DÍA 1
La luz que se cuela por los diáfanos ventanales del apartamento es
tan inconfundiblemente invernal, como la desnudez de los árboles. Es
como si te hubieras saltado seis meses de golpe. En cambio, los
australianos parecen inmunes al frío: ves gente abrigada, pero otros
van en camiseta y pantalón corto, por no hablar de las chanclas.
Anoche, cuando llegamos, nos pareció que hacía frío e intentamos
encender la bomba de calor... Hasta que nos dimos cuenta de que solo
disponía de aire acondicionado.
Nuestro barrio |
El barrio de Woolloomooloo es bastante curioso. Elegí el
alojamiento en esta zona por ser bastante céntrica y por hallarse
cerca de la Ópera. Sin embargo, sus calles las conforman en su
mayoría casas de dos plantas, construidas en ladrillo y de aspecto
un tanto desvencijado, menudo contraste con el skyline
futurista del Sydney CBD, que es como llaman aquí al centro
financiero y comercial. Caminamos hacia el sur buscando un súper
donde comprar tarjetas SIM para los móviles, pues nos han dicho que
es donde podemos encontrarlas más baratas. Tras deambular por calles
donde sopla un viento gélido damos con uno en Crown Street. Allí
nos dicen que al ser nuestros teléfonos de fuera necesitamos
formalizar un contrato, y que mejor nos vayamos a Telstra -la antigua
Telefónica australiana, ahora privatizada-, que tiene una oficina en
el Queen Victoria Building, al que
llegamos cruzando el Hyde Park (sí, como en Londres), donde tenemos
ocasión de observar ibis blancos australianos paseando en libertad.
El Queen Victoria Building, construido durante el siglo XIX, no es
una obra menor sino mayor: 190 metros de largo y cuatro plantas,
ocupadas por tiendas y restaurantes. No encontramos la tienda
telefónica de marras, pero el edificio es tan bonito que la visita
vale la pena. Preguntamos y nos envían un par de manzanas más allá,
pero una nota en la puerta avisa que el negocio se ha trasladado.
Cuando por fin damos con el sitio, en una calle peatonal llamada Pitt
Street, nos sentimos agotados. Sin embargo, una dependienta de origen
hindú nos atiende estupendamente y nos vende lo que necesitamos: el
contrato mensual de una línea telefónica que trae gigas para
aburrir, tantos que podremos compartirlos en los tres móviles
durante el viaje, y aún sobrarán.
The Sydney Tower |
George Street |
Hemos pasado en la tienda casi una hora. Al salir estamos muertos de
hambre, y como en este barrio tan pijo no hay sitios baratos para
comer, entramos a proveernos en un súper subterráneo. Cuando
llegamos a las cajas de autopago ocurre un pequeño malentendido, e
inmediatamente se nos acerca el guarda de seguridad. Un tanto
molestos por el incidente, nos sentamos a comer en unos bancos de la
calle, y como no hemos comprado bebida, pues me toca a mí volver a
entrar y vérmelas con el segureta, que me mira con aprensión
pensando tal vez que vuelvo con ganas de bronca. En honor a la verdad
he de decir que, en general, los australianos son gente abierta y
acogedora y que durante el viaje casi todos nos trataron la mar de
bien.
Queen Victoria Building |
Queen Victoria Building |
Queen Victoria Building |
Entre unas cosas y otras se nos ha ido el tiempo y quedan pocas horas
de luz. Enfilamos hacia el norte, en busca de lo que aquí llaman
Circular Quay, que es la terminal de ferries que conectan el
centro de Sidney con los otros barrios del otro lado de la bahía. De
camino entramos en una gigantesca tienda de Lego donde exhiben
figuras gigantescas a gigantescos precios y donde exponen, cómo no,
una imagen de la Ópera conseguida a partir de miles de piezas.
Primera visión de la Ópera |
Si hay un centro neurálgico -como dicen por ahí- en Sidney ese es
Circular Quay. Por la multitud que entra y sale de los barcos, coge
el tranvía, o el tren, o el metro o simplemente pasea. A la derecha
se levanta la celebérrima Ópera, y a la izquierda en Harbour
Bridge. Dejamos la Ópera para después y subimos al puente, aunque
para ello haya que retroceder un tanto porque la estructura elevada
arranca muy atrás, y coger un ascensor. Por esta descomunal obra de ingeniería de casi
50 metros de ancho discurren una vía de tren, ocho carriles para
coches, un camino de uso peatonal y otro para bicis. Empezó a
construirse en 1923 y se terminó en 1932. Pese a todo, a mí me da
la sensación de ser una infraestructura insuficiente para dar
servicio a una ciudad de más de cinco millones de habitantes, hasta
que me entero de que por el fondo de la bahía discurre un túnel,
inaugurado en 1992.
Ascensor personalizado |
La Ópera con las últimas luces |
Caminamos más o menos hasta la mitad del puente. Pese a hallarte protegido por robustas vallas, no deja de apabullar el guirigay de tráfico que pasa aquí al lado. Nos gustaría ver la puesta de sol sobre la Ópera. Unas nubes amenazan con malograr la puesta de sol, pero entre ellas y el horizonte se abre una franja limpia y, al final, el edificio más simbólico de Australia se tiñe de ocres y dorados, entreverado por las sombras del puente. Un ferry se detiene para que los pasajeros admiren los tornasoles del emblemático edificio.
Tantos años ansiando este momento, y por fin estamos aquí.
CBD y Circular Quay desde el puente |
Desandamos camino hasta Circular Quay y nos acercamos a la Ópera
que, como un barco futurista, se yergue sobre la bahía. Por lo
visto, el alcalde de Sidney no estaba de acuerdo con el
emplazamiento, menos mal que no le hicieron caso. La Ópera es ese
tipo de edificio tan irreal y fantástico que, cuanto menos sepas de
él mejor, porque los menudos detalles terrenales desvirtúan su
poderosa estética y la confusa mescolanza de cúpulas que unas veces
parecen velas, y otras aletas de tiburón.
El puente desde Circular Quay |
El momento de bajar del puente coincide con la caída de la noche.
Los rascacielos del CBD brillan como luciérnagas, y las aguas del
puerto devuelven las luces como un espejo. Mucha gente por la calle
comprando, cenando, deambulando. Nos sentamos en las escalinatas y
contemplamos todo aquello. Realmente vale la pena haber venido hasta
aquí.
Sidney la nuit |
El CBD desde la explanada de la Ópera |
Cerca de la Ópera hay algunas tiendas de souvenirs. Es nuestro primer día, y aun así no desaprovechamos la idea de comprar un peluche de koala, que se sumará a la familia viajera que tenemos en casa, compuesta por:
Una ardilla de la Selva Negra.
Una marmota austríaca.
Un frailecillo islandés y
Una ardilla canadiense.
El regreso al apartamento se convierte en una pequeña odisea, ya que entre la Ópera y el barrio de Woolloomooloo se encuentra el Jardín Botánico, que cierra sus puertas a la caída del sol. Rodeamos el amplio recinto en busca de una calle solo para encontrarnos con que esta se transforma en la M1, con el tránsito prohibido para peatones. Vuelta hacia atrás por Macquaire Street, donde por cierto estoy a punto de ser atropellado debido a la mala orientación de un semáforo, que me hace pensar que estaba en verde cuando en realidad no. A lo largo de los siguientes días tendremos ocasión de comprobar que los conductores australianos son prudentes y solidarios (lo son o los han hecho, a tenor de los carteles que prometen a los infractores heavy fines and lack of license). Pero eso por desgracia no rige para los energúmenos que atruenan la noche de la gran ciudad.
Cuando llegamos a la Catedral de Saint Mary la autopista se soterra y
podemos por fin entrar en el barrio, que nos parece oscuro, solitario
y poco tranquilizador. Entramos en una pequeña tienda a comprar algo
para cenar. La dueña, de origen oriental, nos mira al principio con
desconfianza (hay un grupo de sin techo bebiendo alcohol, instalado
en una plazuela aneja), pero al ver que somos una honrada familia nos
atiende bien. Luego a casita y a descansar.