vía de tren, ocho carriles para coches, un camino de uso peatonal y otro para bicis. Empezó a construirse en 1923 y se terminó en 1932. Pese a todo, a mí me da la sensación de ser una infraestructura insuficiente para dar servicio a una ciudad de más de cinco millones de habitantes, hasta que me entero de que por el fondo de la bahía discurre un túnel, inaugurado en 1992.

Ascensor personalizado

La Ópera con las últimas luces

Caminamos más o menos hasta la mitad del puente. Pese a hallarte protegido por robustas vallas, no deja de apabullar el guirigay de tráfico que pasa aquí al lado. Nos gustaría ver la puesta de sol sobre la Ópera. Unas nubes amenazan con malograr la puesta de sol, pero entre ellas y el horizonte se abre una franja limpia y, al final, el edificio más simbólico de Australia se tiñe de ocres y dorados, entreverado por las sombras del puente. Un ferry se detiene para que los pasajeros admiren los tornasoles del emblemático edificio.

Tantos años ansiando este momento, y por fin estamos aquí.

CBD y Circular Quay desde el puente

Desandamos camino hasta Circular Quay y nos acercamos a la Ópera que, como un barco futurista, se yergue sobre la bahía. Por lo visto, el alcalde de Sidney no estaba de acuerdo con el emplazamiento, menos mal que no le hicieron caso. La Ópera es ese tipo de edificio tan irreal y fantástico que, cuanto menos sepas de él mejor, porque los menudos detalles terrenales desvirtúan su poderosa estética y la confusa mescolanza de cúpulas que unas veces parecen velas, y otras aletas de tiburón.

El puente desde Circular Quay

El momento de bajar del puente coincide con la caída de la noche. Los rascacielos del CBD brillan como luciérnagas, y las aguas del puerto devuelven las luces como un espejo. Mucha gente por la calle comprando, cenando, deambulando. Nos sentamos en las escalinatas y contemplamos todo aquello. Realmente vale la pena haber venido hasta aquí.

Sidney la nuit

El CBD desde la explanada de la Ópera

Cerca de la Ópera hay algunas tiendas de souvenirs. Es nuestro primer día, y aun así no desaprovechamos la idea de comprar un peluche de koala, que se sumará a la familia viajera que tenemos en casa, compuesta por:

  • Una ardilla de la Selva Negra.

  • Una marmota austríaca.

  • Un frailecillo islandés y

  • Una ardilla canadiense.

El regreso al apartamento se convierte en una pequeña odisea, ya que entre la Ópera y el barrio de Woolloomooloo se encuentra el Jardín Botánico, que cierra sus puertas a la caída del sol. Rodeamos el amplio recinto en busca de una calle solo para encontrarnos con que esta se transforma en la M1, con el tránsito prohibido para peatones. Vuelta hacia atrás por Macquaire Street, donde por cierto estoy a punto de ser atropellado debido a la mala orientación de un semáforo, que me hace pensar que estaba en verde cuando en realidad no. A lo largo de los siguientes días tendremos ocasión de comprobar que los conductores australianos son prudentes y solidarios (lo son o los han hecho, a tenor de los carteles que prometen a los infractores heavy fines and lack of license). Pero eso por desgracia no rige para los energúmenos que atruenan la noche de la gran ciudad.

Cuando llegamos a la Catedral de Saint Mary la autopista se soterra y podemos por fin entrar en el barrio, que nos parece oscuro, solitario y poco tranquilizador. Entramos en una pequeña tienda a comprar algo para cenar. La dueña, de origen oriental, nos mira al principio con desconfianza (hay un grupo de sin techo bebiendo alcohol, instalado en una plazuela aneja), pero al ver que somos una honrada familia nos atiende bien. Luego a casita y a descansar.

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 POR FIN, AUSTRALIA

    Últimamente, nuestros viajes parecen teñidos por cierto tinte de odisea, algo de lo que no tengo conciencia que ocurriera durante los primeros años de escapadas internacionales. No sé si es simple capricho del destino, o signo de los tiempos convulsos que nos está tocando vivir: el caso es que la emoción no falta.

    Los primeros planes definidos para ir a Australia surgieron durante el invierno de 2019. Ya tenía más o menos clara la ruta, y había empezado a reunir información cuando se produjeron los violentos incendios que asolaron la costa este, justo por donde transcurría nuestro itinerario. Así las cosas, y con el corazón encogido por los miles de koalas abrasados por las llamas, decidimos cambiar de rumbo y dedicar el siguiente verano a Islandia. Pero 2020 trajo la pandemia, el confinamiento y las restricciones, y hubo que renunciar a irse muy lejos. Hasta 2022 no pudimos viajar a Islandia, el 23 lo dedicamos a Canadá y por fin, en 2024, ya no había excusa para no viajar al país de los canguros.

    La preparación del vuelo fue quizá la parte más espinosa. Con Emirates habíamos volado a Nueva Zelanda, y la experiencia fue positiva, pero últimamente sus tarifas estaban por las nubes. Busqué alternativas, unas vía Estambul, otras parando en Singapur... Todos eran vuelos de un montón de horas y con escalas interminables. Finalmente encontré una combinación con Cathay Pacific y escala en Hong Kong que parecía la adecuada. La experiencia con Air Canadá del verano anterior fue tan traumática que miré con lupa todas las reseñas. La mayoría eran aceptables. Por último, intenté que la escala en Hong Kong fuera de dos o tres días para visitar la ciudad (incluso llegué a reservar alojamiento), pero el precio total del viaje, ya de por sí elevado, se encarecía aún más, y por otro lado necesitábamos todos los días posibles para el periplo australiano por carretera.

    De manera que en enero ya teníamos avión, y poco después, autocaravana, reservada a través de una empresas alemana llamada Camperdays. El alquiler del vehículo fue también incomprensiblemente caro pese a ser allí invierno y por tanto temporada baja. Tengo la firme sospecha de que en el Hemisferio norte ofrecían precios inflados, y en cambio otros muy distintos para los australianos.

    Los meses fueron pasando en lento goteo y con auténticas piruetas económicas para reunir el dinero necesario. Los días previos fueron de una gran tensión, temiendo de nuevo un retraso o una cancelación que esta vez por fortuna no llegó. Por fin, el 27 de julio viajamos a Madrid, y el 28 por la mañana embarcamos. El avión despegó sobre la una del mediodía, y llegamos a las siete de la mañana del día siguiente. Como Hong Kong en verano tiene ocho horas de desfase con España, pues estuvimos viajando unas once horas para un total de 11.397 kilómetros. La tripulación fue bastante amable, y disponían incluso de carta donde elegir entre tres platos diferentes. En el avión coincidimos con bastantes españoles que iban a Japón. A Sidney, bastantes menos.

Barajas, kilómetro 0.

Menú bilingüe

    Las pantallas encastradas en la trasera de los asientos son, a estas alturas, un prodigio de variedad a la hora de elegir entretenimiento, pero lo que de verdad mola es poder acceder a las diferentes cámaras situadas en el exterior del avión, en la cabina del piloto y al plan de vuelo y la  situación del aparato. La ruta habitual para ir de Madrid a Hong Kong pasa por Ucrania pero, como ahora no está el horno para bollos, pues los aviones dan un rodeo por Turquía. Fue por eso por lo que volamos por encima de los Dardanelos (por aquí cruzamos en 2009, con Chandra y nuestra autocaravana, de vuelta del Kurdistán). Luego Georgia y el Mar Caspio hasta llegar a China y sobrevolar el desierto de Taklamakán, al norte del Himalaya, y que abarca una  extensión similar a la de Alemania. Después China de cabo a rabo y por, fin, al amanecer, Hong Kong.

Volando sobre los Dardanelos

Y sobre Uzbekistán

    Bajarse del avión después de tantas horas produce un embobamiento supino, pero a la vez alivio por estirar de nuevo las piernas. Lo que está claro es que los años no pasan en vano: el viaje hasta Nueva Zelanda en 2016 no me pareció tan cansado. ¿O acaso es el tiempo, que suaviza los recuerdos?

Aeropuerto de Hong Kong

    El aeropuerto de Hong Kong es amplio y diáfano, con grandes cristaleras que asoman a un cielo nublado. Me llaman la atención los tableros de información de vuelos, que están en caracteres chinos hasta que, alehop, se vuelven comprensibles al cambian a nuestro alfabeto.



    Dos horas después estamos de nuevo en el avión, no sin antes pasar un control tan exhaustivo como el de Barajas. Cuando vuelo ya nunca llevo puestas las botas, solo por no pasar la humillación de descalzarme. Hemos salido a las nueve de la mañana y llegaremos a las ocho de la tarde, hora local. Como la diferencia entre Hong Kong y Sidney es de tres horas, resulta que este vuelo dura ocho para una distancia de 7.400 kilómetros. En el primero apenas hemos dormido, de manera que nos adormilamos durante intervalos de duración variable que abrevian  el tedio de tanto tiempo sentados. La magia del avión hace mucho rato que se ha transformado en ganas desesperadas de llegar.

    Para cuando aterrizamos en Sidney ya es otra vez de noche. Hace veintitantas horas que salimos de Madrid, y parecen siglos. Sorprendentemente, llegamos bastante enteros. Debe de ser la adrenalina disparada, pues ahora nos las tenemos que ver con una de las aduanas más tocapelotas del mundo. El visado de entrada lo tenemos desde enero, y en el avión hemos rellenado la famosa hojita amarilla (ya practicamos en casa, con una idéntica pero traducida). No traemos el arsenal de medicinas que solemos llevar en los viajes, porque muchas no pueden pasar la aduana. Tampoco absolutamente nada de comida, ni fresca ni de la otra. Hemos tirado el agua que nos sobró del avión, y comprobado que no traemos tierra en la suela de las zapatillas. Declaramos el dron y el portátil, lo que nos clasifica automáticamente junto con los que traen armas o pornografía. Por suerte, nos toca una poli muy amable que escribe algo en nuestras fichas y, cuando avanzamos resignados hacia la zona de registro de equipajes, descubrimos que nuestro pasillo conduce directamente al hall de aeropuerto.

    Nos conectamos al wifi, pedimos un Uber y descargamos la clave de acceso al apartahotel donde vamos a dormir. Esta mañana escribimos a la empresa desde Hong Kong diciéndoles que íbamos a llegar más tarde de lo previsto, y nos respondieron que en recepción no habría nadie a esa hora, pero que al llegar a Sidney tendríamos la clave para acceder al edificio. Menos mal que han cumplido.

    En la calle hace frío y lloviznea, menudo contraste con los 38 grados de Madrid. Nos cuesta encontrar el lugar de encuentro con el taxi, que ya nos está esperando. Nuestro alojamiento es el Nesuto Woolloomooloo Apartment Hotel, y se encuentra hacia el norte y a 11 kilómetros del aeropuerto. Nuestro conductor es un señor con turbante (debe de ser sij) de cuyo inglés no entiendo prácticamente nada. Nos pregunta por dónde queremos ir; yo interpreto que la pregunta va con segundas, hasta que nos aclara que en el itinerario más rápido hay obras, que nos puede llevar por otro. Respondemos que nos lleve por donde quiera.

    Resulta un tanto desolador quedarse a solas con tu equipaje en la acera oscurísima de una ciudad desconocida. Por fortuna, funciona el código numérico de la puerta, y también el del buzón donde está nuestra llave. Ni en el hall ni en los pasillos nos cruzamos con nadie, parece un hotel fantasma digno de la película El Resplandor.

    Resulta frustrante llegar tan tarde a tu destino y no tener nada que llevarte a la boca porque te han obligado a tirarlo todo. El barrio tampoco anima demasiado a explorar en busca de algún sitio donde comer algo. Por fortuna (ya lo había mirado en casa por el Street View), justo enfrente hay una gasolinera que dispone también de un pequeño súper, y ahí compramos algunas cosas para comer ahora y para desayunar mañana.

                                                                                                                                    
                                                                                                                                                Día 1


domingo, 26 de mayo de 2024

16 AÑOS, 7 MESES, 12 DÍAS

 


Si pienso en todo lo que me diste

y en cómo aprendí a ser mejor persona,

me siento afortunado

ganador 

Por eso,

cuando ya no quede nada,

ni siquiera el polvo de estrellas

que nos conforma;

aún entonces

habrá una rendija de luz

por donde se filtren

las esperanzas

los sueños

y los instantes únicos

que vivimos contigo.

Gracias por todo,

por tanto,

mi querida Chandra-Luna.



miércoles, 25 de octubre de 2023

4 de agosto, día 22.

Último día. Antes de que recojamos los bártulos, dos caravanas vecinas han hecho lo propio y continuado viaje. Antes de venir a Canadá pensé que quienes petaban los cámpings serían extranjeros, pero no: en su mayoría se trata de personal local. A juzgar por el enorme número de autocaravanas y sobre todo caravanas que hemos visto, a los canadienses les mola la vida nómada. Por mi parte, les envidio el que dispongan de un país tan vasto para perderse.

Marca de garras de oso

Johnson Lake

A poca distancia de aquí se encuentra el Johnson Lake, tan pequeñito que lo rodeamos dando un paseo. Aquí tampoco nada de guiris, todos gente de la zona.

Es la despedida. Paramos por tercera vez en el súper de Canmore y después invertimos en gasolina los billetes de dólar restantes. Calgary está a solo cien kilómetros así que, por alargar un poco la cosa, en lugar de irnos por la autopista elegimos la carretera antigua, que circula por la ribera opuesta del río Bow. Paramos a comer junto al lago Gap. Por la otra orilla vemos circular uno de estos trenes kilométricos que tanto nos fascinan. Número de vagones: 200. Tiempo de paso: 4 minutos 28 segundos (grabado en vídeo).

A partir de aquí la carretera panorámica deja de serlo, ya que se estrecha y deforma tanto que vuelve la conducción cualquier cosa menos placentera. Es tan cansado que, con 45 kilómetros recorridos desde la comida, hacemos un alto junto al Ghost Reservoir Provincial Recreation Area. Faltan 60 kilómetros hasta Airdrie, y a lo largo del día hemos intentado por teléfono, infructuosamente, encontrar sitio en algún cámping de las inmediaciones. Decidimos echar aquí un vistazo, pero: a) No tienen sanidump, y la auto hay que devolverla mañana con los depósitos vacíos. b) Dormir cuesta 31 dólares que se dejan en efectivo en una hucha, y nosotros ya hemos agotado nuestro cash. Por último, c) Bego descubre un cartel donde se avisa de que las armas deben permanecer guardadas dentro de los vehículos, y que está terminantemente prohibido disparar dentro del campamento (!). La sensación, además, de que unos cuantos habituales se han apropiado del recinto es muy fuerte.

Pese a mis dudas, Bego insiste en que nos vayamos, y ahora sé que es la mejor decisión que pudimos tomar: mientras escribo estas líneas leo en Google las reseñas del sitio, y no pueden ser peores: borracheras, música a todo volumen hasta las tantas, motos a toda pastilla circulando sin luces por el recinto, fuegos artificiales (¿o serían tiros?)... Vamos, un recuerdo imborrable para nuestra última noche en Canadá.

A partir de Cochrane las carreteras están como trazadas con tiralíneas, y forman una especie de retícula que obliga a subir y a bajar. Hacia el norte el cielo lleva horas oscureciéndose ominosamente. Entre Calgary y Airdrie está Balzac, donde existe un Campground RV Park & Storage, también con muy mala puntuación y que para colmo no ha respondido al teléfono en todo el día. Si está cerrado o lleno, tocará dormir junto a algún centro comercial.

Tenemos suerte. El sitio está abierto, y pillamos al dueño o recepcionista a punto de cerrar. El lugar es una extraña mezcla de chatarrería y párking, pero tiene agua y vaciado, y a nosotros nos vale. Encajamos nuestro vehículo entre dos enormes caravanas, una recién estrenada y otra del año de la polka.

Entonces empieza a llover.


Distancia parcial: 164 kilómetros.

Distancia total: 4.001 kilómetros.




Día 21                                        Inicio        

3 de agosto, día 21.

Nuestra intención hoy era ir al lago Esmeralda, pero al estar etiquetado como lugar hipermegaturístico, lo dejamos para la tarde y elegimos el lago Sherbrooke. Enfilamos la Highway 1, pasamos de nuevo junto a Lake Louise y cruzamos otra vez a la Columbia Británica tras subir un impresionante puerto. Este habría sido nuestro camino desde Vancouver de no habernos desviado hacia Radium Hot Springs.

Lago Sherbrooke

En el aparcamiento de Sherbrooke los coches no llegan a la veintena, cuando a estas horas en Emerald deben de estar hasta la bandera. ¿Motivo? Lo primero es el nombre, dónde va a parar mucho más atractivo. Lo segundo, sin duda más importante, es que desde el aparcamiento hasta Sherbrooke son 6 kilómetros ida y vuelta, por no hablar de los 223 metros de desnivel y ambos son argumentos de peso. Donde haya un lugar atractivo a pie de automóvil, que se quiten los demás.

Lago Sherbrooke

El sendero asciende por la ladera arbolada. Al principio el ruido de la autopista es bien patente, pero conforme ascendemos disminuye. Como de costumbre, ansiamos y tememos encontrarnos con un oso. Tras la subida, llaneamos y llegamos a la orilla. Estamos solos.

Lago Sherbrooke

Lago Sherbrooke

El color del lago, rodeado de montañas, no tiene que envidiar a ningún otro esmeraldiano. El desaguadero está orientado hacia el sur, y se halla parcialmente bloqueado por un amasijo de troncos flotantes, aunque no parece obra de castores. A unos centenares de metros, en la orilla opuesta, se distingue una especie de chapoteo. Las salpicaduras son demasiado grandes como para que pueda causarlas el viento. Tal vez sea nuestro ansiado oso bañándose, pero como no hemos traído los prismáticos nos quedamos con las ganas.

Camino de regreso con bastante calor. Las pocas personas con las que nos cruzamos saludan, algo impensable en los destinos saturados. Tras comer y descansar en la auto, continuamos hasta la siguiente parada, el Lower Spiral Tunnel. Como su nombre indica, consiste en una singular obra de ingeniería que salva el considerable desnivel del puerto mediante un túnel que cruza sobre sí mismo a diferentes alturas. Por la primitiva vía solo podían circular trenes de cinco vagones, y la pendiente era tal que las ruedas del último coche quedaban por encima del techo de la locomotora.

Nuestros amigos, los camiones

No hemos terminado de aparcar cuando vemos a los ocupantes de un autobús descender y apresurarse hacia el mirador. No me creo que hayamos tenido tanta suerte como para coincidir con un tren pero resulta que sí: menuda sensación, como si de una maqueta se tratara, ver al gigantesco gusano entrar y salir simultáneamente del túnel y, como añadidura, pasar también por delante y debajo de nosotros.

Extasiado, me apoyo en el pretil del mirador, donde han instalado unos paneles explicativos. Entonces oigo a una de las miembras del autobús decirme, en el español más desabrido posible, que me aparte para que pueda leer. Sin contestar, hago lo que me pide y cuando vuelvo a mirar, treinta segundos más tarde, ella y su cohorte han desaparecido.


Natural Bridge

Aquí, el Kicking Horse River

Y aquí, a la derecha, el gilipollas de las chanclas que casi se cae al agua.

Son ya muchos días de viaje y el cuerpo y el ánimo pesan como el plomo, pero hay que terminar. Bajamos otros 11 kilómetros más (a este paso llegamos a Golden) hasta el Natural Bridge, que no es exactamente un puente, sino el lugar donde el río Kicking Horse se ha abierto paso perforando la roca. Ignorando lo accidentado del piso, los turistas -incluso madres con hijos pequeños- saltan alegremente las barandillas y se aproximan a la corriente para obtener los mejores selfies. Un idiota con chanclas trastabilla y está a punto de caer a la corriente. El sitio es precioso, pero tal grado de estupidez nos pone de los nervios, de manera que regresamos a la auto y recorremos los 7 kilómetros que faltan hasta el lago Esmeralda. El aparcamiento es enorme y a esta hora se encuentra semivacío, no quiero ni imaginármelo en hora punta. La verdad es que es un lugar muy bonito, qué pena de masificación.

Emerald Lake

Emerald Lake

Emerald Lake

Emerald Lake

Hoy toca cambiar de cámping por el follón de las reservas. Para la última noche en la zona de Banff, nos hemos tenido que mudar al de al lado, que es el Tunnel Mountain Trailer Court. Como su nombre indica, está dedicado exclusivamente a caravanas y autocaranas. El acceso a las parcelas es comodísimo, pues se hallan dispuestas en batería, a ambos lados de las calles, tal y como si fuera un aparcamiento, pero a suficiente distancia unas de otras. Además, cada una cuenta con toma de agua, de electricidad y desagüe para vaciado de sucias. Justo antes de acostarnos, oímos un ligero golpe y una especie de siseo. Salgo a investigar y me encuentro con que la manguera del agua corriente se ha salido del enganche. Como no me apetece pelearme a estas horas con la rosca, cierro el grifo y mañana se verá. Menos mal que el incidente no ha ocurrido de madrugada, porque nos habríamos encontrado por la mañana encima de un vergonzoso charco.


Distancia parcial: 204 kilómetros.

Distancia total: 3.837 kilómetros.


Día 20                                    Inicio                                        Día 22

 2 de agosto, día 20.

Esta mañana hemos encendido el generador lo justo para hacer las tostadas, apenas cinco minutos, y de inmediato el vecino ha puesto en marcha el suyo.

La cosa podría ser casual, pero es que ayer ocurrió exactamente igual. Luego no lo para enseguida, sino que lo deja funcionando un par de horas (más otras dos de propina por la tarde). Este señor es el mismo que ha instalado sus placas solares justo en límite las dos parcelas, pero orientadas hacia nosotros. Y ayer le oímos decir en voz alta y con tono despectivo la palabra Outsiders. Ignoramos qué habremos hecho para merecer su ira, pero tenemos la impresión de que no le caemos muy bien. O tal vez es uno de esos tipos que consideran que todo el cámping es suyo. Aprovecho su ausencia y me aproximo a su autocaravana para leerle la matrícula. Dice pertenecer a un país famoso por sus tiroteos masivos, esperemos que no guarde un AR-15 en el interior del vehículo.

Canmore está a 24 kilómetros del cámping, pero preferimos darnos el paseo a tener que cargar con la compra por Banff casi un kilómetro. Hasta ahora hemos ido esquivando los trenes, pero a la entrada de la localidad pillamos uno y toca esperar. Es tan largo y tarda tanto en pasar que los accesos al pueblo se colapsan por completo.

Canmore

Volver al súper del primer día otorga al viaje un aura de veteranía, pero también supone el anuncio de que esto se está terminando. Bullen dentro todas las vivencias y los kilómetros recorridos. Y también, cómo no, un cansancio descomunal.

Con la nevera llena volvemos sobre nuestros pasos, pero no a Banff sino al lago Minnewanka, que como el Okanagan tiene forma de serpiente o de dragón, aunque mucho más pequeño.

Minnewanka

Minnewanka

Minnewanka es siux significa “Agua de los Espíritus”, y fue recrecido en 1941 mediante una presa. Son populares los paseos en barco, pero como creemos que superar la excursión del Maligne va a ser muy difícil, así que optamos por la ruta a pie que bordea el lago. Hace tanto calor que mucha gente se baña. La chica de información nos ha recomendado no pasar del puente del Stewart Canyon por la posibilidad de encontrarnos con osos (ni somos grupo de cuatro ni traemos spray), pero como vemos que algunos excursionistas continúan, nos aventuramos un poco más. A la vuelta, y de nuevo en el puente, nos encontramos con un grupo de cabras que pretende cruzar, pero con tantos humanos no se atreven. La gente no para de sacarles fotos, y a los que somos un poco más de pueblo nos toca hacerles ver que, como no se aparten, las pobres cabras no van a pasar y sufrirán estrés.



Puente del Stewart Canyon

Lago Minnewanka

De vuelta a la auto, convenimos que el parking está tan inclinado y hace tanto calor que mejor nos movemos a otro que vimos a unos kilómetros de aquí, llano, casi vacío y con sombra. Al parecer, aquí nace el sendero que lleva al pueblo minero abandonado de Bankhead. Pero nuestros planes para esta tarde son otros, a saber: un descenso de río en lancha neumática. Un rato antes de la hora convenida cruzamos Banff de nuevo en busca del lugar señalado, justo debajo del Banff Springs Hotel y enfrente el Surprise Corner. Como no nos pidieron nada al hacer la reserva pagamos ahora, lo que nos parece todo un detalle.

La barca

Llega la hora, nos ponemos los chalecos salvavidas y somos repartidos entre las diferentes barcas. En la nuestra, aparte de nosotros y el guía-remero, vienen dos hombres jóvenes con su padre, con aspecto de ser de la India o alrededores.

Banff Springs Hotel

Los Hoodoos

Bow River


La organización tiene el acierto de soltar las barcas escalonadas, de manera que disfrutamos en solitario de la travesía. Si alguien busca emociones fuertes, me temo que tiene que ir a buscarlas a otro sitio (por ejemplo en las Bow Falls, donde los dobles de Marilyn y Robert Mitchum estuvieron a pique de ahogarse mientras rodaban la escena de la balsa). Nuestro guía es un joven muy agradable que bromea con los pasajeros al tiempo que nos va explicando. Mientras, los rayos menguantes del sol arrancan destellos dorados al agua, a la orilla boscosa, a las montañas cercanas. Resulta todo muy relajante, y casi se puede escuchar a Marilyn cantando

If you listen you can hear it call...

There is a river called the river of no return

Sometimes it's peaceful and sometimes wild and free!

Love is a traveler on the river of no return

Swept on forever to be lost in the stormy sea

[…]


Bow Falls

El bus

 El regreso a la base lo hacemos en un autobús escolar como los que salen en las películas, y que debe suscitar muchos recuerdos y vivencias entre algunos pasajeros, porque oímos a una mujer decir: “¡Entonces parecía más grande!”


Distancia parcial: 74 kilómetros.

Distancia total: 3.633 kilómetros.


Día 19                                      Inicio                                      Día 21



domingo, 1 de octubre de 2023

 1 de agosto, día 19.

Hoy nuestra casa con ruedas se va a tomar un merecido descanso. El destino de esta mañana cae tan cerca que salimos del cámping a pie. Son los Hoodoos o chimeneas de hadas. No tienen punto de comparación con las de Capadocia, pero las vistas del valle del río Bow sí que son inigualables. También vemos unas lanchas neumáticas siguiendo la plácida corriente. Tomamos nota mental por si nos animamos.

El valle del río Bow

El mirador continúa durante unos cientos de metros por el borde del farallón. Encontramos dos de las famosas sillas rojas que hay repartidas por todas las Rocosas y las aprovechamos, pero al cabo de un breve espacio nuestra paz se ve alterada por un ominoso grupo de turistas procedentes de un autobús. Trato de ignorarlos, pero en vano: algunos se interponen entre nosotros y el sagrado paisaje (con la de espacio que hay). Una mujer incluso se saca un selfie con su móvil plantado a un metro de mi careto. La miro insistentemente buscando la confrontación, pero la tipa tiene una jeta de cemento y ni se inmuta. Finalmente se largan por donde han venido.

Las sillas rojas

Regreso a la auto con mucho calor. Tras la comida y el descanso reglamentarios, nos vamos hacia la parada del autobús (la empresa municipal viene hasta aquí y te lleva a Banff gratis. La vuelta sí que te la cobran). El centro está muy animado. Todos los edificios tienen un máximo de dos plantas, y se ve todo muy cuidado. Me llama la atención que corten la calle principal al tráfico mediante unas barreras que se abren cuando llega el bus urbano (eléctrico). Los semáforos para peatones de los cruces se ponen simultáneamente en verde, y hay carteles que te animan a atajar en diagonal. La lista de lugares al aire libre en los que está prohibido fumar al aire libre es interminable: paradas de autobús; aceras y zonas peatonales; parques municipales y senderos; exterior de mercados y eventos; a menos de cinco metros de puertas, ventanas abiertas o tomas de aire, así como en la cercanía de niños que no estén bajo nuestra custodia o control. Cuando veo este tipo de cosas siento envidia, pero de la mala.

Prohibiciones de fumar

El futuro

Cascade Mountain (2.998 m.) desde el centro de Banff

Llegamos a la orilla del río, transformada en una exposición de arte al aire libre (¿tampoco hay aquí vandalismo?). En las vallas de las casas junto al río juguetean las ardillas. Pasamos junto a las cascadas, que más bien son rápidos, y llegamos a Surprise Corner, que para nosotros supone una auténtica sorpresa por lo difícil que resulta acceder a la orilla. Enfrente se levanta la mole del Banff Springs Hotel, que por lo imponente recuerda a Hogwarts, aunque en moderno. Su inquietante silueta propicia las historias de terror que circulan sobre él, como los fantasmas de la novia y un antiguo botones, o la de la habitación 873, donde al parecer una familia entera fue asesinada. Según cuentan, como allí no había quien pegara ojo, al final la tapiaron, dejando entre la 872 y la 874 un inquietante vacío.

Fuente: http://thestalkingmoon.weebly.com/

Fuente: https://www.outofthepastblog.com/

Divertida escena previa al rodaje en el plató (misma fuente)

En esta zona también se rodó River of No Return (1954), con Marilyn Monroe y Robert Mitchum, dirigida por Otto Preminger. Tanto este último como Monroe tuvieron que trabajar en esta película contra su voluntad, por obligaciones de contrato. Ambos expresaron su frustración con el guion, que consideraban superficial. Sin embargo el film, que tuvo un notable éxito, es un popular western clásico.

Bow Falls

La protagonista

Río Bow con las últimas luces

De regreso al pueblo, buscamos algún sitio cercano al súper donde poder aparcar mañana, pero no lo encontramos, así que si queremos comprar comida no quedará otra que ir hasta Canmore. Fotos y vídeos de las hipnóticas aguas turquesa del río y vuelta al autobús, que sube hasta los topes. Primero para en una urbanización muy pija donde se baja casi la mitad y luego de cámping en cámping, hasta el nuestro, que es el último. El conductor, un joven barbudo, se porta muy amable y procura que nadie se pase de parada.


Distancia parcial: 0 kilómetros.

Distancia total: 3.559 kilómetros.


Día 18                                    Inicio                                        Día 20