Como si de una supernova se tratase, Uluru eclipsa de tal modo su
entorno que uno se olvida de que el parque nacional se llama
Uluṟu-Kata Tjuṯa. Bueno, ¿y qué es Kata Tjuṯa? Pues un
conjunto de 36 cimas formadas por bolos de arenisca, la más alta de
las cuales, el monte Olga, supera en 200 metros la altura de Uluru.
Visto desde arriba, parece la celebérrima roca que visitamos ayer,
solo que cortada en rodajas.
Uluru por la mañana
Desde el cámping hasta las Olgas tenemos 52 kilómetros de camino.
Como se las divisa desde lejos, sufres la ilusión óptica de
acercarte continuamente pero nunca llegar. Un par de kilómetros
antes de destino se encuentra el cruce de la Great Central Road.
Aunque en teoría se puede recorrer en cualquier tipo de vehículo,
se recomiendan los 4x4 (en 2024 estuvo cortada por inundaciones).
Además, es necesario obtener un par de permisos. Según Wikipedia
soporta el escalofriante tránsito de 10.000 vehículos... al año.
Precisamente por aquí pasó Robyn Davidson, quien en 1977,
acompañada por un perro y cuatro camellos, recorrió durante a pie y
durante nueve meses los 2.700 kilómetros que separan Alice Springs
del Océano Índico. Sobre esta experiencia la protagonista escribió un libro, National Geographic publicó fotosy en
2013 se rodó una película.
Creo que es en este momento cuando empiezo a comprender que el
interior de Australia no es solo un paisaje, sino más bien un estado
de ánimo.
Las Olgas
Las Olgas desde el aparcamiento
En la zona de las Olgas es posible escoger varias rutas senderistas.
Como el calor promete, elegimos la que discurre entre dos rebanadas
de roca, así al menos tendremos sombra durante la parte final del
trayecto. El recorrido es más corto de lo que habíamos calculado,
ya que termina en una plataforma que cierra el camino antes de
culminar la subida. Al igual que en Uluru, te sientes pequeñito
flanqueado por tan descomunales muros. Abajo hay un cartel que
prohíbe la escalada por tratarse de un sitio sagrado. Ahora bien:
¿quién, en su sano juicio, intentaría escalar semejantes pétreos
y pelados paredones?
La ruta
El sol se oculta tras la roca
De regreso a la auto, movemos el
vehículo para buscar otra perspectiva, y a continuación comemos.
Aunque abrimos todo lo abrible, el calor nos hace sudar de lo lindo.
Si es así ahora que estamos en invierno. ¿Cómo será en verano?
Mirador. Fin de ruta
Encontramos este curioso tipo de banco
Emprendemos el regreso. Como la carretera pasa cerca de Uluru, no nos
resistimos a hacer otra visita, esta vez al mirador del amanecer,
lógicamente vacío a esta hora. Aun así, la roca luce imponente.
Después volvemos a la carretera principal y rodeamos el megalito en
sentido inverso a como lo hicimos caminando. Pasamos por el cruce que
lleva a la Mutitjulu Community, un poblado aborigen al que
está prohibido acceder sin permiso. Otra parada en el aparcamiento
de ayer (cuesta despegarse, como polillas con la luz) y por fin
llegamos al mirador del atardecer, un poco antes que ayer y a tiempo
de disfrutar el rojo rabioso de Uluru con los últimos rayos de sol.
Toca aprovechar el día, así que tempranito y sin despedirnos
salimos a la carretera y en 80 kilómetros nos plantamos en Yulara,
que es el resort montado en 2006 al rebufo de Uluru, y que
además de cámping cuenta con hoteles y varios complejos de
apartamentos. La parcela nos parece cara y cuesta un poco dar con
ella. Una vez localizada, salimos cagando leches (es la emoción,
discúlpeseme lo abrupto del lenguaje).
Por fin, Uluru
Uluru se encuentra a 20 kilómetros de Yulara, dentro del parque
nacional Uluru-Kata Tjuta, y para acceder es preciso pagar
religiosamente. Nosotros hemos sacado por Internet la entrada para
dos días, y la llevamos en el móvil. Enseguida vemos en la
distancia ese, como diría Gerardo Diego, prodigio isleño: se
trata de unos de los monolitos más grandes del mundo: 348 metros
emergidos y 2,5 kilómetros bajo tierra. Su perímetro es de 9,4
kilómetros, aunque si lo contorneas por el sendero autorizado la
vuelta son algo más de 12 kilómetros. Si tuviera que describirlo de
alguna forma, desde arriba parece la garra de algún animal, con los
gigantescos dedos clavados en la tierra, apuntando hacia el sur.
Dejamos la auto en el aparcamiento, bastante concurrido por cierto.
Mucha gente se acerca a ver la roca y sacarse selfies, pero muy pocos
los que se animan a darle la vuelta, al menos caminando. La piedra no
es compacta, sino que su base cuenta con un sinfín de recovecos, en
algunas de los cuales se almacena el agua que cae desde arriba. Mi
pregunta: si es una sola roca compacta, ¿cómo pueden brotar de ella
manantiales? Con razón los nativos la consideran un sitio mágico y
sagrado, uno se esos de lugares que invitan a la meditación y el
silencio, aunque solo sea por las miles de generaciones que han
pasado por aquí.
Nos entretenemos mucho con todas estas particularidades al principio
de la ruta, lo que hará que luego se nos vuelva pesada, sobre todo
cuando levante el sol y lleguemos a la cara sur, que además es donde
el camino se aleja más de la piedra. Según la previsión
meteorológica, hoy no pasaremos de 23 grados, pero la sensación de
calor es mucho mayor, supongo que por la radiación que refractan la
piedra y la arena. Colocados estratégicamente hay sombrajos
provistos de teléfono de emergencias, por si a alguien le da un
jamacuco. Precisamente en uno
de ellos nos encontramos con un grupo que realiza su particular tour
en segway. Menos mal que veníamos avisados.
La roca no solo varía de color según la hora del día, sino también
de forma según desde el ángulo que la contemples: en ocasiones
parece una descomunal nave extraterrestre; en otras, un dormido
animal prehistórico. Al parecer, hace varias eras, el suelo de
Australia estaba aun por encima de Uluru. Como estaba constituido por
materiales muy blandos, la erosión los fue puliendo y rellenando con
el sobrante valles y barrancas, lo cual explica por qué hoy en día
este es un continente tan sobrecogedoramente llano.
El sol empieza a bajar, y la cara oeste se hace más llevadera, pues
pasamos por sitios de sombra. Pero estamos hechos polvo, y
prácticamente nos hemos quedado sin agua. Al llegar de nuevo al
aparcamiento descubrimos la senda por donde se ascendía al monolito,
hasta que lo prohibieron en 2019. En mi caso creo que subir habría
subido, el problema habría sido para bajar: la visión de la roca
pelada, donde no hay agarradero posible y parece que si tropiezas o
caes vas a llegar hasta el fondo, me nubla el entendimiento. Todavía
conservo el aterrador recuerdo de cuando, en Gredos, me quedé
paralizado caminando sobre un bolo de granito del tamaño de un
asteroide y de donde creo que no hubiera sido capaz salir si mis
compañeros de excursión no me hubieran tranquilizado y dado
instrucciones.
Antes de irnos al cámping queda el
penúltimo acto: a tres kilómetros de la roca se encuentra el Uluṟu
Coach Sunset Viewing Area que,
como es lógico, a esta hora se encuentra abarrotado: gente con
cámaras, con telescopios, subidos a los coches... Todos en un
silencio expectante contemplando el milagro diario del sol poniéndose
sobre Uluru.
Rellenamos el depósito de gasoil a un precio considerablemente más
elevado que las ocasiones anteriores. Luego reponemos y vaciamos las
aguas, lo que supone una pequeña odisea: al preguntar nos dicen que
están e a la vuelta. Pensando que se trata de un servicio de la
gasolinera, buscamos en vano hasta que por fin descubrimos que lo que
buscamos es un Outback Communities Authority Public Toilet
situado a 350 metros de distancia. Antes de irnos, paso por el súper
pero apenas compro nada: lo que hay es escaso y carísimo,
especialmente el agua. Aun así, me llevo una camiseta de recuerdo y
un ticket de la compra con la hora y el día incorrectos, donde se
lee:
Thank yoy for shopping with us.
Where hell is Marla? Now you know.
Oscuro humor australiano: a los baños les ponen nombres de hombre o de mujer
Desde Marla hasta la frontera con el Territorio del Norte hay 159
kilómetros, que transcurren por un paisaje donde no se han inventado
las montañas, vegetación semidesértica y canguros atropellados en
las cunetas, imagino que a causa los roadtrain, que
circulan también por la noche.
Road train
Tres vagones
Cuatro vagones
En el límite estatal hay una pequeña área de descanso. Allí, unos
paneles explicativos informan la segregación del Territorio del
Norte respecto a Australia Meridional, que tuvo lugar en 1911. Por
fortuna, ahora tenemos el horario de invierno y no es necesario
cambiar de nuevo el reloj.
Nuestro vehículo es un velero que se hace de nuevo a este mar tan
sólido que atravesamos. 95 kilómetros más hacia el norte está el
cruce de Ghan, donde dejaremos provisionalmente la Stuart Highway
para dirigirnos hacia el oeste por la A 4. Aquí ya nos atacan las
moscas a conciencia y, por primera vez en el viaje, experimentamos
calor.
Decidimos que aún es pronto para comer y hacemos propósito de
estirarnos un poco más, pero por aquí las áreas de descanso no es
que abunden precisamente, y tampoco la sombra, de manera que, cuando
nos queremos dar cuenta, ya hemos recorrido otros cien kilómetros.
Bajo del vehículo para tocar esta arena rojo intenso que tantas
veces he visto en la tele, en fotos y también en el Tiempo del
Sueño, el lugar donde mora la Serpiente Arcoiris, el que existió
antes de que la vida de los seres individuales comenzara y que
perdurará cuando esta termine.
Un hito en el camino: frontera de Australia Meridional con el Territorio del Norte
Tras la comida, otros 38 kilómetros hasta el mirador del Monte
Conner, una elevación en forma de mesa que se divisa unos veinte
kilómetros hacia el sur. Es posible que, al igual que Uluru, haya
sido originado por la erosión, pero si miras la imagen del satélite
tiene toda la apariencia de ser consecuencia del impacto de un
meteorito que habría chocado sin desintegrarse (cosa que, como todo
el mundo sabe, no suele suceder). Curiosamente, también recuerda
muchísimo a los volcanes subglaciares que vimos en el norte de
Islandia. Tan lejos, tan cerca. Tiempo del Sueño.
Primer contacto con el Centro Rojo
Me doy cuenta de que aún no he explicado el motivo de nuestro
intempestivo desvío, que no es otro que Uluru, y toca ahora contar
la historia personal: durante la última década del siglo pasado
(cómo suena eso) estaba suscrito a una revista de vida alternativa y
ecosaludable que solía regalar un calendario temático para el año
siguiente. Pues bien, el de 1991 se tituló Lugares Sagrados,
e incluía doce sitios con carga mística repartidos por todo el
planeta. Uno de ellos era Uluru, que se conoce también como Ayers
Rock. Me impresionó saber que en mitad de la planicie australiana
existía una roca de tres kilómetros de largo, y que emergía del
suelo casi 350 metros como una presencia inmemorial y majestuosa.
Cada vez que miraba la foto sentía deseos de viajar allí, pero sin
hacerme muchas ilusiones, como el que quiere ir a Marte. Han
transcurrido 33 años y la Serpiente Arcoiris ha decidido que es hora
de que ese trocito de sueño se haga realidad. Verdad es que no se
trata de un sitio precisamente accesible, pero también he de decir
que el motivo principal del viaje a Australia ha sido venir a ver
esta piedra.
Mount Conner
Aunque no será hoy. Técnicamente podríamos llegar (faltan solo 100
kilómetros), pero nos frenan dos cosas. Primera: Uluru es Uluru, y
como no hemos reservado existe la posibilidad de que el único
cámping autorizado se encuentre hasta la bandera, por muy temporada
baja que sea. Segunda: el combustible. En las reseñas he leído la
historia de alguien que se quedó pillado varios días porque en la
gasolinera se les había terminado el gasoil, “y no sabían cuándo
volvería el camión”. El solo hecho de pensar en esa improbable
probabilidad, cuando dentro de ocho días tenemos que coger el vuelo
para Sidney, hace que se me pongan los pelos de punta.
Por tanto elegimos una escala intermedia, Curtin Springs, que
es lo que aquí llaman una Station, oséase un rancho que
cuenta con gasolinera y zona de acampada. Las valoraciones, dispares,
destacan las horribles críticas a la comida. Pero como al fin y al
cabo nosotros la llevamos puesta...
Paramos en la gasolinera, dos surtidores pelados en mitad del
aparcamiento de la entrada. Los atiende un tipo tocado con sombrero
australiano aunque lo de atender es un decir, porque se limita a
darles conversación a los clientes, una pareja mayor, que son
quienes rellenan el depósito. Por algún motivo el proceso de
dispensación se alarga, y la mujer viene a pedirnos disculpas. Le
respondemos que no problem, que no tenemos prisa porque ya
hemos llegado. En cuanto se marchan, el vaquero comienza a sacarles
la piel. Mal asunto: la persona que pone verde a los demás nada más
conocerte también lo hará contigo en cuanto tenga oportunidad. Por
cierto, pagamos el gasoil a 3 dólares/litro, el precio más caro de
todo el viaje. Mientras repostamos preguntamos al cowboy si podemos
quedarnos. Respuesta afirmativa, aunque el cámping no es más
que un triste terragal con, para variar, un generador al lado. Pero
lo que se lleva la palma son los sanitarios: montados en unos
cochambrosos módulos prefabricados, tienen incrustada tal cantidad
de mierda que no la sacarían ni con todo el salfumán del mundo. Si
no tuviéramos el nuestro averiado no entraríamos ahí ni por todo
el oro del mundo, pero no nos queda otra que hacer de tripas... lo
que sea.
El contrato de alquiler de la autocaravana reza taxativamente que
tenemos prohibido adentrarnos más de diez kilómetros por pistas de
tierra, y esa es la distancia aproximada que hay desde la A87 hasta
Kanku-Breakaways Conservation Park. Pero
ir y volver por el mismo sitio no mola, especialmente si existe un
recorrido alternativo, aunque un poco más largo. Sabemos que al
estar nuestro vehículo geoposicionado podemos ser rastreados en
cualquier momento. Aun así, confiamos en que nos perdonen el
pecadillo.
Camino de Marte
Salimos por la Kempe Road, y al cabo
de 15 kilómetros vemos a la izquierda la pista de marras, en la que
se aprecian signos de que ha sido arreglada recientemente (las
lluvias torrenciales la descomponen periódicamente, por eso en
ocasiones solo es posible el acceso en 4x4).
Instantáneamente, el paisaje se
vuelve marciano, o al menos todo lo marciano que puede ser algo en
nuestro planeta: rocas, tierras que muestran toda las gamas del ocre
y una vegetación rala. La profunda sensación de irrealidad se
incrementa porque no nos cruzamos con nadie. A los 7 kilómetros
llegamos a un lugar muy fotografiado: la Dog Fence, que
fuelevantada a
finales del siglo XIX con la finalidad de proteger de los dingos a
los rebaños del ovejas que pastaban en las fértiles tierras del
sudeste. Su apabullante extensión (5.600 kilómetros, un poco más
de la distancia que hay de Nueva York a Lisboa) es lo que la ha
vuelto famosa.
The Forever Place
Seguimos navegando por este espacio de ensueño durante 4 kilómetros
más. Busco, sin encontrarlo, un apartadero, de manera que detengo el
vehículo en la misma pista. Me muero de ganar de volar el dron.
Teóricamente aquí debe de estar prohibido, pero la aplicación que
traigo no lo notifica, ni tampoco hemos visto ningún cartel. Además,
no sopla ni pizca de aire. Durante veinte minutos me paseo por las
alturas, tomando como referencia una colina de cima plana. El
silencio es espeso y total.
El barco
Los colores
Continuamos camino hasta llegar a
dos colinas muy famosas que los aborígenes llama Los Dos
Perros, y los europeos Sal
y Pimienta. Aquí ya sí se ven
cartelitos de No Drones,
pero con el anterior ratito de vuelo ya me he desquitado por hoy. 3
kilómetros más y ya estamos en la meseta-mirador. Cuando
escudriñaba el lugar desde el satélite, me daba la sensación de
que para llegar había que subir una cuesta bastante abrupta, pero el
acceso resulta fácil. También pensábamos que alguien verificaría
nuestros pases, pero no se divisa un alma en leguas a la redonda.
Llega un coche con una pareja mayor, pero el viento sopla aquí tan
intenso que ni siquiera se bajan. Para no marcharnos tan pronto,
vamos caminando hasta otro mirador llamado Antakirinja. El paisaje es
tan fascinante que si lo miras unos minutos parece que han
transcurrido horas. Supongo que la inversa será igual.
La inmensidad
Han puesto aquí un cartel que, a la habitual prohibición de volar
drones, añade que el motivo es “preservar la integridad espiritual
del lugar”. Sin embargo, en este sitio se han rodado películas con
cientos de extras más toda la infraestructura asociada. Supongo que,
como en todo lados, la pela es la pela. En una película de 2013
titulada Tracks en inglés y El viaje de tu vida en
español, ambientada en Australia, cuando la protagonista llega a
Ayers Rock le impiden la entrada con sus camellos con el pretexto de
que se trata de un lugar sagrado. La chica mira apreciativamente la
caravana de vehículos que entra alegremente en el parque como
diciendo: “Ya...”
Ponemos rumbo a la Stuart Higway, y
de inmediato agradecemos haber venido por el otro camino, ya que los
diez kilómetros que tenemos por delante son, como le llaman los
franceses, tôle ondulée,
vamos pegando botes todo el rato, y eso que no pasamos de 20
kilómetros/hora. Luego constaremos que las calidades de la auto,
comparada por ejemplo con la de Islandia, son una shit:
con el traqueteo la madera de los muebles ha sufrido lo suyo, y por
las juntas del que hay encima del frigo se ve ahora mismo la calle.
Los 212 kilómetros que median hasta
Marla son un recorrido por la nada. El problema es que la cinta
asfaltada que cruza esa nada se encuentra en ocasiones bastante
deformada y el viento, que sopla a menudo, tampoco ayuda. De vez en
cuando encontramos coches abandonados a ambos lados de la carretera,
lo que suscita multitud de especulaciones. Llegamos a la conclusión
que, ante una avería imposible de resolver, sale tan caro traer una
grúa para remolcar el vehículo que al final queda allí para los
restos.
Desde ayer, antes de llegar a Coober Pedy, con intervalos de cien
kilómetros, vemos carteles que anuncian Marla, lo cual hace que la
aguardemos con expectación.
A 970 kilómetros de Adelaida y a
400 de Alice Springs, Marla goza de estatus de ciudad desde 1981,
aunque su censo sea de solo 38 habitantes. Y es que incluye un centro
de salud operado por el Royal Flying Doctor Service,
una estación de policía regional y un complejo privado donde
pensamos quedarnos llamado Marla Travellers Rest,
que se describe como un albergue de carretera, hotel y motel,
restaurante, estación de servicio, supermercado, camping para
caravanas y mucho más. También cuenta una oficina de correos de
Australia Post.
Entramos en la gasolinera, donde tras inscribirnos nos dan las llaves
de los baños y nos ubicamos donde buenamente podemos. Hay incluso
una pequeña piscina, cuya llave también hay que pedir, pero no hace
calor para ello. Llega la tarde, y con ella los mosquitos. Cena y
descanso.
Estamos pegados a la valla del cámping. Al otro lado, el runrún de
un generador no para en toda la noche.
Hace mucho tiempo, no sé decir cuánto, me enteré de que existía
una región de Australia donde, de tanto calor que hacía, la gente
vivía en casas subterráneas. Ahora resulta que no se trata de un
territorio en el sentido amplio del término sino simplemente de una
localidad: Coober Pedy, nombre que por cierto deriva del término
aborigen kupa-piti, que significa Agujero del hombre
blanco. Aunque creo que más bien habría que hablar de agujeros:
en 1915 se descubrió aquí el ópalo, y en 1999 ya se había abierto
más de 250.000 pozos, convirtiendo a esta localidad en la mayor
suministradora mundial de esta piedra semipreciosa. En Coober Pedy
viven aproximadamente unas 3.000 personas de cuarenta nacionalidades
diferentes, muchas llegadas de Europa del Este después de la Segunda
Guerra Mundial.
Amanece cerca de Coober Pedy
Las distancias resultan inabarcables para nuestra mente
El primer sitio al que nos dirigiremos hoy es a Old Timers Mine,
donde es posible visitar la
mina, convertida en centro de interpretación y a la vez museo de la
historia local, en ocasiones tan anecdótica que recuerda a Doctor
en Alaska. Justo encima (aunque
también bajo tierra) se halla la vivienda del minero, que conserva
muebles, enseres e incluso fotografías de sus antiguos moradores. Y
que estuvo habitada hasta la década de los 90.
Old Timers Mine
Old Timers Mine. Recepción
Chimenea de ventilación y acceso a la mina
Vivienda del minero
En la recepción venden ópalos, pero lo que tienen no nos gusta
mucho, de manera que tras despedirnos pasamos revista a otras dos
tiendas, y en la segunda sí que encontramos uno interesante. Regenta
el negocio una mujer de origen griego que llegó a Australia hace
cincuenta años. Nos explica que Melbourne es la segunda ciudad con
más griegos del mundo, después de Atenas.
La
verdad es que no me imaginaba el pueblo así. Pensé que todos los
edificios sin excepción estarían enterrados, como las antiguas
ciudades de la Capadocia, pero lo cierto es que muchos se hallan por
encima del suelo, en número suficiente como para formar calles. El
aspecto árido y desangelado sí que recuerda mucho al desierto de
Tabernas, en Almería, donde aún se conservan algunos de los
poblados donde Sergio Leone rodaba sus spaghetti-western,
donde
los extras caían desde los caballos y las balconadas cuando eran
alcanzados por los disparos.
Tras la adquisición del ópalo toca
el súper, que es bastante grande si tenemos en cuenta el tamaño del
pueblo. Los precios están acordes con lo aislado del sitio, y con
que todo lo llegará hasta aquí en avión. Me llama la atención un
sombrero que en la parte de arriba dispone de una cremallera. La abro
y lo que encierra dentro es una mosquitera que se extiende sobre el
sombrero y protege la cara. En los siguientes días lamentaré
intensamente no haberlo comprado, ya que la mosquitera no era tal,
sino mosquera. Tampoco
sabía en ese momento que las viviendas de Coober Pedy son
subterráneas por tres motivos:
a) El calor.
b) Las tormentas de polvo.
c) Las moscas del desierto, increíblemente pesadas. Por lo visto, en
verano emigran a la costa huyendo del calor, pero ahora mismo están
todas aquí, como tendremos ocasión de comprobar en los días
venideros.
Enfrente del súper se conservan los
restos de una nave espacial utilizada en el rodaje de una película:
el paisaje cuasi-lunar de Coober Pedy se ha prestado como plató de
infinidad de filmes. La más famosa, la tercera entrega de Mad Max;
la más interesante, Donde sueñan las verdes hormigas,
que cuenta el conflicto entre una empresa minera y los nativos de la
zona, empeñada la primera en robarles a los segundos lo que les
pertenece desde hace miles de años.
Rueda en parque infantil decorada con motivos aborígenes
A continuación nos vamos hasta el Wellbeing Labyrinth, que
recuerda al de la catedral de Chartres pero construido al aire libro
y mediante hileras de piedras. Luego visitamos la iglesia católica
(esta sí, bajo tierra) y por último subimos a la pequeña colina
donde hay un letrero con el nombre del pueblo que imita al de
Hollywood. La verdad es que da un poco de apuro subir, sabiendo como
sabemos (por las chimeneas) que estamos pasando por encima de las
casas. Aquí estamos, sacando fotos, cuando se empiezan a oír los
gritos.
Provienen de una nave situada a los pies de la colina, y al parecer
los profieren un grupo de aborígenes que hemos visto antes
deambulando por la zona de la gasolinera. La escena transmite algo profundamente negativo, y aunque no creemos
que tengan que ver con nosotros, pero por prudencia decidimos
abandonar el lugar.
Esto es Hollywood
Es el momento de decidir dónde
vamos a quedarnos a dormir. A las afueras, hacia el norte, está el
Tom Cat Hill Caravan Park,
y para allá que nos vamos. El lugar en cuestión no es más que el
desmonte que han practicado en lo alto de una colina. Se nos acerca
el que parece estar al cargo y pregunta que si hemos reservado.
Hombre, pues la verdad es que no. Llama a su jefe para preguntarle si
queda algún sitio libre, pero este no coge el teléfono. Mientras
tanto, nos da tiempo de analizar el lugar, y la valoración no es
buena: las vistas al desierto son estupendas, pero los vehículos se
encuentran como piojos en costura. Le decimos al amable recepcionista
que no se preocupe, que nos buscamos otro sitio, y parece que respira
aliviado.
Regresamos al pueblo y entramos en el Oasis Tourist Park, un
cámping convencional pero casi desierto, como corresponde a esta
época de año.
Tras aposentarnos, comer y hacer la
colada, decidimos darnos otro paseo, esta vez de punta punta del
pueblo (1,5 kilómetros). Nuestro objetivo es la oficina de turismo,
pues mañana queremos visitar el Kanku-Breakaways
Conservation Park: hemos leído
que hay que pagar entrada, pero por internet no lo he conseguido. Por el camino nos cruzamos de nuevo
con aborígenes, esta vez solitarios, y la sensación de desamparo
que transmiten nos parte el alma. Es algo parecido a lo que vivimos
el año pasado en Vancouver en el barrio del fentanilo, la diferencia
es que aquí la barrera de la exclusión tiene un componente racial
que allí no vimos.
Nuestra oficina se encuentra cerrada, pero en un cartel de la
puerta tienen un código QR para acceder a la página de los
permisos, que es precisamente la misma que hemos visitado antes. Solo
que ahora, con un poco de insistencia consigo mi propósito.
Regresamos al cámping al tiempo que oscurece, dándonos un poco de
prisa, porque de repente el pueblo parece solitario, y sombras poco
tranquilizadoras rondan por aquí y por allá. Increíble naranja, el
color de las últimas luces.
Enfrente del área de pernocta se encuentra el Lake Knock Out,
según Wikipedia un maloliente lago salado (ahora no se percibe tufo,
será en verano). Pasamos junto a él anteayer, y llama la atención
por su color ocre, que recuerda a las balsas mineras de Riotinto. En
Google aparece rebautizado como Bird Lake, imagino que por
aquello del maquillaje turístico.
Hoy tenemos la nítida sensación de que empieza de veras la
aventura: entre Port Augusta y Coober Pedy hay 540 kilómetros, y en
medio apenas algunas áreas de servicio. La verdad es que asusta un
poco, pero solo retrospectivamente. En el momento de arrancar vamos
contentos y con buen ánimo.
Comienza la aventura
Lo de que Port Augusta es la puerta del outback no
responde a ningún reclamo turístico, es la pura realidad:
llevamos recorridos solo unos kilómetros cuando aparece ese paisaje
terriblemente llano y quemado que tantas veces hemos visto en
fotografías y películas. No es una tierra del todo desnuda, pero sí
de vegetación baja. Me gustaría saber cómo esas plantas logran
sobrevivir aquí.
La vía del tren va paralela a la carretera, y en ocasiones se
entrecruzan.
Un poco más adelante atravesaremos la Zona Prohibida de Woomera, el
campo de tiro más grande del mundo (llegó a tener una superficie
similar a la del Reino Unido, aunque posteriormente se redujo a solo
127.000 kilómetros cuadrados) En él se han probado todo tipo de
armas, incluidas las nucleares (siete pruebas entre 1956 y 57; hubo
algunas más, en Emu Field y en el archipiélago Montebello, en la
costa oeste australiana). Todo esto lo narra magistralmente una
miniserie estrenada en 2020 que se llama Operación Búfalo. Fue
un proyecto tan secreto que ni siquiera lo conocía el Parlamento
australiano
La carretera, la vía
Mi idea era recorrer doscientos kilómetros y luego hacer una parada,
pero como la autocaravana no es un coche y el cansancio acumulado ya
pesa, a los 150 kilómetros no puedo más y detengo el vehículo.
Estamos en un apartadero ubicado en una especie de meseta, con vistas
a un lago y a la interminable carretera que se extiende de sur a
norte. Entonces ocurre la desgracia, o el imprevisto, o como quiera
llamarse.
En este lugar tan sugerente sufrimos la avería
Desde el día de San Remo no habíamos vuelto a tener percances con
el vehículo, excepción hecha de la ventanilla del conductor, que
sigue sin bajar. Pues bien, ahora es el turno del water. Como todo el
que alguna vez ha subido a una autocaravana, el secreto mejor
guardado (¿pero dónde hacéis...?) consiste en un receptáculo de
20 litros de capacidad encajado debajo de la taza y que se cierra
mediante una tapita circular. Pues bien, dicha tapa es el mecanismo
más frágil del mundo, y nunca se te ocurre pensar en ella mientras
funciona correctamente, pero te acuerdas de la madre del fabricante
cuando se rompe o atasca, que es justo lo que sucede ahora. Basta que
uno de los saquitos del líquido anti-olor se quede trabado en el
mecanismo para que todo se vaya al garete. Agotado todo el repertorio
de maldiciones, extraigo la arqueta, la vacío en la tierra y, con
asco infinito, trato de colocar las piezas en su sitio. Creo que al
diseñador del artilugio nunca se le ocurrió que percances así
suceden en los lugares menos propicios. De haberlo hecho, tal vez
habría previsto algún método para que la caja de marras se abriera
y facilitar así la reparación pero, como ya dijimos anteriormente,
a muchos no les pagan por pensar. Para colmo de males, la
autocaravana no dispone ni de una triste herramienta.
Glendambo
Me lavo las manos como puedo (el aditivo químico tiene un olor
super-fuerte, se impregna en la piel y de ahí no hay quien lo saque)
y continuamos hasta la estación de servicio de Glendambo, 130
kilómetros más arriba. Aquí, además de echar gasoil, intentamos
comprar un destornillador, pero se les han terminado. Por suerte, la
dependienta nos presta uno. Desatornillamos todo lo desatornillable,
pero ni por esas: para encajar de nuevo la tapa en su mecanismo
habría que partir el depósito por la mitad.
Finalmente constatamos la cruda realidad: faltan diez días para
terminar el viaje y nos hemos quedado sin water. Algo similar nos
ocurrió en el norte de Italia, pero allí enseguida dimos con una
tienda de accesorios para autocaravana y adquirimos otro. Si esto nos
hubiera ocurrido antes de Melbourne, o incluso antes de Adelaida
habría sido un trastorno menor, pero ¿aquí, en medio del secarral?
Comemos y después seguimos, contritos, nuestro camino. Estamos
valorando la posibilidad de quedarnos a dormir esta noche a la
intemperie, pero las paradas que encontramos están todas a la vista
de la carretera. Y, francamente, sin cobertura móvil nos parece
bastante arriesgado. Finalmente, cinco kilómetros antes de Coober
Pedy, en el Stuart Monument, encontramos una pista aceptable para
nuestro vehículo que nos conduce a un lugar no visible desde la
carretera. A unos trescientos metros hay aparcado un coche con su
caravana. Por lo demás, una soledad y un silencio como de principios
del mundo.
Puesta de sol a las afueras de Coober Pedy
En cuanto a nuestro problema autocaravanil, pues como nos contestó
el dueño de un bar en el Atlas marroquí cuando le preguntamos por
la toilette.
El hombre alzó los ojos, los enfocó al horizonte y dibujó un amplio
gesto con la mano:
En Port Augusta comienza la Stuart Highway, que cruza Australia de
sur a norte y llega a Darwin después de recorrer 2.834 kilómetros.
Nosotros no llegaremos tan lejos,
pero sí hasta Alice Springs, a 1.226 kilómetros de distancia
(aunque antes tenemos que darnos una vuelta por Uluru). Son cifras
que abruman, porque aún estamos a mitad de camino.
Esta carretera tiene sus particularidades, como por ejemplo que
durante cientos de kilómetros no haya pueblos, ni gasolineras, ni
súper. Ni, por supuesto, cobertura móvil, sustituida en esa
inmensidad por antenas de radio. En esta parte del viaje nos
encontraremos con muchos pick-up adaptados para vivaquear en el
desierto, y absolutamente todos llevan emisora: cualquier percance
fuera de la carretera principal te puede costar, lisa y llanamente,
la vida.
Hubo una época -hace mucho- en que solía ver la cadena Euronews.
Me gustaba mucho el pronóstico del tiempo, donde aparecían
distintas ciudades del mundo. Entre ellas, en el centro de Australia,
había una llamada Alice Springs, que secretamente evocaba la frase
de El Principito: “Lo que más embellece al desierto es el
pozo que oculta en algún sitio...” Recuerdo también que por aquel
entonces el centro de Australia aparecía ante mis ojos tan lejano e
inaccesible como la superficie de Marte. Sin embargo, ahora estoy
-estamos- a un paso de conseguirlo.
Pero eso no va a ocurrir hoy. A la hora de levantarnos no parecía
que soplara mucho, pero a medida que pasaba el tiempo hemos visto las
copas de los eucaliptos agitarse más y más. Realmente hoy toca día
de descanso, lo que le vendrá francamente bien al conductor.
Nuestros acompañantes de esta mañana han sido varios ejemplares de
paloma crestada en busca de comida que no temen para nada a los
humanos: de hecho, para sacarles fotos más de cerca me basta con
lanzar piedritas, que ellas vienen a verificar si son o comestibles o
no.
Paloma crestada australiana
Hablando de provisiones, como tanto estas como el agua van a ser
caras y escasas durante los próximos días, cruzamos de nuevo el
puente sobre el Golfo Spencer y ponemos rumbo al Woolworths. Como de
costumbre, el estacionamiento constituye un problema: como no damos
con el párking del súper, que se encuentra detrás del edificio,
aparcamos en la misma calle pero en la acera opuesta, prácticamente
debajo de un cartel que insta a pagar si quieres quedarte.
Realizo la compra lo más rápido que puedo, con la pericia que dan
dos semanas de patearse los súper australianos. Como veo que la
gente saca los carros libremente hago lo mismo, pero al intentar
cruzar por el paso de peatones un dispositivo bloquea las ruedas del
carro. En otro contexto, abandonaría el carro unos momentos e iría
a la auto a pedir ayuda, pero me percato de lo que tengo alrededor:
personas con aspecto de pobres, de alcohólicas, o de ambas cosas,
sentadas en los bancos o pululando por allí. Constato, además, que
todos son aborígenes. Peligrosos no parecen, pero no dejo aquí el
carro ni loco. Como puedo -y con gran dolor de mis lumbares-, lo
arrastro por la acera hasta llegar casi enfrente de la autocaravana.
Un hombre blanco de mediana edad se acerca para decirme algo así
como que no se pueden llevar los carros tan lejos, pero con gestos le
comunico que se meta en sus asuntos. Por fin consigo llamar la
atención de Bego y, mientras yo vigilo el carro, ella va trasvasando
la compra a nuestra casa con ruedas.
Mientras redacto estas líneas y busco información en Internet me
encuentro con la siguiente pregunta: ¿Por qué hay tantos
aborígenes en Puerto Augusta?
Y la respuesta de Google:
Cuando los colonos se trasladaron al norte desde Adelaida y se
apoderaron de las tierras de pastoreo, Port Augusta se convirtió en
el hogar de docenas de grupos aborígenes. Sigue siendo así hoy en
día, y la coexistencia a veces incómoda con la sociedad de colonos
se evidencia en una comunidad un tanto conflictiva.
Tras surtirnos de provisiones, queda por adquirir algún producto de
primera necesidad, verbigracia, las cervezas. Enfrente mismo del
súper hay una licorería, pero de las que entras con el coche. Y,
francamente, cuando voy con una auto de estas dimensiones me dan
alergia los espacios cerrados. ¿Y si una vez dentro no soy capaz de
maniobrar?
Investigo Google Maps y descubro que al otro lado del puente hay otra
tienda de bebidas. Cruzamos por tercera vez solo para descubrir...
que el sistema de compra es el mismo. Aparco enfrente de una casa con
porche que recuerda a las películas del oeste y, a riesgo de que me
digan que solo seré despachado si vengo sobre cuatro ruedas, como en
el Drive-thru de Warrnambool, entro a pie. Como no doy con la
marca a la que nos hemos aficionado uno de los dependientes, muy
amable, me indica dónde se encuentra en la sala fría. Luego quiero
llevarme algo más contundente (una botella de Baileys), pero
descubro que las guardan en unas vitrinas que abren los empleados
mediante un mando a distancia. Y, para más inri, al ir a pagar me
solicitan algún documento de identidad. Como el pasaporte lo tengo
en la auto, le enseño el carnet de conducir. Pregunto que si es por
la edad y se ríe. La verdad es que todo transcurre de buen rollo: a
estas alturas ya tenemos claro que cuanto menos anglosajona es la
gente, más amable es contigo.
La verdad, no sé a qué aspirábamos al venir otra vez a la parte
oeste del pueblo, porque está claro que el viento no nos va a dejar
salir. Tampoco sabemos qué se puede hacer en una población de
14.000 habitantes, pero mirando por aquí y por allá descubro el
Wadlata Outback Centre, que se encuentra en el edificio que otrora albergara un antiguo convento y que, por supuesto, cae de nuevo al otro
lado.
Esperábamos una visita protocolaria, pero lo cierto es que nos
gustó. Empezando por la tienda de souvenirs, variada y más
económica de lo esperado, donde además de recuerdos te ofertan
multitud de actividades, como excursiones a los montes Flinders (no
pasaremos por allí, lástima) o un recorrido en el Pichi Richi
(antiguo tren de vapor). Después está detalladísima la exposición,
que comienza por los orígenes geológicos de Australia y termina con
la colonización europea. Llama especialmente la atención la parte
dedicada a la vida en el Outback: los Doctores del Aire
(Australia debe de ser el único lugar del mundo donde te pueden
exigir simultáneamente el título de Medicina y de piloto) y la
Escuela del Aire: dadas las enormes distancias, resultaba imposible
que los niños asistieran al colegio. Entonces se ideó un sistema
para que recibieran clase a través de la radio. Y como en muchas
granjas no contaban con electricidad, la que necesitaba el aparato de
radio para funcionar la producía el alumno... pedaleando.
Wadlata Outback Centre
También resulta muy interesante la parte dedicada a la construcción
de las líneas de ferrocarril. Cuenta un chiste que el viaje hasta
Alice Springs duraba tanto que una señora no hacía más que
preguntar que cuándo llegaban. El revisor, un poco harto, quiso
saber el porqué de tanta urgencia.
- Disculpe, es que estoy a punto de dar a luz.
- Pero, oiga, ¿cómo se le ocurre subir al tren en su estado? ¿No
sabe lo peligroso que es?
- Es que cuando subí al tren... no sabía que estaba embarazada.
Tren de la carretera
Volvemos a la auto a comer, y después estudiamos el asunto de la
pernocta. He estado viendo fotos del Port Augusta Motorhome Park,
donde nos denegaron ayer la
entrada, y se ven autocaravanas. ¿Cómo es posible? La instalación
pertenece al club de fútbol local, nos presentamos en su oficina y
nos aceptan sin problema. Entonces, ¿qué ocurrió ayer? Pues colijo
que todo se debió a un desliz semántico: en todos los sitios donde
hemos reservado por teléfono, cuando nos preguntaban por el vehículo
decíamos que era un camper,
que es como la denominaron en la empresa de alquiler. Ahora bien, un
camper no es un vehículo autocontenido (con cuarto de baño), sino
lo que en España conocemos vulgarmente como fragoneta.
Y dado que el lugar no tiene bloque de sanitarios sino una simple
instalación de llenado y vaciado, pues no aceptan campers,
solo motorhomesor
caravans. Ese debe de ser, pues,
el quid.
Antes de echarnos a dormir llenamos el depósito para la ducha de
mañana. La presión de la manguera parece, como viene siendo
habitual, la de una boca de incendios. Sinceramente, no comprendo por
qué a estos australianos les gusta tanto que salga el agua con
semejante poderío.