domingo, 27 de noviembre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (29)

19 de agosto
Temperatura al amanecer: 13º C
Estamos solo a 100 kilómetros de Cape Reinga, y por lo tanto a punto de llegar al extremo Norte de la isla, con lo difícil que parecía. En este lugar el terreno se estrecha en una larga lengua de tierra apenas poblada que se llama Península de Aupouri. Lo que más se ven son bosques, gigantescas extensiones de arena y el brillo marino que, de cuando en cuando, asoma a nuestra derecha. Aquí finaliza la Estatal 1, que hace de espina dorsal de las dos islas y en cuyo otro extremo, en Invercargill, estuvimos hace veinte días. Desde donde nos encontramos a Waipapa Point hay 1.400 kilómetros a vuelo de pájaro, y 2.200 si vas por carretera y barco. Imposible representarse en un instante el cúmulo de experiencias de estas tres semanas y de la totalidad del viaje. Con razón dicen que viajar (siquiera una vez al año) es una de las más hermosas maneras de existir.

Camino de Cape Reinga
Camino de Cape Reinga
La llegada a Cape Reinga me recuerda un poco a la del noruego Cabo Norte. No, desde luego, por la vegetación ni por el paisaje, que allí es ártico y aquí tropical sino por la carretera, que en ambos sitios discurre por la cuerda de las montañas con el mar saludándote desde ambos lados. También por ese pálpito de terminación, finisterre o non plus ultra que le acomete a uno cuando más allá de la tierra no hay sino agua.
Llegamos al aparcamiento y pasamos bajo una especie de arco-monumento donde el sonido de una flauta nos pone en situación, y comenzamos el descenso hacia el cabo. Vaya por delante que no estamos ante una atracción turística: este lugar tiene para los maoríes un profunda significación simbólico-religiosa, ya que creen que este es el punto desde donde, al morir, sus almas emprenden viaje hacia su hogar espiritual, situado en sus islas originarias (parece que también ellos se han sentido emigrantes en esta tierra). El lugar, por tanto, da la sensación de un gigantesco cementerio, y esa es la actitud de las personas que lo visitan. Hay muchos nativos jóvenes (incluso una madre con su hija de meses) que nos saludan con deferencia, como agradeciendo que compartamos con ellos el espíritu de un lugar tan especial.

Cape Reinga
El faro de Cape Reinga
El faro de Cape Reinga
La junta del Pacífico con el Mar de Tasmania
Lejos de ninguna parte
En la punta del cabo hay un faro blanco, un poste indicador con la distancia a los cuatro confines del mundo, y enfrente algo realmente curioso: la junta de aguas del Pacífico con el Mar de Tasmania, que levanta espumas y encrespa las olas (diez metros dicen que pueden alcanzar los días de tempestad).
Abandonamos el lugar imbuidos de la vastedad de lo sagrado. Para volver al aparcamiento la cuesta es considerable, y por ello a intervalos han tenido la previsión de instalar bancos. En uno de estos descansan una mujer maorí bastante mayor y una joven. Esta última nos mira con cara de pocos amigos. Su actitud es tan evidente que me comenta Bego que quizá le moleste que vengan blancos a este sitio, aunque ella también lo parezca. Al cabo de un rato nos adelanta ya sin la anciana, y cuando estamos llegando a la puerta de la flauta nos la volvemos a cruzar. Todavía la veremos una vez más, ya a punto de irnos, dando frenéticos paseos desde la puerta de un autobús hasta la entrada del santuario, desde donde mira hacia ansiosamente hacia el faro, como esperando a alguien. Evidentemente sus problemas, sean los que sean, nada tienen que ver con nosotros.
En una ensenada a la derecha del cabo está el Tapotupotu Camping Area, gestionado por el DOC. La verdad que sería estupendo pasar el día aquí, pero eso es algo que hoy ya no podemos elegir. Desandamos camino para salir de la península, no sin antes hacer un alto para comer. La verdad es que recorrer 100 kilómetros ida y otros tantos vuelta solo para venir aquí puede parecer cargante, pero nosotros nos sentimos muy satisfechos con la experiencia.
Lo que no satisface tanto es el episodio que sucede ahora, el tercero y último de los autos locos versión neozelandesa. Hace unos minutos (no muchos) que vienen detrás de mí tres coches. En cuanto llegamos a un tramo despejado, como es de rigor, facilito el adelantamiento. Pasa el primero, pasa el segundo, y cuando está adelantando el tercero, un todoterreno granate bastante guarro, veo que inicia la maniobra de reincorporación sin esperar a rebasarme. Ante la inminente colisión, no me queda otra que frenar. Clavo el claxon y le lanzo todos los insultos que conozco. En español, en inglés y en maorí.
Superado el susto y el cabreo, reflexiono sobre la zafia jugada: no venían vehículos de frente y tenía espacio de sobra. ¿Por qué lo ha hecho, entonces? Resulta evidente que ha sido de una agresividad deliberada. ¿Acaso es porque circulamos en autocaravana de alquiler? Aparte de los incidentes reseñados, he percibido más de una actitud hostil, y pienso que es posible que haya gente aquí a la que no le gusten los turistas y quieran hacérselo saber, aunque para ello se arriesguen a un accidente.
Más tarde buscaré estadísticas sobre accidentes de tráfico y descubriré, para mi asombro, que Nueva Zelanda tiene una tasa de fallecidos por cada cien mil habitantes de 10,1. Superior a la de España (9,3), pero también a la de sus vecinos australianos (7,8) o sus homólogos canadienses (8,8) por no hablar de los países en los que nos gusta fijarnos: Francia (7,5), Alemania (6), Reino Unido (5,4) o Suecia (5,2). Cifras absolutamente atípicas para un país como este, que presume de civilizado y ordenado y donde, por regla general, se observa un escrupuloso respeto a las normas. ¿Es el clima, la orografía, el alcoholismo o, sencillamente, un sector de población que está aún sin domesticar? Me quedo con la intriga.
De nuevo en Awanui, giramos a la izquierda siguiendo el contorno de la costa. Ayer pensábamos hacer el cambio de aguas en Kaiteia, pero como pasamos de largo vamos pero que muy apurados. A 30 kilómetros está Mangonui, que cuenta con una estupenda dump station.
Continuamos camino. Aquí la costa es muy accidentada, y alternamos el recorrido interior con las bahías. Nuestro último destino del día es Matauri Bay, adonde se llega por una zizagueante carretera repleta de vistas espectaculares. El descenso hacia la costa también es imponente.

Matauri Bay y las Islas Cavalli
Matauri Bay
Matauri Bay. En ese promontorio está el memorial del Rainbow Warrior
Matauri Bay y las Islas Cavalli
Aparcamos y nos vamos a dar un paseo por la playa. No se ve ni un alma. A un extremo está el Matauri Bay Holiday Park, el primer camping con gasolinera que veo en mi vida. Y en el promontorio que hay detrás se halla el memorial del Rainbow Warrior, el buque de Greenpeace que en 1985 hundieron los servicios secretos de Francia por protestar contra las pruebas nucleares que realizaba dicho país en el atolón de Mururoa. Posteriormente, el pecio fue reflotado y trasladado junto a las Islas Cavalli, donde se convirtió en arrecife artificial para deleite de moluscos y submarinistas. Las pruebas nucleares francesas cesaron definitivamente en 1996, en gran parte debido a las protestas que se sucedieron por todo el mundo.
Al otro lado de la playa hay una especie de asentamiento constituido por caravanas y bungalows, pero da bastante mal rollo: la mayoría se hallan en estado ruinoso, y solo unas pocas parecen hallarse habitadas. Nos marchamos.
Cae la luz y se impone decidir la pernocta. En este aparcamiento no te puedes quedar, hay carteles que así te lo indican. Y respecto al camping, según Campermate nos saldría por cincuenta dólares, demasiado dinero para solo unas horas. En cambio, a 36 kilómetros de aquí, en Kerikeri hay una sede de la RSA, en cuyo parking es posible pernoctar mediante donativo o, mejor aún, cenando en su restaurante. La verdad es que llevo dos días obsesionado por los fish and chips y, la verdad, me gustaría cenarlos como despedida.
De manera que nos ponemos en marcha. El trayecto por carretera lo hacemos sin novedad, pero en el pueblo nos cuesta un poco dar con la sede, por aquello de la oscuridad absoluta. Finalmente encontramos un gran parking donde hay autocaravanas, furgonetas y hasta autobuses. Se baja Bego a preguntar.
- Buenas, que queríamos dormir ahí fuera con nuestro vehículo.
- Ah, vale.
- ¿Hay que hacer algún donativo?
- No... Ahora ya no podemos aceptar donativos. Pero si queréis cenar...
- Bueno. ¿Cuál es el menú?
-Esta noche hay fish and chips.
Vuelve Bego a la autocaravana con la buena nueva, de manera que nos adecentamos y salimos corriendo, que ya sabemos que los horarios por estos lares son bastante estrictos. Un hombre mayor pero de un imponente metro noventa nos proporciona una ficha para que la rellenemos y nos convirtamos de este modo en socios temporales. Se trata de una persona extremadamente cordial y que a la vez transmite una gran fuerza interior; tal vez las situaciones duras que ha vivido en el ejército le han enseñado a valorar las pequeñas cosas y el lado bueno de la gente. Mientras aguardamos, leo un cartel pegado en la pared: la próxima semana, un soldado que sirvió en Afganistán presenta un libro sobre sus vivencias.
Esta sede de veteranos es imponente, mucho más que la de Whanganui; cuenta incluso con salón de actos que a buen seguro utilizarán también para bailes y jolgorios varios. La sala se halla dividida en dos partes: una que hace las veces de living y otra, más pequeña, destinada a restaurante. En la primera hay varias mesas ocupadas por hombres y mujeres, ninguno de los cuales parece tener menos de sesenta años.
Nos acercamos a la barra, encargamos comida y bebida, las pagamos. No debe de gustarle mucho mi jeto a la mujer de la barra, pues se comporta conmigo de un modo algo agrio; Bego no lo entiende, ya que cuando vino a preguntar se portó con ella la mar de simpática. Tiene cuarenta y pico años, y lo cierto es que de jovencita tuvo que ser un bellezón, pero ahora parece tocada por la amargura y el hastío.
La cena, especialmente el pescado, está exquisito. Al terminar, Inari y yo hojeamos unas revistas sobre aviación militar. Luego nos vamos a la cama.

Kilómetros etapa: 225
Kilómetros viaje: 5.593

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